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Authors: Anna Jansson

Tags: #Intriga, Policíaca

Atrapado en un sueño (31 page)

BOOK: Atrapado en un sueño
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Ek prosiguió:

—Nos llegó una información. Una mujer residente en Ryska Gränd vio subir al testigo en dirección a la catedral. Estaba casi completamente segura de haberlo reconocido. Se trata de un hombre que trabajó en el pasado en la oficina tributaria, ahora jubilado. La mujer, que era interventora, lo había visto a menudo en su trabajo. Desconocía su nombre y en sus papeles tampoco aparecía, pero afirma que sería capaz de señalarlo. Voy a verla el lunes a las ocho.

—No parece una pista muy consistente. ¿Crees que ese hombre podría aportarnos mucho más de lo que nos ha contado Maria? Alguien tiene que saber quiénes son estos chicos. Si presumían de sus hazañas, más personas tienen que haberlo oído. Esta agresión no puede ser el único delito que hayan perpetrado —dijo Arvidsson y se acordó de Joakim, el hijo de Ek. Per estaba convencido de que el muchacho podría conseguir más información, pero apostando en ello su vida. No podían asumir ese riesgo.

—El ADN que Maria tenía bajo las uñas no coincide con el hallado en casa de Linn Bogren. A pesar de ello, existen similitudes. Linn también fue acosada por un grupo de chavales. Así se lo contó Harry Molin a su médico. Sería estupendo que concordara, que algo de esto resultara discernible.

—Maria rasgó la piel solo de una persona, el que, en opinión de ella, parecía el cabecilla. Puede ser alguno de los otros quien haya dejado su rastro en el hogar de Linn, ¿no es cierto? —dijo Per, que ya había sopesado esa idea anteriormente, pese a lo cual optó por centrarse en el cabecilla.

—En ese caso, ¿por qué regresó uno de ellos a casa de Linn, y luego a la de Harry?

Comieron en silencio el paquete de comida que se habían llevado. A Arvidsson no le pareció especialmente apetecible. Le crecía en la boca. Había que echar el guante a los culpables. Por Maria. Y por el chico fallecido en el asalto. Cada día que pasaba se reducían las posibilidades. Los testigos recuerdan peor y los culpables tienen ocasión de borrar pistas. No obstante, el hecho de que el expediente sobre el homicidio del cortacésped hubiera desaparecido suponía una buena noticia. Había que partir de la premisa de que se trataba de un robo, y no exento de riesgos, sino todo lo contrario. Ahora bien, alguien había evaluado los riesgos en relación a los beneficios derivados de ello, y lo había considerado necesario, lo cual infundía esperanzas de que se hubieran topado con algo realmente importante.

Ek arrancó el motor fueraborda y pusieron rumbo hacia Djupvik. El sol irradiaba con fuerza sobre el prado del litoral y la aldea pesquera. La tierra permanecía seca. De hecho, en la radio advertían sobre el riesgo de incendios. Arvidsson hurgó en su bolsillo en busca del móvil y cayó en la cuenta de que seguramente lo había dejado olvidado en casa de Ek, en cuyo sofá dormía ahora. Ya había iniciado la búsqueda de un nuevo apartamento. Regresar a la casa donde Harry Molin había sido ahorcado se le antojaba totalmente imposible. Ek tampoco llevaba su móvil. Pasaron el resto del día en la playa de Tofta. Jugaron una ronda de minigolf y comieron pizza mientras Ek rastreaba el horizonte femenino a la caza de apariciones pelirrojas. Algunas de sus frases de ligoteo hicieron que Arvidsson se mondara de risa. Intentó en la medida de lo posible mantenerse en un segundo plano para que no lo asociaran con él, que en ocasiones resultaba insufrible, incluso como transitoria pareja de hecho.

No fue hasta llegada la noche que Per advirtió que Maria le había llamado. Entonces salió al balcón para evitar las miradas curiosas de Ek. El latido del corazón se le aceleró y el pulso le retumbaba en el tímpano. ¿Habría cambiado de idea? ¿Quería verle a pesar de todo? Deseó que fuera así más de lo que había deseado nada en toda su vida. El sudor de sus manos las volvió pegajosas. Pulsó el botón para devolver la llamada y aguardó.

—Maria Wern al habla —contestó la inspectora con voz tensa. No era una buena señal.

—Me has llamado —dijo él, reparando en lo estúpido que sonaba, como disculpándose nada más empezar.

—Es por trabajo.

—Comprendo —respondió él pronunciando lentamente. Parecía evidente que Maria no quería infundirle falsas esperanzas. Con toda probabilidad Per debía alegrarse de que al menos estuviera dispuesta a hablar con él.

—El amigo de Linus Johansson, un jovencito de nombre Oliver, fue a buscarme hoy. Le había visitado un policía que no le mostró su placa. Sospecho que pueda tratarse de un farsante.

—Ninguno de nosotros ha hablado con él, te lo puedo asegurar. Estuvimos esperando a una psicóloga, pero cuando fuimos a interrogarle no quiso decir ni pío. Según su madre, se niega a volver a ver a la psicóloga. Confiábamos en que esta fuera capaz de sonsacarle lo que sabía. —Arvidsson hizo una pausa a la espera de que Maria continuara—. Entonces, ¿Oliver se ha puesto en contacto contigo? —prosiguió al no decir nada la agente.

—Me contó que Linus estaba atemorizado porque había visto a un hombre ataviado con un hábito de color oscuro en el exterior de la ventana de su dormitorio, tanto en casa de su padre como de su madre. Se lo alternaban cada semana.

—Lo de presentarse como policía sin serlo me parece un hecho muy grave. ¿Dónde se encuentra Hartman?

—Había ido a una fiesta en Martebo, pero ya está de camino. Vosotros decidís cuál es el siguiente paso a dar. Si Oliver quiere que le acompañe ya sabéis dónde estoy.

—Muy bien.

Cuando Maria se disponía a colgar, algo en la voz de él la retuvo.

—Maria… —Todo lo que Per quería decirle quedó atrapado en un atronador vacío.

—No. Debes respetar que ya no quiero tener nada que ver contigo fuera del trabajo. Se acabó.

Maria se arrepintió en el mismo instante en que pronunció esas palabras y deseó añadir algo que las atenuara. Pero él ya había colgado.

Capítulo 35

Era lunes por la mañana. La luz del sol penetraba intensamente, revelando partículas de polvo que danzaban en el aire sobre el típico sofá marrón característico de los setenta en los organismos provinciales, y por encima de los sillones de un gris indefinido repletos de manchas. Aquella tela era indesgastable, atemporal y aburrida. La mesa situada delante del sofá estaba rayada y cojeaba y el cuadro colgado de la pared de detrás pertenecía a esa colección de arte de las instancias provinciales que no sorprende, pero tampoco alegra el día a nadie. La festividad de San Juan había llegado a su conclusión y la sala de espera se encontraba llena de pacientes.

Anders Ahlström se acordó de Harry Molin. Después de las principales celebraciones solía pedir cita a Agneta en la recepción y aguardaba fielmente en la sala de espera andando de un sitio a otro, sin poder estarse quieto.

Linn Bogren se había sentado allí, junto a la ventana, agazapada con un periódico como escudo contra las miradas curiosas de los demás. No es fácil ser paciente cuando acabas de incorporarte a un trabajo. Ese mismo sol había iluminado sus rizos castaños, confiriéndole un brillo violeta. En ese momento había sido casi sobrenaturalmente bella. ¿La podría haber ayudado mejor? ¿Habría sido capaz de anticiparse al peligro si la hubiera escuchado con una mayor concentración? A Linn le había sucedido precisamente lo que más temía. Anders llegó a conocer su temor por un intruso nocturno desconocido. Lo que en un primer momento parecían fantasías encontraron luego una explicación natural tras escuchar la historia de Harry Molin. Cuando este confesó haber pegado su cara al cristal de Linn para comprobar si estaba en casa, el problema había quedado resuelto. Por consiguiente, Anders no vio en ningún momento motivo alguno para avisar a la policía.

Y Linus Johansson, ese pequeñajo descarado aquejado de asma, había dejado de existir. No se volvería a oír más su risa contagiosa por el pasillo cuando desenfundaba sus pistolas de plástico y se imponía en el duelo a muerte. El rostro preocupado de Katarina, su madre, que justo entonces podía resplandecer con una sonrisa maravillosa, no había vuelto a verlo desde aquel día.

No volvería a encontrarse con ellos. Tres de sus pacientes habían sufrido una muerte violenta en el transcurso de un mes, todos del mismo barrio. Era realmente aterrador. En esas estaba Anders cuando se disponía a atender a su siguiente paciente, una abuela menuda, de unos ochenta años, de espalda erguida y ojos vivos, que, de acuerdo a su historia clínica, se llamaba Agnes Isomäki.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Anders ofreciéndole asiento. No había tenido tiempo de leer su historial y juzgó poco educado hacerlo ante las narices de la venerable señora, que parecía muy espabilada y dispuesta. Era mejor escucharlo de sus propios labios.

—Mi nieta se casa y no quiero ir a la celebración en zapatillas.

Anders se inclinó sobre la mesa para ver lo que quería decir. Y tenía toda la razón. La señora llevaba unas zapatillas de cuadros marrones con una cremallera en la parte delantera.

—¿Me enseña sus pies? ¿Los tiene hinchados?

Agues dibujó en su cara una mueca al quitárselas.

—¡Mire su aspecto! No sé lo que he podido hacer. No creo que me haya mordido ningún insecto, no en ambos pies. Y tampoco me los he torcido.

Anders se puso en cuclillas junto a ella y le palpó las pantorrillas y el dorso de los pies. Al presionar con el dedo se formó un hoyo en la inflamación.

—Me gustaría auscultarle el corazón y también vamos a hacerle un electrocardiograma y unas cuantas pruebas. ¿Ha tenido algún dolor en la zona del corazón o le ha costado respirar?

—Ese no es el problema. Son las zapatillas —le reprendió ella con paciencia, como si hablara a un niño—. Tengo unos zapatos de tacón muy bonitos que me podría poner si no tuviera las piernas tan inflamadas.

—Típico de las mujeres. Solo piensan en su aspecto —repuso riéndose y agregó seguidamente en un tono más serio—: creo que la hinchazón puede deberse al corazón. Cuando la bomba falla puede acumularse líquido en las piernas.

—Siempre he presumido un poco de mis piernas, y cuando te haces mayor y de la apariencia pasada solo te quedan bonitas las piernas, las cuidas tal vez un poquito más. Quiero estar guapa para la boda de mi nieta. Han ocurrido desgracias en la familia. Este casamiento es la única cosa divertida que ha sucedido en mucho tiempo —dijo mirándole, a la espera de que le preguntara sobre las desdichas que habían azotado a su familia—. Mi esposo…

Anders Ahlström miró de reojo el reloj. No puedes cortar sin más a la gente cuando empieza a hablar de sus penas existenciales.

—Mi esposo sufre demencia y ya no puedo con él en casa. Es terrible. Desaparece y se pierde. Llevamos viviendo juntos más de cincuenta años, en las alegrías y las adversidades. Le quiero, pero no soporto más que se levante por las noches, se ponga a revolver y encienda los fogones de la cocina. Se enfurece más allá de toda lógica cuando le digo que se equivoca.

Agnes Isomäki prorrumpió en un intenso llanto y el doctor Ahlström no pudo por menos que acogerla entre sus brazos. Por encima del hombro de la anciana divisó entonces, a través de la ventana, a un hombre alto y espigado con un gorro calado, pese a estar en pleno verano. Fue solo un instante. Luego desapareció. Algo en la mirada del joven despertó recuerdos y una marcada sensación de desagrado. Podía haber sido él mismo veinticinco años atrás. Anders se obligó a sí mismo a retornar al presente.

—¿Hay alguien que le ayude o quiere que me ponga en contacto con el asistente social? Comprendo que se sienta completamente sobrepasada.

Agnes Isomäki se deshizo de su abrazo y pareció turbada.

Tenía la cara roja y la nariz moqueante.

—Perdóneme, doctor, no pude evitarlo. Me encuentro sola. Mi hija vive en la península. La boda va a celebrarse en la iglesia de Gnisvärd. No sé si me puedo llevar a Gösta. Quizá se descontrole por completo y lo arruine todo. Pero, al mismo tiempo, me parece horrible dejarle a un lado, ¿y quién va a cuidar de él si se queda solo en casa?

Agnes reanudó su llanto y Anders le acarició el brazo con suavidad. Tardaría seguramente una semana, como mínimo, en obtener una cita con el asistente social, y luego un número incierto de días y semanas para conseguir una plaza de corta duración en una residencia. Sería más rápido que el marido acudiera al hospital por otro motivo y luego la esposa no pudiera recibirle de vuelta en casa.

—Voy a hablar con el asistente social. Vamos a intentar solucionar esto de la mejor manera posible —dijo Anders vagamente. En el hospital se había quedado pasmado en numerosas ocasiones de la carga de trabajo que estas mujeres aguantaban en el hogar, cómo atendían y cuidaban por amor a sus maridos día y noche. Los alimentaban, los lavaban, les ayudaban a ir al aseo, muchas veces de noche, en una frágil danza a cuatro piernas.

Porque no queda otra. En el hospital se utiliza una polea o el apoyo de dos jóvenes relativamente robustos. Cuánto dinero no había ahorrado ella ya a la sociedad mediante su labor voluntaria… Y luego, cuando no se podía más, los recursos de aquella no bastaban.

Anders volvió a mirar en dirección a la ventana. Se sentía extrañamente observado por las personas que pasaban por la calle.

Una vez que Agnes Isomäki se hubo marchado con su receta de fármacos para eliminar líquido y reducir la presión arterial, Anders detuvo en el pasillo a la enfermera de la recepción y le pidió que le pusiera en contacto con el asistente social. Le hizo entender que era muy urgente. La enfermera, por su parte, lanzó un sonoro suspiro. Todos los pacientes de Anders Ahlström eran siempre muy urgentes. Y tenía que atender a otros cuatro médicos…

Anders había quedado con Erika Lund a las doce y media en el restaurante Trädgården para almorzar juntos. Intuyó que le iba a ser difícil escaparse, pero acabó cediendo ante su insistencia. Ahora se vería obligado a decepcionarla. Teniendo en cuenta cómo le había ido con los anteriores intentos de relación, se preguntó cuánto tiempo iba a aguantar ella. En ese mismo instante sonó su teléfono.

—Mi querido Anders, no puedo irme de aquí. La cosa se ha complicado. Quedamos otro día.

—No te preocupes —respondió él, confiando en que su voz no delatara su alivio. Tal vez Erika mostrara una mayor compresión sobre su profesión cuando ella misma estaba habituada a darlo todo en su trabajo.

Anders cogió un vaso grande lleno de agua para atenuar su punzante sensación de hambre y decidió cerrar luego los ojos durante cinco minutos antes de recibir a su siguiente paciente.

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