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Authors: Anna Jansson

Tags: #Intriga, Policíaca

Atrapado en un sueño (9 page)

BOOK: Atrapado en un sueño
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—¿Qué piensas entonces de nosotros? —interrogó Erika sintiendo una especie de ducha fría. ¿Acaso no iba en serio? ¿Ni siquiera pretendía intentarlo? La decepción se manifestó con un nudo en el estómago. Esperaba que Anders no renunciara a la vida por haber cometido un único error. No era bueno ni para él ni para Julia.

—Quiero intentarlo, pero debes tener paciencia conmigo y con Julia. Me gustas con locura y quiero estar a tu lado. Quién sabe… Tal vez seas tú el hada buena que deshaga mi hechizo.

«Mete de una puñetera vez a la niña en un reformatorio, deja de decir tonterías sobre hadas y ven aquí a hacer el amor conmigo», deseó espetarle Erika pero, como es natural, no lo hizo. Llevaría su tiempo y debería tener paciencia. Algo le decía que él era merecedor de ello.

Capítulo 9

Maria Wern hizo de tripas corazón para ocultar su dolor y se ofreció a un turno extra el fin de semana en servicio de calle. A juicio de sus colegas debería haber solicitado la baja, pero Maria se negó para evitar así darle vueltas a la agresión. Ya bastaba con soñar una y otra vez con el muchacho muerto y despertarse con las mandíbulas fuertemente apretadas en un espasmo. A lo que había que añadir el temor al contagio, pensar que podía estar infectada y enfermar hasta un punto en que no pudiera cuidar de sus hijos, que la muerte la fuera separando poco a poco de ellos. No podía ser… Se obligó a sí misma a descartar ese pensamiento de su cabeza. Todavía quedaba papeleo por resolver. Entrenaba en el gimnasio todo lo que podía, pese a las costillas rotas y las inflamaciones. Cansando el cuerpo y la mente probablemente podría dormir. Los otros se habían marchado a casa hacía ya rato. Los ventiladores del despacho de la jefatura de policía donde se encontraba emitían un sordo zumbido. Escribía solo con la mano derecha porque aún tenía hinchada la izquierda. Un interrogatorio a un ladrón de coches. El trabajo le permitía apartar de su mente el resultado de los análisis que estaba esperando: VIH, hepatitis o sana.

Al ladrón al que había interrogado lo habían encontrado dormido en el coche robado en un polígono industrial. Tenía el maletero repleto de bidones de gasóleo, presumiblemente birlado de otros vehículos y máquinas con una manguera. El personal, al llegar a su lugar de trabajo por la mañana, había dado unos golpecitos en la ventanilla para despertarlo. Se había encerrado en el coche antes de caer dormido y tenía una considerable resaca. Cuando lograron espabilarle, intentó arrancar el vehículo para marcharse de allí, pero no lo consiguió porque había llenado de gasóleo el depósito de gasolina. En su estado de aturdimiento, confesó el delito. No era la primera vez que lo pillaban con las manos en la masa, incluso esa misma semana. Lo habían cogido ya dos veces tras realizar la misma fechoría, y por cada ocasión tenía que redactarse la pertinente acta de interrogatorio, que el delincuente más tarde debía corroborar en su integridad, ante lo cual no se mostraba nada acomodaticio. Cuando pasó a enjuiciarse el primer robo negó la veracidad del acta, afirmando que había sido coaccionado por la policía. Maria no pudo por menos que reírse. El sujeto era enorme como una roca y la agente que lo había interrogado medía uno sesenta descalza. Naturalmente, lo ideal hubiera sido llevarlo a la comisaría, dar constancia por escrito de los hechos e instarle a firmar directamente todos los papeles. Si como policía no notificas un delito pueden aplicarte una reducción salarial y, si lo haces, no te libras del papeleo. ¿Es razonable denunciar a un mismo grafitero por decimosexta vez cuando la pena máxima se aplica ya a la quinta? ¿Es razonable desperdiciar la mitad de tu jornada escribiendo? Maria se sentía cada vez más frustrada al respecto. Además, habían robado un coche de la Oficina de Recursos Técnicos, que hallaron un par de horas después una manzana más allá. Una denuncia que con toda seguridad no conduciría a nada.

Hartman había mencionado que en el pasado la policía contaba con toda una sala llena de mecanógrafas, personal civil que fue despedido en un afán de recortar gastos. ¿Qué ahorro es ese si obligas a todos los agentes a escribir hasta el más mínimo detalle de sus propios interrogatorios? Ni siquiera aquellos realizados con una grabadora eran particularmente fáciles de documentar, ya que había que incluir cada «mmm» y cada «puesss» y dejar constancia de cada silencio.

En cualquier caso, ahora lo que necesitaba era trabajo, trabajo para aplacar sus pensamientos. Hartman llevaba la investigación de la agresión mortal y no le cabía duda de que lo hacía de la mejor manera posible. Igualmente resultaba frustrante no poder participar en esa labor. A los tres hombres parecía que se los había tragado la tierra. Probablemente hubieran cometido otros delitos y existiera alguna víctima anterior. Si la gente se atreviera a denunciar podrían disponer de más pistas, aumentando de forma notable las opciones de atraparlos.

Maria echó un rápido vistazo a las noticias en internet. En la Colina del Patíbulo se habían iniciado nuevas excavaciones. A tenor de lo hallado, el emplazamiento ya era utilizado en la Edad Media. Se había encontrado una treintena de cuerpos con sus huesos diseminados y realizado un interesante hallazgo consistente en dos ataúdes de madera, uno de ellos con dos cadáveres. Se desconocía por qué los habían enterrado en la misma caja, pues carecían de ofrendas funerarias que pudieran sugerir el sexo de los finados. Aunque por la pelvis debería poder comprobarse si eran hombre o mujer, elucubró Maria.

Maria había estado recientemente en la Colina del Patíbulo, un lugar yermo pero de gran belleza natural donde se celebraban las ejecuciones. En lo alto del acantilado, por encima de la ciudad de Visby y con vistas a los edificios de ladrillo rojo del hospital y el mar, se alzaban las tres columnas de piedra que sustentaban las vigas donde se colgaba a los condenados. En ese lugar había presenciado el pueblo los ajusticiamientos a lo largo de los siglos como mero entretenimiento. Allí se decapitaba, azotaba, aspaba y empalaba a los pobres infelices, si bien a la mayoría simplemente se les ahorcaba y descoyuntaba y luego se les enterraba in situ.

El periódico electrónico informaba también de un casero que se había puesto en contacto con las fuerzas del orden al descubrir un balde con huesos de gran tamaño en las escaleras. Pensaba que podían pertenecer a una persona y que se había cometido un asesinato, pero al acudir la policía resultó que uno de los participantes en las excavaciones se había llevado a casa los huesos con objeto de enviarlos luego a otro sitio, al no disponer en ese momento de otro lugar seguro donde guardarlos.

En el siguiente titular de la publicación web se afirmaba que los habitantes de Gocia son los que menos conducen bajo la influencia del alcohol de toda Suecia. Maria se preguntaba cuándo se había realizado ese estudio. ¿En verano, cuando cuatro quintos de la población son veraneantes procedentes de tierra firme, o tal vez en la «Semana de Estocolmo», en la que acude a la isla lo mejorcito de la marcha capitalina para ponerse hasta las cejas de drogas? Solo durante esa semana se cometieron 448 delitos: violaciones, robos, actos de vandalismo y tráfico de estupefacientes. La mitad de esas denuncias se archivaron directamente, sin investigación, por carecer de pistas. Si no tienes nada a lo que agarrarte, ni siquiera testigos, no vale la pena investigar. En caso de ocurrir algo más puede reabrirse el caso, pero, por desgracia, una gran parte de los delitos no llega a resolverse jamás.

Maria recogió sus cosas y abandonó la jefatura. Había empezado a oscurecer y no le apetecía irse sola a casa, aunque la distancia fuera tan corta. A pesar de tener gente a su alrededor no podía confiar en que alguien interviniera si la atacaban. Al ver a un corrillo de chicos frente al McDonald's zarandeándose medio en broma, le recorrió por la piel una sensación de desagrado. Se paró y los observó durante un momento con el corazón en un puño. Uno de ellos le recordaba vagamente al líder de la panda que la agredió a ella y al muchacho. Había algo en su compostura, en su porte alto y desgarbado, pero al volverse pudo comprobar que sus ojos no coincidían para nada. Mareada y exhausta siguió su camino a paso ligero. Pensándolo bien, solo había comido una ensalada en todo el día y ya eran casi las nueve. Probablemente se enfrentaba a una noche insomne más. Había llamado a Per Arvidsson, pero este decía no tener fuerzas para verla y, considerando lo desagradable que había sido con ella la última vez, se dijo que era mejor así. No le ofrecería consuelo alguno. Era Per quien necesitaba ayuda, y Maria se la habría brindado de buena gana si le hubiera abierto su corazón. Solo de él dependía ahora la relación que pudieran tener.

Maria continuó por Ostra Tullgränd, en paralelo a la muralla, y torció por la plaza Klinttorget en dirección a Norra Murgatan 14. Había mucho movimiento de gente. La inspectora ocultaba su rostro amoratado en la medida de lo posible, pues le desagradaba que se la quedaran mirando. Nunca antes había pensado lo molesta que podía resultar la atención no solicitada. Se avergonzaba de su aspecto aunque no fuera culpa suya.

Una vez en casa se desplomó sobre el sofá frente al televisor, aunque no le apetecía nada encenderlo. En ese momento una estruendosa señal telefónica desgarró el silencio y estuvo a punto de arrancarle un grito. Tardó un rato en sacarse, a duras penas, el móvil del bolsillo.

—Maria Wern al habla —respondió jadeante. Nadie contestó pero oyó la respiración de una persona—. ¿Quién llama?

—Ulf, el padre de Linus. No ha sido fácil encontrar su número de teléfono, pero al final lo he logrado.

Tenía la voz como descontrolada. Maria sospechó que estaba bebido.

—¿Qué puedo hacer por usted? —dijo sintiéndose impotente ante su gran pérdida.

—¿Qué está haciendo la policía? ¿Por qué no cogen a esos cabrones? He llamado a su jefe, ¿sabe?, y no tenía nada entre manos. Nada en absoluto. No puedo esperar más. Me importa una mierda lo que pueda ocurrirme con tal de cazar a los que mataron a mi chico.

—Comprendo que se sienta así, pero es mejor que colabore con la policía. Hartman es un agente muy capacitado. El mejor.

—¡Y un carajo! Son ellos los que no colaboran conmigo. Ni siquiera han interrogado a Oliver, el amigo de Linus. La policía hurga solo a la luz de los focos de los medios de comunicación. Ahora que ha dejado de ser noticia de portada apartan el caso a un lado. Es evidente.

Entonces colgó. Maria volvió a llamarlo, pero había desconectado ya el teléfono.

Capítulo 10

Erika Lund puso un CD de Regina Spektor. Su soledad en su casita de Lummelunda se le antojó más intensa que nunca. Había preparado todo para una noche a dos. Una botella de vino enfriándose y la comida lista para meterla en el horno. Nunca más haría todos esos preparativos por un hombre. La próxima vez Anders tendría que conformarse con lo que hubiera. ¿Y ahora qué iba a hacer? ¿Ver como una boba la televisión? ¿Limpiar los armarios? Todo se le antojaba desesperadamente aburrido. Lo que más le apetecía era salir y encontrarse con gente. Pero sola… Siempre podía llamar a Maria y proponerle dar una vuelta, pero con toda probabilidad Wern no se sentiría tentada a ir de bares hasta que no hubiera desaparecido ese feo hematoma de la cara.

Apenas hacía dos horas que habían conversado, antes de reunirse Erika con Anders. Por desgracia, Erika no tenía nada nuevo que contar. Habían hallado restos de piel bajo las uñas de Maria, quien afirmaba haber arañado al más alto de ellos en su costado izquierdo, en el límite entre la camiseta y los pantalones. Era el que respondía al nombre de Roy, que parecía ser el cabecilla. Aunque a Maria le resultara difícil ofrecer una descripción, el ADN encontrado hablaría por sí solo si conseguían pillarle. El comisario Hartman no había escatimado esfuerzos para echar el guante al malhechor, pero ninguno de los informantes de confianza había logrado brindar un chivatazo, ni siquiera bajo la promesa de una atenuación de su condena y otras bonificaciones.

Maria se concentró al máximo para intentar recordar.

—No estoy segura de que pudiera reconocerle si lo viera en la ciudad. Lo único que recuerdo es la jeringa con la sangre y una marca cosida en sus vaqueros. Kilroy. Esas botas caras… Las he buscado. Son Doc Martins. Llevaba una chaqueta de cuero y una cadena de oro alrededor del cuello. Pensé entonces que probablemente se tratara de un chico de dinero. Padres ricos o delitos lucrativos…

Hartman había revisado los «Roy» de nombre propio y apellido en las listas de pasajeros de los vuelos y transbordadores. Ronald, Roland, Robert, Ronny y posiblemente otros más. Lo más verosímil es que hubiera abandonado la isla. Si no antes, seguro que después de que los diarios publicaran que el chico había fallecido por causa de las lesiones que él había provocado.

Erika había examinado personalmente el lugar de los hechos. Tenían que atrapar al responsable, por los padres y por lo insufrible que le resultaba la espera a Maria, quien había seguido trabajando como de costumbre. Pero no era la misma. Se mostraba más callada, más pensativa. Erika decidió llamarla a pesar de todo. No era probable que se hubiera ido ya a la cama.

—Solo quería saber cómo te encontrabas. ¿Tienes tiempo para hablar?

—Todo el tiempo del mundo. Mis hijos están con mis padres y a Per no le apetece verme. ¿Sabes, Erika? A veces dudo de que la situación vaya a cambiar. No hace otra cosa que estar tumbado en la cama y mirar al techo. Debería ir a ver a un médico y empezar a tomar otra vez fármacos, pero no tiene ganas de pensar en el asunto. Me he ofrecido a acompañarle y él se limita a rechazar la idea diciendo que no le pasa nada. Su ex esposa, que es médico, podría ayudarle con lo de los medicamentos, pero él se niega de plano a verla. No tenía que haberle contado lo de la agresión y mi miedo ante un posible contagio. Fue demasiado para él. Tal vez fuera un acto egoísta; necesitaba un abrazo, un lugar donde obtener consuelo, pero ni siquiera tuvo fuerzas para escucharme. No sé qué hacer.

—Oblígale a medicarse, por su propio bien. No puede seguir así, Maria. Además, no es culpa tuya. Si no le hubieras informado del ataque se habría enterado en el trabajo o leyendo el periódico. Por supuesto que eras tú quien tenía que decírselo.

—Puedo estar infectada y voy a vivir en celibato seis meses a partir de ahora. Dentro de tres meses sabré con cierta fiabilidad si estoy infectada, pero «cierta fiabilidad» no basta. Además, él no quiere, ya no quiere estar conmigo —dijo Maria prorrumpiendo en un llanto—. ¿Qué debo hacer?

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