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Authors: Anna Jansson

Tags: #Intriga, Policíaca

Atrapado en un sueño (11 page)

BOOK: Atrapado en un sueño
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—Linn Bogren al habla.

Se sentía borracha y drogada con los somníferos. La boca se resistía a obedecerla, expulsando palabras balbucientes, tan torpes e imprecisas como en el interior de su cabeza.

—Solo quería decirte que te quiero y que te echo de menos.

Era la voz de Claes. Un susurro suave y acariciante.

—Hola —respondió Linn. Fue lo único que acertó a decir.

—¿Me quieres? —replicó él en voz baja. La pregunta hizo que Linn se espabilara de inmediato. ¿Sabía algo? ¿Por qué si no iba a llamar en mitad de la noche?

—¿Dónde estás? —No estaba previsto que volviera hasta el día siguiente por la tarde.

—Acabamos de atracar en Gotemburgo. ¿Te he despertado, cariñito?

—Sí —contestó, tratando de parecer amodorrada pese a sentirse completamente despierta—. ¿Qué quieres? —insistió mientras miraba el reloj. Eran las doce menos cuarto. Si no se dormía inmediatamente estaría revolviéndose en la cama hasta altas horas de la madrugada. Llovía, y las gotas rebotaban ligeramente sobre el alféizar.

—Te echo de menos y quería oírte decir lo mismo. ¿Me echas de menos? ¿Me quieres?

—Ahora no. Es medianoche y necesito dormir. Mañana trabajo.

—Solo quiero oírtelo decir. Luego te dejaré dormir y mañana te besaré tanto cuanto desees. ¿Me quieres?

—Sí.

Comprendió que no saldría airosa con menos de eso, pero le costó trabajo. No era el momento más adecuado para las confesiones, que prefería hacerlas cara a cara.

—¿Está lloviendo en Gotemburgo?

—Sí, está diluviando. En Gocia también, lo puedo oír. Así mejor: nos evitamos regar. Un beso y que descanses.

—¿Por qué me susurras al hablar? ¿Por qué no puedes hablar con tu voz de siempre? Suena eco como si fuera un cuarto de baño —preguntó Linn, pero Claes no alcanzó a escucharla. Ya había colgado.

Ocurrió lo que se había temido. Tras la conversación le resultó imposible volverse a dormir. Probablemente las pastillas habían dejado de surtir efecto. Cogió otras dos y se bebió media botella de vino tinto. De lo contrario no podría relajarse. Tras una hora insomne se terminó la botella. La lluvia caía a cántaros sobre la ventana. Los truenos explotaban cual dinamita entre las paredes de los edificios del callejón mientras los relámpagos resonaban cual serpientes sibilantes por el cielo, la oscuridad oprimiendo las lunas de las ventanas. Permaneció a la escucha y lentamente las ideas fueron dispersándose. Estaba en casa, en la cama que tenía de niña. Su abuelita bebía café sentada a la mesa de la cocina y todo era calma. Las brasas crujían en el horno de leña y el gato se frotaba contra su brazo desnudo.

Si no hubiera sido por la lluvia, quizá, a pesar de su embriaguez, habría oído los pasos sobre la hierba, pero ni siquiera reaccionó al estallar el cristal en añicos sobre el suelo de la sala de estar. Y aún menos cuando una mano accionó el tirador y abrió la puerta de la terraza. Si se hubiera despertado habría visto pasear por la habitación, con parsimonia, a un hombre con la cabeza oculta por un hábito oscuro. Un hombre que cogió el cuchillo de cocina que había puesto en la mesita de noche y que le hizo una incisión profunda en su blanca garganta. Vaciándola de sangre como tantas veces había hecho con los animales de caza en el simulador. Con pasos pesados salió luego en dirección a la caseta de leña del jardín para recoger la moto-sierra que estaba apoyada contra la ventana.

La había seguido en el monitor desde el centro de salud a la farmacia, y luego hasta casa. Conocía sus horarios y costumbres. Tras penetrar en diversos registros y ejecutarlos simultáneamente, sabía todo lo necesario. Había leído la historia clínica de cada uno de los médicos que había visitado desde el momento en que la información quedó almacenada en su ordenador. Utilizaba anticonceptivos de la marca Beulett y comprobaba a menudo la posible presencia de hongos en su aparato genital. A veces tomaba somníferos y en ocasiones recurría al ibuprofeno para los dolores menstruales. Toda la información de la seguridad social, la agencia tributaria y el banco estaba recogida en su carpeta. El saldo de su cuenta corriente ascendía a 13.436 coronas. Todos los meses una aseguradora le cargaba 166 coronas por un seguro de vida valorado en un millón de coronas que tenía a Claes Bogren como beneficiario. La lista de libros que había sacado de la biblioteca era extensa. Él había anotado todos y cada uno de los títulos desde 1997. Mostraba una marcada tendencia hacia lo trivial: novelas de amor y biografías de mujeres con una fuerte personalidad. Estaba al tanto de las visitas a su casa por parte del servicio de inspección de viviendas. Él había recogido personalmente su cubo de la basura y analizado su contenido: medias de nailon rotas, envases de comida rápida listas de compra… Su accesibilidad enfrió en cierto grado el placer. Le hubiera estimulado un poquito más de resistencia, aunque le excitaba el hecho de que ella misma, llevada por su miedo, le hubiera facilitado un cuchillo.

Capítulo 12

La mañana del lunes se presentó con un aire puro y a punto de rocío. Tal vez demasiado fría, en opinión de los visitantes del jardín botánico reunidos para escuchar al jardinero flautista. Una manera amable de iniciar el día: bellas melodías para flauta como saludo al inminente verano, música acompañada por el mar y atenuada por la muralla. En la bóveda de madera del cenador flameaban largas guirnaldas blancas de tela. Poco tardó en iniciarse una discusión acerca de las instalaciones creadas por una serie de artistas en Visby y alrededores de cara a la temporada vacacional de ese y anteriores años. ¿Puede considerarse arte las cabinas telefónicas en el agua? ¿Son acaso artísticos unos huevos fritos gigantes en una plaza? ¿Es arte los códigos de barras tatuados en el trasero desnudo de una persona? Corresponde al espectador decidirlo, no a los expertos, fue la opinión unánime. Los asistentes no podían ni imaginarse cuán provocador iba a resultar el encuentro con la instalación del jardín botánico al subir por la Colina del Templo con la intención de conocer de cerca la obra.

Ninguno de ellos podría olvidar jamás el terrible espectáculo con el que se toparon en el cenador. El suave verdor y las flores que anunciaban el estío les infundieron una falsa sensación de seguridad. Alguien había puesto verdaderamente todo su empeño en resaltar el contraste. La interacción de lo grato y lo grotesco. La Vida y la Muerte. La visión resultaba tan repugnante que uno de los congregados se desmayó y tuvo que ser trasladado al hospital. Los gritos pudieron oírse hasta en la distante Torre de la Pólvora. Sobre sus cabezas ondeaban al viento cintas de tela como serpentinas gigantescas, sujetas con chinchetas a las columnas de los arcos de la bóveda. La policía tardó menos de diez minutos en llegar tras recibir la llamada en el número de urgencias.

Establecieron un cordón policial entre el jardín de las especias y el rosario de la Colina del Templo. El inspector Jesper Ek pidió a Erika Lund que acompañara de inmediato a la patrulla hasta la escena del crimen. Ascendieron por la colina, Erika a la cabeza y Ek detrás. La luz del sol jugueteaba con la espesura en el mecer de las hojas al capricho del viento de mar.

—Parece un asesinato ritual, ¿cierto? No es algo que se haya cometido precipitadamente, ni bajo el agobio por ser descubierto. Ha habido tiempo para ornamentar —dijo Jesper Ek volviendo la cabeza. Era peor de lo que podía haberse imaginado. Sentía como un conato de náuseas en la garganta, del que desconocía su posible desenlace.

—¿Sabemos quién era? —preguntó Erika—. Tiene la apariencia de una novia. Es decir, alguien la ha querido convertir en una novia.

Se acuclilló junto al cuerpo para estudiar el corte. Habían seccionado la cabeza, colocándola sobre la rodilla de la desposada. La cantidad de sangre era sorprendentemente reducida. El rostro de la mujer presentaba una blancura similar al del camisón de encaje que llevaba puesto sobre el cuerpo y en una mano sostenía un ramillete de lirios de los valles.

—Esta no es la escena del crimen. Han trasladado el cuerpo. El descuartizamiento tiene que haberse realizado en otro sitio.

Ek tomó aire. No se sentía capaz de seguir mirando los restos de esa macabra carnicería. Era repugnante, tan insoportablemente repugnante… La boca abierta de par en par con sus sanguinolentos labios, sangre también coagulada en la cara y el ramillete marchito en la mano. En mitad de ese panorama horripilante, Ek cayó en la cuenta de que solo unas horas antes había sido una mujer llena de vida y de gran belleza. Asustaba reparar en su gran parecido con Erika Lund: el cabello poblado y oscuro, los rasgos de la cara y esa robusta constitución. No, no debía comentárselo, era demasiado horrible, así que optó por guardarse ese pensamiento para sí.

Erika se puso los guantes y examinó las huellas dejadas sobre la tierra por los zapatos. Gracias a la lluvia de esa noche se apreciaban claramente.

—¿Subió todo el grupo para comprobar si realmente estaba muerta? Doce personas… No va a ser tarea fácil tratar de sacar algo del barro inmediatamente.

La agente cogió una bolsa de plástico del maletín, guardó en ella un tapón de botella, la cerró y sacó otra bolsa donde introdujo un trocito de plástico negro, probablemente procedente de una bolsa de basura. Una colilla, un envoltorio de papel de un caramelo, un palito de un helado. El problema no era encontrar pistas, sino el exceso de estas. Era como buscar un pelo en una peluquería para analizar su ADN.

Erika se puso la mano en la espalda. Como se había temido, le dio un latigazo al levantarse. ¿Qué significaban las flores? ¿Por qué lirios de los valles? ¿Dónde estaba el simbolismo? ¿En su blancura y pureza o en la toxicidad de la planta?

—Para esto ha tenido que hacer falta un par de sábanas —dijo Ek, y se colocó de puntillas al objeto de comprobar si alcanzaba hasta la chincheta más alta que sostenía el jirón de tela—. Puede ser alguien de mi estatura o más alto.

Cogió la cámara y tomó las fotografías que Erika quería.

—La cuestión es por qué. La primera impresión que te produce verlas ondear en lo alto de la colina es de celebración. Como enormes serpentinas o un gigantesco velo de novia. ¿Has llamado a Hartman?

—Sí. Maria Wern se va a encargar de esto. Espero que pueda. ¿Qué piensas? ¿Será capaz de ello?

—Sí, lo será —respondió Erika—. Estoy prácticamente segura de que querrá venir antes de que traslademos el cuerpo.

Erika empezó a descender por la colina y se detuvo. En el linde del rosario, a la sombra de una morera, crecían lirios de los valles. Se agachó. No necesitabas una vista de águila para observar que alguien había cogido flores de las que crecían allí, concretamente de una de las esquinas. Había formado un ramillete con mucha prisa o en un ataque de ira. Algunas de las plantas las había arrancado de raíz. Por desgracia, el camino era de grava y no se podían hallar huellas en ese punto.

Maria Wern acompañó a Erika en su ascenso a la colina. La visión era verdaderamente macabra. Conforme la temperatura iba subiendo se iban congregando las moscas. A plena luz del día, la repugnante escena adquiría un aire casi irreal en su crueldad. ¿Cómo podía nadie cometer un acto así?

—Me queda poco. Tan pronto como termine podremos levantar el cadáver —señaló Erika retrocediendo para tomar un par de instantáneas más. A Maria le asombraba que pudiera mostrarse tan impasible. Era una cuestión de práctica, por supuesto. Una capacidad para desconectar los sentimientos y centrarte en los pormenores de tu labor. No era un ser humano muerto, sino un cuerpo. A ser posible, empleando nombres en latín para los órganos y los fenómenos con objeto de que todo pareciera más clínico.

—¿Sabemos quién es o tenemos que esperar a que alguien denuncie su desaparición? Parece tener unos treinta años. Puede que tenga hijos, familia…

—No llevaba encima identificación alguna, pero estaba casada. Porta un anillo de compromiso donde puede leerse «Claes 15-4-1998» y una alianza con la inscripción «Linn Claes 4-8-2001».

—Eso ya es algo. Pediremos al periódico que nos ayude a encontrar avisos de compromiso y fotos de boda. Estaba descalza y llevaba puesto un camisón, un camisón blanco de seda con encajes. ¿Fue asaltada por el asesino mientras dormía? ¿Se encontraba en su casa, en un hotel o tal vez en la misma casa del autor de los hechos? ¿O es este quien la ha vestido con el camisón blanco? El carácter ritual del crimen salta a la vista. No la han enterrado ni escondido en un sótano… el asesino quiere mostrarla a su manera.

—Quizá para asegurarse la obediencia de alguien mediante el terror, o por pura locura —aventuró Erika lanzando un gesto a Ek, quien llamó a la ambulancia para que procedieran al traslado del cadáver. El resto de los agentes trataban de dispersar a los numerosos curiosos a fin de facilitar el acceso del vehículo.

—Si ha sido para asustar a alguien, ¿por qué recoger lirios de los valles? No creo que se trate de silenciar a testigos. Esto es otra cosa, mucho más extraña. Puede que nos las estemos viendo con un psicópata.

Maria Wern sintió un escalofrío a la sombra del cenador. No tardarían mucho en ponerse en contacto los allegados, ya oprimidos por la inquietud del presentimiento. Tenían aún por delante todo el proceso de duelo. La investigación, el sepelio, el papeleo y el luto propiamente dicho, cuando encontraran tiempo para ello. Primero tendrían que entender lo sucedido, saber cómo y por qué. Deberían asimilar ese acto odioso en su integridad y aceptar que fue así. Es posible que tuviera hijos. ¿Cómo se le explica a un niño que su madre ha sido asesinada?

—¿Quieres venirte conmigo a la comisaría? —preguntó Maria una vez que se hubieron llevado el cadáver en una bolsa de plástico y la muchedumbre empezó a desperdigarse.

—Sí. Ek se quedará aquí un rato tomando datos de los testigos —explicó Erika.

—Les he pedido que empiecen a llamar a puertas lo antes posible. Puede que hubiera alguien despierto esta noche que haya visto algo inusual. No hay indicios en la grava que hagan suponer que se haya conducido un coche hasta aquí, por lo que el asesino tiene que haberla llevado en brazos a través del jardín y en la subida a la colina —comentó Maria, sopesando por un instante otras alternativas: una carretilla, una bicicleta… Pero no se habían encontrado rastro de estas—. Solo una persona bastante robusta podría haber sido capaz de ello. La cuestión es cuánta distancia ha sido trasladada, si la han traído hasta aquí en coche o alguien se ha estado paseando por las callejuelas con una enorme bolsa al hombro.

BOOK: Atrapado en un sueño
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