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Authors: Anna Jansson

Tags: #Intriga, Policíaca

Atrapado en un sueño (10 page)

BOOK: Atrapado en un sueño
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—Vente a casa, Maria. Tengo vino y solomillo de buey empanado en cantidades industriales. Ven y así hablamos.

—Gracias. Suena muy tentador. ¿Solomillo de buey en mitad de semana?

Maria Wern se reclinó en el sillón y observó a Erika mientras despejaba la mesa y servía un poquito más de vino.

—Me preocupa lo que se le pueda ocurrir al padre de Linus. Era su único hijo. Ulf afirma que no tiene nada más que perder. Nada. Por eso es tan peligroso. Le importa un comino si da con sus huesos en la cárcel o si pierde la vida en el intento. Creo que es capaz de matar a cualquiera del que sospeche que es culpable.

—Existe el riesgo de que se equivoque de persona. Tal vez sea suficiente con un rumor. Resulta verdaderamente inquietante, una bomba de relojería —añadió Erika sentándose en el sofá y paladeando atentamente luego el vino. Un buen syrah.

—¿Qué podemos ofrecerle entonces? ¿Con qué justicia se conformaría? ¿Existe algo que podamos proporcionarle? —Maria tenía la clara sensación de que el padre de Linus no se contentaría con una pena de prisión. Deseaba que sufrieran como su hijo y que, al igual que él, murieran suplicando clemencia.

—Hasta el momento no mucho. Hemos comprobado las tiendas que venden botas Doc Martins, pero en ninguna de ellas recuerdan a un cliente específico. Los vaqueros Kilroy que describiste se comercializan en miles de establecimientos solo en Suecia. Un rasguño en el torso es una buena seña, pero fácil de ocultar. Solo cuando tengamos un sospechoso podremos avanzar. Le arañaste y contamos ahora con su ADN. Si damos con la persona acertada, lo tendremos en el bote. Hartman ha solicitado un cotejo con los registros de los que dispone la policía. A veces pienso que es una pena que no podamos recurrir a las pruebas de las muestras de sangre que desde 1975 extraen a todos los recién nacidos en este país para realizar un análisis de ADN. El ADN está ahí, en los biobancos provinciales, pero no tenemos acceso a él.

Maria adoptó un gesto meditabundo.

—Para bien o para mal. Si la policía pudiera utilizarlo, probablemente las aseguradoras también reivindicarían su derecho a emplearlo para esquivar a los clientes con un riesgo más alto de contraer enfermedades hereditarias.

—Es cierto. Y muchos padres se sorprenderían al descubrir que no son los progenitores de sus hijos. Pero deberías poder saltarte la confidencialidad en los casos de delito grave.

—Ahí coincido contigo —dijo Maria—. No puedo dejar de preguntarme por qué la tomaron con Linus. Me voy a volver loca si no encuentro una explicación racional. La falta de sentido es lo peor de todo. Si cualquiera puede ser la víctima, todos estamos en peligro. Me refiero a la necesidad irreprimible de hacer daño como motivo. Alguien tiene la mala suerte de ponerse en su camino y es sacrificado. Pero lo que es la necesidad debe haber surgido en alguna parte… ¿Cómo te conviertes en una persona así?

—Según las últimas investigaciones hay acosadores que disfrutan verdaderamente atormentando a otros. Se ha estudiado lo que ocurre en el cerebro y se ha comprobado que se produce una estimulación en los centros del placer. Antes creíamos que se debía a la incapacidad de sentir empatía, de comprender. Si les hacíamos entender esto se volverían empáticos y buena gente. Preferíamos pensar así, pero no era cierto.

—Supongamos que hay uno que está mal de la cabeza. ¿Cómo consigue entonces que otros se unan a la práctica de la violencia? —se preguntó Maria, advirtiendo que los músculos de su cuerpo se tensaban en actitud defensiva solo de pensar en las patadas y los golpes—. Uno de los otros trató de parar a Roy. No quería golpear, pero tampoco se atrevió a ayudarnos, lo cual es cobarde pero humano. Pero ¿cómo puedes volverte completamente insensible a la manera de Roy? ¿Es algo puramente biológico o ha sido objeto de terribles abusos y traiciones desde muy pequeño?

—Puede ser una combinación de ambos factores. No sé cuánto has leído sobre la teoría del apego de John Bowlby. Primero se pensaba que el primer instante de conexión entre madre e hijo era totalmente determinante, pero luego se ha descubierto que los hijos adoptivos también son capaces de establecer una estrecha relación y que otros adultos en el entorno del pequeño pueden desempeñar un papel fundamental. Confío en que sea así —señaló Erika con una aparente vulnerabilidad extrema.

Maria advirtió la transformación de Erika. Nunca hablaba de sus dos hijos, pese a lo cual había comprendido que vivían con su ex marido en Motala y que no tenía ningún contacto con ellos.

—¿Y tú qué piensas?

—Que ser abandonado a una madre psicótica o drogodependiente es nocivo para el niño y que la inexistencia de otro adulto con el que la criatura pueda enfrentar la realidad y encontrar seguridad puede resultar en daños irremediables.

Erika decidió no entrar más a fondo en el ámbito de su privacidad, pero Maria notó que sus palabras escondían un dolor vivido en carnes propias. Tras un largo silencio, Erika retomó la palabra.

—¿Piensas que su nombre verdadero es Roy, o que simplemente lo llaman así?

—Roy me hace pensar en Kilroy. Ya sabes, eso de «Kilroy estuvo aquí». Quizá ese es el motivo por el que ha elegido la marca de sus pantalones.

—¡«Kill-Roy»! Un asesino que aparece inesperadamente… —agregó Erika saliendo de su ensimismamiento y volviendo a su verdadero yo. Durante un momento Maria pudo percibir una fragilidad que ya no estaba ahí.

—Independientemente de lo que haya podido sucederle a este chico en el pasado, tenemos que pescarlo para evitar que siga haciendo daño a otras personas. En ocasiones, la violencia no es más que una concatenación de circunstancias desafortunadas que conducen a más violencia. Nuestra misión no consiste en castigar, sino en evitar. Así es como yo lo veo.

Una sombra oscura recorrió el rostro de Erika antes de zambullirse en su copa de vino y borrar esa expresión de su cara.

Capítulo 11

Linn Bogren casi se quedó sin aliento al abrir un viejo periódico en el trabajo y leer sobre la agresión al muchacho de trece años y la mujer policía en Ryska Gränd. Habían comentado el asunto en su puesto, pero sin entrar en detalles. Tuvo la sensación de experimentar de nuevo la humillación y se vio abrumada por el mismo miedo. Sintió ganas de huir, cerrar los ojos, esconderse. Tendría que mudarse lejos y no volver nunca jamás. Sabían dónde vivía. El rostro que vislumbró en la ventana… Debía llamar a la policía. Lo haría cuando Claes regresara, ahora no. Estando sola no. No se puede luchar en todos los frentes al mismo tiempo. En primer lugar debía decidir si se atrevía a salir del armario como había prometido a Sara o si permanecía en su matrimonio. Sara no le había dado una tercera opción. No soportaba seguir escondiéndose. Se formaría una buena, obviamente. La ejemplar enfermera Linn Bogren se ha enamorado de una paciente… ¿Qué dirían sus padres? ¿Y Claes? Él debía ser el primero en saberlo. Quería evitar que se enterara por el vecino o por los carteles de los periódicos de la tienda de ultramarinos. Lo mejor sería que también se lo dijera sin ambages a sus compañeros de trabajo. De esa manera su jefe de servicio no tendría por dónde pillarla. Él era el único fuera de su círculo más íntimo que sospechaba algo, pero estaba segura de que Sam Wettergren callaría. Por su propio bien. Llevaban trabajando juntos mucho tiempo y conocían los puntos fuertes y débiles del otro. Por otro lado, si optaba por salir del armario, él tendría que saberlo a fin de prepararse ante el escándalo que con toda seguridad iba a armarse. Se lo debía.

Linn sintió cómo el temor le iba cubriendo el cuerpo. Si traicionaba a Sara y decidía conservar su matrimonio, entonces, naturalmente, existía la posibilidad de que Sara hablara. ¿Cómo podía estar segura de que Sara no abriría el pico si la dejaba en la estacada? En la práctica, hasta podría denunciarla. La relación enfermera-paciente es una relación de poder, al estar este último en una situación de dependencia. Linn dudaba de cuáles serían exactamente las repercusiones, pero en el peor de los casos le retirarían la licencia para ejercer de enfermera y no podría volver a trabajar más en el ámbito sanitario. No era ese un pequeño sacrificio por amor. Independientemente de lo que hiciera, tendría problemas. En realidad, se trataba de un callejón sin salida. Sabía lo que debía hacer. La vida es demasiado corta como para desperdiciarla sin amor. Claes tenía que saberlo. Y Sam también. Se lo debía a ambos. Con Sam podía hablar en ese mismo instante. A Claes se lo contaría cara a cara.

Tras armarse de valor, cogió el teléfono y llamó a su jefe. Naturalmente, Sam Wettergren se quedó pasmado. No se esperaba otra cosa de él.

—¿No existe la posibilidad de que sea algo temporal? —preguntó sutilmente—. ¿No lo pueden mantener en secreto?

La vacilación de Sam reforzó el convencimiento de Linn. Al finalizar la conversación, la enfermera empezó a recoger sus cosas. Una vez hubo oscurecido, llevó su ropa, artículos de baño y la enciclopedia al coche, que tenía aparcado junto a la Torre de la Pólvora, lo que reducía el riesgo de que alguno de los vecinos viera qué se traía entre manos.

Llamó a Sara para darle las buenas noches y le contó que había llamado a su jefe y lo que le había dicho.

—Ahora somos nosotras, Sara. Tú y yo.

El proceso que acababa de poner en marcha traería sus consecuencias, tal vez peores de las que podía prever. Más valía actuar con prudencia. Linn fue a buscar su bolso al vestíbulo y lo palpó para asegurarse de que la memoria USB estuviera en su sitio, en el bolsillo interior. El portátil que utilizó en el estudio sobre los esteroides vegetales estaba en el trabajo, pero el material lo tenía copiado en la memoria. ¿Bastaba con eso? ¿No era mejor que se lo enviara a sí misma por correo electrónico para poder descargarlo desde cualquier ordenador, por si acaso? La computadora de Claes se había estropeado una semana atrás y la estaban arreglando. La única solución que se le ocurría en ese momento era pedirle al policía que vivía al otro lado de la calle que le dejara utilizar su ordenador. Se llamaba Per Arvidsson. Últimamente no le había visto mucho, desde la fiesta del ponche a la que les invitaron en casa de Louise, la señora de la esquina. Per parecía una persona agradable. Fue Harry quien le contó que era policía. Lo peor que podía pasar era que le preguntara cosas que todavía no estaba preparada para responder. No era más que una medida de seguridad… un mal presentimiento. De ocurrir lo peor… Si todo pudiera terminar ya, estar tranquila y poder dormir…

Linn vio luz en la ventana de la cocina de Per Arvidsson. En todo caso, estaba despierto. Llamó al timbre de la puerta. Se oía jazz a todo volumen ahí dentro. Confiaba realmente en que pudiera oírla. Por si acaso, dio también unos golpecitos en la ventana de la cocina. Al abrir, sintió el olor a whisky, pero no parecía especialmente embriagado. Le explicó el asunto fuera, en las escaleras. No parecía dispuesto a invitarla a que entrara.

—¿Tiene un ordenador que me pueda dejar? —insistió. Al advertir su postura de rechazo, se apresuró a añadir—: Es solo un momentito.

—Estoy un poco ocupado. ¿Le importa si se lo dejo mañana?

—Por favor, lo necesito ahora mismo.

Per se mostraba enormemente reacio. Dijo que necesitaba que no le molestaran, pero ella se mantuvo en sus trece. Al apremiarla, Linn recurrió a una mentira piadosa, afirmando que había vendido su ordenador en un sitio web de subastas y no había alcanzado a comprar uno nuevo. Tenía que pagar un viaje sin falta antes de las doce de la noche. De lo contrario anularían su reserva. Entonces él dio su brazo a torcer. Más tarde, Linn lamentaría haber pergeñado un embuste tan enrevesado. Podía haberle dicho simplemente la verdad: que estaban reparando el ordenador de Claes. Fueron los nervios los que provocaron ese extraño desenlace.

Quizá el cuerpo sea capaz de presentir cuándo se va acercando su hora. En el caso de Linn, nunca había experimentado un desasosiego tan intenso como esa noche. No podía permanecer tumbada en la cama. Comprobó todas las ventanas. Estaban cerradas. El pestillo de la puerta de la calle, echado. Volvió a tenderse en la cama y cerró los ojos. Tenía que dormir, dormir a fin de obtener la energía necesaria para lo que debía hacer al día siguiente, al regreso de Claes. Una sensación de inquietud se fue instalando subrepticiamente en su cuerpo. La almohada tenía como unos bultos y el edredón le daba demasiado calor, así que sacó este de su funda y lo arrojó al suelo. La funda se le enredó en los pies. Buscó los somníferos a tientas en el cajón de la mesita y encontró la caja. «En caso necesario, una pastilla por la noche», podía leerse sobre la misma. Pero esa noche la necesidad era mayor que nunca. Dejó caer dos pastillas en su mano y se levantó llevando también la caja en busca de agua. La dejó correr hasta que estuvo bien fría y colocó la cabeza debajo del grifo para beber. Se enjuagó también la cara, que la tenía ardiendo. La preocupación había llevado a ebullición su cuerpo entero. Todas las cortinas y persianas estaban echadas. Solo la idea de que volviera a asomarse una cara la llenaba de angustia.

Tentó con las manos en busca del bate, que seguía ahí, al alcance. El cuchillo de cocina reposaba sobre la mesita de noche y el móvil lo tenía cargado. Volvió a tumbarse y trató de sosegarse, respirando lenta y profundamente. Tensar y relajar distintas partes del cuerpo, de una en una. Le hubiera apetecido escuchar un poco de música, pero no se atrevía porque le impediría oír los eventuales pasos de alguien en el jardín. Necesitaba escuchar y no podía permitirse otras interferencias sonoras. En la calle se oían voces. Al pegar la oreja al cristal pudo casi discernir lo que decían. Eran voces masculinas. ¿Habían llegado ya? ¿Los del rostro cubierto? En ese mismo instante se vio atenazada por un nuevo miedo. Si acercaba la oreja al cristal, alguien podría romperlo y machacarle la cara de un solo golpe. Un experimentado ladrón de viviendas podría utilizar un cortacristales y una ventosa para succionar el vidrio y extraerlo del marco en una acción apenas audible. ¿Le escucharía alguien si gritara? Per Arvidsson no, desde luego. Tenía la música a todo trapo… Tal vez Harry, si andaba fuera con los perros.

No. Tenía que serenarse. Concentrarse en imágenes tranquilizadoras. Puso todo su empeño en proyectar en su mente cálidas playas con agua en calma. Pero imposible. El agua subía de nivel y le cubría la cabeza, se ahogaba y acababa enterrada en la arena. Linn encendió la lámpara de la mesita de noche y trató de leer un rato, pero las palabras le resbalaban. Lo intentó entonces con un semanario: publicidad sobre maquillaje, cómo mejorar tu vida sexual durante el verano, comida dietética y tartas veraniegas con crema de fresa, sedúcele con tu biquini… Las cuatro últimas páginas estaban dedicadas a adivinación con cartas del tarot. Todas las anunciantes afirmaban ser pitonisas serias con una gran experiencia. 19,90 coronas al minuto para poder oír una voz humana. Linn se dio cuenta de que podía valer la pena cuando la soledad te corroe en plena madrugada. Marcó el número de una vidente con un ángel de ex libris en el anuncio. Susurros del otro lado de la línea. «Marjatta te da consejos y te ayuda en tus relacione s». P ero no contestaba. Acaso tanto ella como el ángel de la guarda estaban dormidos. Probó con la siguiente. «Puedo ver tu futuro. Asesoramiento de médiu m». S altó un contestador telefónico que le pidió que volviera a llamarla al día siguiente. Linn se preguntó si eso también le costaría 19,90 coronas al minuto. Al tercer intento respondió un hombre medio dormido que no mostraba ganas de contestar pregunta alguna. Entonces Linn llamó a la centralita del hospital para preguntar por el horario de la farmacia. Una voz convencional de tono neutro, pero alguien a quien podría pedirle que diera la voz de alarma si volvía a aparecer la cara en la ventana; o si entraban en su casa. Lunes de nueve a cinco, martes de nueve a seis… Eso la calmó un poco. Los pensamientos obsesivos fueron apagándose poco a poco y el cuerpo se le fue haciendo cada vez más pesado. Justo cuando las olas del sueño la conducían a alta mar sonó el móvil. Linn saltó de la cama para buscarlo y apagarlo hasta que se dio cuenta de que lo había depositado en la mesita de noche. El cuchillo cayó al suelo, rozando su pie desnudo.

BOOK: Atrapado en un sueño
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