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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (21 page)

BOOK: Azteca
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El Señor Hueso Fuerte miró fríamente al gobernador, después a mí y me dijo: «Es mejor, joven, que desde este momento vaya aprendiendo a llamar al dios-sol por Texcatlipoca».

¿Desde ese momento y
para siempre
?, me preguntaba, cuando me apresuraba a llegar a casa. ¿Era que iba a ser un acólhuatl adoptado para el resto de mi vida y convertido a los dioses acolhua?

Mi familia me había estado esperando, así es que cuando llegué les conté todo lo que había pasado y mi padre me dijo excitadamente: «¡Viento de la Noche! ¡Cómo te lo dije, hijo Mixtli! Fue el dios Viento de la Noche que encontraste en el camino hace algunos años. Y es por Viento de la Noche que se te cumplirá el deseo de tu corazón».

Tzitzi me miró preocupada y dijo: «Pero supongamos que es un ardid. Supongamos que en Texcoco simplemente necesitan a un
xochimiqui
de cierta edad y talla para algún sacrificio especial…».

«No —dijo mi madre clarividentemente—. Mixtli no es guapo, ni gracioso, ni lo suficientemente virtuoso para haber sido escogido para ninguna ceremonia, no que yo sepa».

Parecía disgustada de que estos asuntos no hubieran estado bajo su dirección.

«Sin embargo, hay algo ciertamente sospechoso en todo esto. Dedicándose a los libros pintados y chapoteando perezosamente en las
chinampa
, Mixtli no ha hecho nada para atraer a un tratante de esclavos, mucho menos para llamar la atención de la corte real de Texcoco».

Yo la ignoré y dije: «Por las palabras que escuché en el palacio y por el pedacito de papel escrito que traía el Señor Hueso Fuerte, creo que puedo adivinar algo. Aquella noche en el cruce de caminos no me encontré con un dios, sino con un viajero acólhuatl, quizás algún palaciego enviado por Nezahualpili al que nosotros supusimos Viento de la Noche. A través de los años, desde entonces, por alguna razón que desconozco, Texcoco siguió al tanto de mi vida. De todas maneras, parece que podré asistir a una
calmécac
en Texcoco, en donde se me enseñará el arte de conocer las palabras. Seré escribano como siempre lo había deseado. Por lo menos —terminé, encogiéndome de hombros— esto es lo que supongo».

«Tú llamas a todo esto coincidencia —dijo mi padre firmemente—. Lo más probable, hijo Mixtli, es que realmente te encontraste con Viento de la Noche y lo tomaste por un mortal. Los dioses, como los hombres, pueden viajar disfrazados sin ser reconocidos. Además saliste ganando con el encuentro. No te haría ningún daño darle las gracias a Viento de la Noche».

«Tienes razón y así lo haré, padre Tepetzalan. Puede ser que esté o no Viento de la Noche envuelto en esto, pero él
es
el que concede los deseos del corazón a aquella persona que él escoge y éste
es
el deseo de mi corazón y estoy a punto de realizarlo».

«Pero solamente uno de los deseos de mi corazón —le dije a Tzitzitlini, cuando al fin tuvimos un momento para estar a solas—. ¿Cómo puedo alejarme del sonido de las campanitas tocando?».

«Si tuvieras un poco de seso te alejarías de aquí cantando alegremente —me dijo femeninamente práctica, pero sin alegría en su voz—. Mixtli, no puedes pasar toda tu vida sembrando semillas, e inventando fútiles ambiciones como la de llegar a ser un tratante. Ahora que ha sucedido esto, ya tienes un futuro, un futuro más brillante al que jamás había sido ofrecido a ningún
macehúali
de Xaltocan».

«Pero si Viento de la Noche o Nezahualpili o quien quiera que sea, me envió esta oportunidad, quizá me mande otras y mejores. Siempre soñé con ir a Tenochtitlan, no a Texcoco. Todavía puedo declinar este ofrecimiento, según lo dijo el Señor Hueso Fuerte, y esperar, ¿por qué no?».

«Porque tienes buen sentido, Mixtli. Cuando estuve en la Casa del Aprendizaje de Modales, la Maestra de las Niñas nos dijo que si Tenochtitlan es el brazo fuerte de la Triple Alianza, Texcoco es el cerebro. Hay más que pompa y poder en la corte de Nezahualpili. Allí hay una herencia de años de poesía, cultura y sabiduría. También nos dijo la maestra que de todas las tierras en donde se habla el náhuatl, es la gente de Texcoco la que lo hace con más pureza. ¿Qué mejor destino para quien aspira a ser un erudito? Debes ir e irás. Estudiarás, aprenderás y serás el mejor. Si de veras has ganado el apoyo del Venerado Orador, ¿quién puede saber los altos planes que tiene para ti? Cuando hablas de rehusar su invitación, sabes bien que dices tonterías. —Su voz se hizo más queda—. Y todo por mi causa».

«Por nuestra causa».

Ella suspiró. «Algún día tendremos que madurar».

«Siempre tuve la esperanza de que lo haríamos juntos».

«Todavía no hay por qué perder la esperanza. Volverás a casa los días festivos y entonces estaremos juntos. Y cuando tus estudios concluyan serás rico y poderoso. Podrías, también, llegar a ser Mixtzin y un
pili
puede casarse con quien quiera».

«Espero llegar a ser un cumplido conocedor de palabras, Tzitzi. Esa ambición es suficiente para mí y muy pocos escribanos hacen algo como para ganarse el título de -tzin».

«Bueno… quizás seas enviado a trabajar a alguna aldea remota de los acolhua en donde no se sepa que tienes una hermana. Simplemente envías por mí y yo iré. Seré la novia escogida de tu isla nativa».

«Para entonces habrán pasado muchos años —protesté—. Y ya estás en edad de casarte. Mientras tanto, el detestable Pactli también vendrá a Xaltocan en los días festivos. Tú sabes lo que él quiere y lo que él quiere, él lo demanda y lo que él demanda no se le puede negar».

«Negar no, pero aplazarlo posiblemente —dijo—. Haré todo lo posible para desanimar al Señor Alegría. Quizás él sea menos insistente en sus demandas —me sonrió valerosamente— ahora que tengo un pariente y protector en la poderosa corte de Texcoco. ¿Ya ves?, tienes que ir. —Su sonrisa se hizo trémula—. Los dioses han arreglado que por un tiempo estemos separados, para que nunca más lo estemos». Su sonrisa vaciló, cayó y se quebró en sus labios, y ella lloró.

El
acali
del Señor Hueso Fuerte era de caoba, ricamente tallado y cubierto con un toldo orlado, decorado con insignias de piedrajade y pendones de plumas que proclamaban su rango. Después de cruzar la ciudad de Texcoco, que ustedes los españoles llaman ahora San Antonio de Padua, y de seguir como una carrera-larga más allá, hacia el sur, un cerro de tamaño mediano surgía directamente de las aguas del lago, el Ciaucoatl dijo: «Texcotzinco», la primera palabra que me dirigía durante toda la mañana de viaje desde Xaltocan. Entrecerré los ojos para poder observar con atención el cerro, que como ya sabía era el lugar en el que se encontraba el palacio campestre de Nezahualpili.

La gran canoa se deslizó hacia un atracadero de piedra bien construido y sólido, aunque en esos momentos estaba desierto, al pie del cerro de Texcotzinco. Los remeros soltaron sus remos y los ayudantes saltaron a la orilla para amarrar la canoa. Esperé mientras el Señor Hueso Fuerte era ayudado a descender por sus remeros, entonces salté al muelle, cargando mi cesto de mimbre en donde había puesto mis pertenencias. El lacónico Mujer Serpiente apuntó a una ancha escalera de piedra que sinuosamente iba desde el atracadero hasta lo alto del cerro y me dijo: «Por ese camino, joven», las otras palabras que me dirigió ese día. Yo vacilaba, preguntándome si sería más cortés esperarlo, pero él estaba supervisando a los hombres que descargaban del
acali
todos los regalos que el Señor Garza Roja había enviado al Uey-Tlatoani Nezahualpili. Así es que me eché al hombro mi canasto y empecé la caminata solo, escalera arriba.

Algunos de los escalones eran trozos de piedra cortados y encajados, otros estaban escarbados en la roca viva del cerro. Al llegar al escalón número trece, me encontré con un descansillo de piedra, ancho, en donde había una banca y una pequeña estatua de un dios, que no pude identificar, y el siguiente tramo de escalera subía en un ángulo desde ese descansillo. Otra vez trece escalones y otra vez un rellano. Así subí serpenteando por el cerro y al llegar al escalón cincuenta y dos me encontré en una amplia terraza, un lugar muy vasto cortado al ras de la inclinada ladera. Estaba bulliciosamente llena de flores de diferentes matices, formando un lozano jardín. Este escalón cincuenta y dos me puso sobre un sendero, el cual seguí deliberadamente, vagando a través de lechos de flores y bajo árboles espléndidos, pasando tortuosos arroyuelos borboteantes y pequeñas cascadas, hasta que el sendero volvió a convertirse en escalera! Otra vez trece escalones y un descansillo con su banca y su estatua…

El cielo se había empezado a nublar desde hacía un rato y en ese momento vino la lluvia, en la manera usual en que caía en la temporada de lluvias; una tormenta como si se fuera a acabar el mundo: muchas varas trinchadas de luces, retumbar de truenos y un diluvio que parecía que nunca tendría fin. Pero éste siempre llegaba en menos tiempo del que le llevaría a un hombre tomar una siesta y a tiempo para que Tonatíu, o Tezcatlipoca, volviera a brillar en un mundo reluciente y mojado, saturándolo de vapor para secarlo y calentarlo antes de ponerse. En el momento en que llegó la lluvia, me había refugiado en uno de los descansillos de la escalera que tenía una banca con su techo enramado. Mientras estaba al resguardo de la tormenta, medité acerca del significado numérico de la escalera serpenteante y sonreí ante la ingenuidad del que la diseñó.

Nosotros en estas tierras, al igual que ustedes los hombres blancos, vivíamos bajo un calendario anual basado en la travesía del sol en el cielo. Así nuestro año solar, como el de ustedes, consistía en trescientos sesenta y cinco días y utilizábamos este calendario para todas nuestras ocupaciones ordinarias: para saber cuándo sembrar determinadas semillas, cuándo esperar la temporada de lluvias y demás. Dividimos el año solar en dieciocho meses de veinte días cada uno, además de los
nemontemtin
—los «días inanimados», los «días vacíos»—, los cinco días que se necesitaban para completar los trescientos sesenta y cinco días del año. Pero también teníamos otro calendario alternado que no giraba en torno a las excursiones diurnas del sol, sino que estaba basado en la aparición nocturna de la estrella brillante a quien dábamos el nombre de nuestro anciano dios Quetzalcóatl o Serpiente Emplumada. Algunas veces, Quetzalcóatl venía a ser como Flor del Atardecer, que llameaba inmediatamente después del crepúsculo; otras, se movía al otro lado del cielo, donde sería la última estrella visible cuando el sol se levantara y borrara las demás estrellas. Cualesquiera de nuestros astrónomos podría explicarles a ustedes todo esto con hábiles diagramas, pues yo nunca he llegado a conocer bien la astronomía. Sé que los movimientos de las estrellas no son tan fortuitos como parecen y nuestro calendario alternativo ceremonial se basaba de alguna forma en los movimientos de la estrella Quetzalcóatl. Ese calendario era muy útil, incluso para nuestra gente más ordinaria, quienes basándose en él daban los nombres a sus niños recién nacidos. Nuestros escribanos e historiadores lo utilizaban para fechar los sucesos más notables y la duración de los reinados de nuestros soberanos. Sobre todo, nuestros
tlachtopaitóantin
, videntes, lo usaban para poder adivinar el futuro, para prevenirnos contra las amenazadoras calamidades y para seleccionar los días favorables para los acontecimientos importantes. El calendario adivinatorio constaba de doscientos sesenta días por año. Para nombrar esos días se les añadían números del uno al trece a cada uno de los veinte signos tradicionales: conejo, caña, cuchillo y demás, y a cada año solar se le nombraba de acuerdo al número y signo del primer día en que comenzaba: por ejemplo, el año de mi nacimiento era Trece Conejo. Como ustedes pueden darse cuenta, nuestros dos calendarios, el solar y el ceremonial, siempre se fueron turnando entre los dos, uno adelantándose o retrasándose del otro. Sin embargo, si tienen la paciencia de hacer una cuenta aritmética, se darán cuenta de que ellos llegaban a balancearse con igual número de días al llegar a un período de cincuenta y dos años, del año solar ordinario. El año en que nací fue Trece Conejo y ningún otro año llevaría ese nombre otra vez, hasta llegar a mi cumpleaños número cincuenta y dos.

Así es que para nosotros ese número cincuenta y dos era expresivo, y le llamábamos «una gavilla de años». Era significativo porque tal número era simultáneamente reconocido por los dos calendarios y porque también eran más o menos los años que se esperaba que un hombre viviera desde su nacimiento hasta su muerte, salvo accidente, enfermedad o guerra. Por lo tanto, la escalera de piedra que subía sinuosa por el cerro de Texcotzinco, con sus trece escalones entre los descansos, representaba los trece números rituales. Cada jardín, que llegaba a la altura de los cincuenta y dos escalones, representaba una gavilla dé años. Cuando finalmente llegué a la cumbre del cerro, había contado, incluyendo los descansillos y los jardines, quinientos veinte escalones. Todos juntos, denotaban dos años ceremoniales de doscientos sesenta días cada uno y simultáneamente denotaban diez gavillas de cincuenta y dos años cada una. Sí, muy ingenioso.

Cuando dejó de llover seguí subiendo. No ascendí el resto de esos quinientos veinte escalones de un tirón, aunque estoy seguro de que hubiera podido hacerlo en aquellos días lejanos de mi vigor juvenil. Me detuve en cada uno de los descansillos restantes, solamente el tiempo suficiente para ver si podía identificar al dios o a la diosa cuya estatua se encontraba en cada uno de ellos. Conocía, quizás, la mitad de ellos: Tezcatlipoca, el sol, dios principal de los acolhua; Quetzalcóatl, de quien ya he hablado; Ometecutli y Omecíuatl, nuestra Primera Pareja…

Me detuve más tiempo en los jardines. Allí la tierra es profunda y el espacio ilimitado, y obviamente Nezahualpili era un gran amante de las flores, porque las había por todos lados. Los jardines en la ladera estaban divididos con esmero en cuadros, pero como las terrazas no estaban limitadas por bardas, las flores se desparramaban generosamente por las orillas y diferentes variedades de enredaderas colgaban sus brillantes corolas tan abajo del cerro que casi llegaban a la terraza anterior. Sé que allí estaban todas las flores que había visto antes en mi vida, además de las incontables clases que jamás había contemplado y que muchas de ellas debían de haber sido trasplantadas, a muy alto precio, desde lejanos países. También yo comprendí de manera gradual que los numerosos estanques de nenúfares, los espejos de agua, los arroyuelos y pequeñas cascadas susurrantes constituían un sistema de riego alimentado por una caída de agua que probablemente estaba más arriba del cerro.

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