Azteca (23 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

BOOK: Azteca
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«
Mixpantzinco
, hermano —me saludó el joven. Supuse que era uno de los hijos de Nezahualpili que me confundía con otro. Entonces notó el canasto que cargaba y dijo—: Tú eres el nuevo Mixtli».

Le dije que sí y contesté a su saludo.

«Yo soy Huexotzinca —dijo él. (
Huézotl
significa sauce). Y continuó—: Ya tenemos por lo menos otros tres Mixtli por aquí, así es que tendremos que pensar en otro nombre diferente, para ti».

Sintiendo que no tenía todavía una gran necesidad de adoptar otro nombre, cambié de tema: «Nunca había visto a los venados caminar entre la gente, afuera de las jaulas y sin miedo».

«Los recibimos cuando son cervatillos. Los cazadores los encuentran generalmente cuando se ha matado a una cierva y los traen para acá. Siempre hay una nodriza por aquí con los senos llenos, pero sin bebé de momento y ella da de mamar al cervatillo. Pienso que todos crecen creyendo que
son
personas. ¿Acabas de llegar, Mixtli? ¿Quieres comer o descansar?».

Dije sí, sí y sí. «En realidad todavía no sé qué es lo que se supone que debo hacer aquí, ni adónde ir».

«La Primera Señora de mi padre lo sabrá. Ven, te llevaré con ella».

«Gracias, Huéxotzincatzin», dije, llamándole por Señor Sauce ya que obviamente había adivinado correctamente: era un hijo de Nezahualpili y por lo tanto un príncipe. Mientras caminábamos por los extensos terrenos del palacio, con el venado trotando entre nosotros, el joven príncipe me fue diciendo qué eran los numerosos edificios que pasábamos. Un inmenso edificio de dos pisos rodeaba por sus tres lados un patio central con jardín. El ala izquierda, me dijo Huexotzinca, contenía las habitaciones de él y de los demás hijos reales. En el ala derecha moraban las cuarenta concubinas de Nezahualpili. En la parte central estaban los departamentos de los consejeros y sabios del Venerado Orador, que siempre estaban con él, ya residiera en su ciudad capital o en su palacio campestre, y para otros
tlamatínime
: filósofos, poetas, hombres de ciencia, cuyos trabajos eran fomentados por el Orador. Alrededor de los edificios grandes había pabellones con columnas de mármol, en los cuales un
tlamatini
se podía retirar cuando quisiera a escribir, inventar, predecir o meditar en soledad.

Finalmente llegamos al palacio, que era un edificio gigante y con una decoración tan hermosa como cualquier palacio de Tenochtitlan. De dos pisos de alto y por lo menos unos mil pasos de hombre en la fachada, contenía la sala de trono, las cámaras del Consejo de Voceros, salas de baile para los espectáculos de la corte, cuarteles para los guardias, la corte de justicia en donde el Uey-Tlatoani regularmente se entrevistaba con la gente de su pueblo que tuviera problemas o quejas que exponer delante de él. Estaban también las habitaciones del mismo Nezahualpili y las de sus siete esposas contraídas en matrimonio.

«En total, trescientas habitaciones —dijo el príncipe y después me confió con una sonrisa—: y toda clase de recónditos pasillos y escaleras para que mi padre pueda visitar a una esposa u otra sin que las demás se pongan celosas».

Ahuyentó al venado y entramos por el gran portón central, donde a cada lado estaban haciendo guardia dos nobles señores, que en saludo al príncipe enderezaron sus lanzas cuando pasamos. Huexotzinca me guió por una antecámara espaciosa adornada con tapicería hecha de plumas, luego por una escalera ancha de piedra y a lo largo de una galería alfombrada por tapetes de junco, hasta las habitaciones elegantemente amuebladas de su madrastra. Así es que la segunda persona que conocí fue aquella Tolana-Tecíuapil que el anciano me había mencionado en el cerro, la Primera Señora y la más noble entre todas las mujeres nobles de los alcolhua. Ella estaba conversando con un hombre joven y cejijunto, pero se volvió hacia nosotros y nos sonrió dándonos la bienvenida e indicándonos con una seña que entráramos. El príncipe le dijo quién era yo y me agaché para hacer el gesto de besar la tierra. La Señora de Tolan, con su propia mano, me levantó gentilmente de mi posición de rodillas y me presentó al otro joven: «Mi hijo mayor, Ixtlil-Xóchitl». Caí inmediatamente para besar de nuevo la tierra, porque esta tercera persona a quien desde tan lejos había venido a conocer, era el Príncipe Heredero Flor Oscura, sucesor legítimo de Nezahualpili, al trono de Texcoco. Empezaba a sentirme un poco mareado y no solamente por haber estado subiendo y bajando. Allí estaba yo, el hijo de un simple cantero, conociendo en un momento a tres de los personajes más eminentes en El Único Mundo. Flor Oscura inclinó sus oscuras cejas hacia mí y después salió de la habitación con su medio hermano.

La Primera Señora me miró de arriba a abajo, mientras yo la observaba discretamente. No pude adivinar su edad, pero para tener un hijo de la edad del Príncipe Heredero IxtlilXóchitl, por lo menos debía de tener unos cuarenta años, aunque su rostro no presentaba arrugas sino que era bello y benévolo.

«Tú eres Mixtli, ¿verdad? —preguntó—. Pero ya tenemos tantos Mixtli entre los jóvenes y oh,
soy
tan mala para recordar nombres».

«Algunos me apodan Tozani, mi señora».

«No, eres mucho más grande que un topo. Eres un joven alto y todavía lo serás más. Te llamaré Cabeza Inclinada».

«Como usted quiera, mi señora —dije, con un suspiro interno de resignación—. Así es como también apodan a mi padre».

«Entonces ambos podremos recordarlo, ¿verdad? Ahora, ven y te mostraré tus habitaciones».

Ella debió de haber tirado de algún cordón para llamar, porque cuando salimos de la habitación nos esperaba una silla de manos portada por dos esclavos musculosos. Bajaron la silla para que ella entrara y se sentara, luego la alzaron y cargaron a lo largo de la galería; descendieron la escalera (manteniendo la silla cuidadosamente horizontal) saliendo del palacio en la oscuridad profunda de la noche. Un esclavo corría al frente cargando una antorcha de tea y otro detrás portando la bandera que indicaba el rango de la señora. Yo trotaba al lado de la silla. Llegamos al edificio de tres lados que Huexotzinca ya me había señalado, y dentro del cual me condujo la Señora de Tolan, que subiendo la escalera, hizo un largo recorrido dando varias vueltas, muy hacia dentro del ala izquierda. «Aquí es», dijo, abriendo una puerta hecha de cuero extendido sobre un marco de madera y barnizado hasta quedar bien duro. La puerta no se recargaba en su lugar, estaba montada sobre pivotes por arriba y por abajo. El esclavo cargó la antorcha hacia adentro para iluminar mi camino, pero únicamente asomé la cabeza y dije sorprendido: «Parece que está vacío, mi señora».

«Por supuesto. Son tus habitaciones».

«Yo pensé en una
calmécac
, donde todos los estudiantes duermen amontonados en una habitación común».

«No lo dudo, pero ésta es una parte del palacio y es aquí donde vas a vivir. Mi Señor Esposo desdeña esas escuelas y a sus sacerdotes-maestros. No estás aquí para asistir a una
calmécac
».

«¡No asistir…! ¡Pero mi señora, yo creí que había venido a estudiar…!».

«Y así lo harás y muy duramente, en verdad, pero junto con los niños del palacio, los hijos de Nezahualpili y de sus nobles. Nuestros hijos no sin instruidos por sacerdotes sucios, fanáticos y medio locos, sino por sabios escogidos por mi Señor Esposo. Cada maestro ha sido reconocido por su
propio
trabajo en la materia que enseña. Aquí tal vez no aprendas muchas brujerías o invocaciones a los dioses, Cabeza Inclinada, pero sí serás instruido en esas cosas auténticas, verdaderas y útiles que harán de ti un hombre valioso para el mundo».

Si para entonces no estaba boquiabierto enfrente de ella, lo estuve poco después, cuando vi al esclavo andar con su antorcha prendiendo las velas hechas de cera de abejas, metidas en candeleros pegados a las paredes. Jadeé: «¿Toda una habitación para mí solo?».

Luego el hombre pasó a través de un arco a
otra
habitación y yo dije: «¿Dos habitaciones? Pues mi señora ¡esto es casi tan grande como la casa entera de mi familia!».

«Ya te acostumbrarás a la comodidad —dijo y sonrió. Casi tuvo que empujarme para que entrara—. Éste es tu cuarto de estudio. Aquél es el dormitorio. Más allá está el retrete. Me imagino que querrás utilizarlo primero para lavarte después de tu viaje. Sólo tienes que tirar del cordón-campana para que venga un siervo a asistirte. Espero que comas bien y duermas tranquilo, Cabeza Inclinada. Volveré a verte pronto».

El esclavo la siguió fuera de la habitación y cerró la puerta. Yo me sentí triste al ver salir a una señora tan amable, pero también me alegré, pues entonces podría corretear aquí y allá en mis habitaciones, como un verdadero topo, mirando con mis ojos cegatos todos sus muebles y accesorios. El cuarto para estudiar tenía una mesa baja y una
icpali
, silla, baja con cojín, para sentarse; un cofre de mimbre donde podría guardar mi ropa y mis libros; un brasero de piedra de lava donde ya estaban puestos los
mizquitin
, leños; bastantes velas para que pudiera estudiar cómodamente aun después del oscurecer, y un espejo de
téxcatl
pulido —el cristal raro qué da un reflejo definido, no el barato de clase oscura que refleja una imagen débil y muy poco visible—. Había una ventana con una cortina de varitas de caña que podía enrollarse y desenrollarse por medio de unos cordones. La ventana daba al edificio principal del palacio y en ese momento se podía distinguir la antorcha de la silla de la señora que regresaba hacia allá.

El cuarto de dormir no tenía ninguna alfombrilla de
péílatl
, palma tejida, sino una elevada plataforma de madera y encima de ésta unas diez o doce cobijas gruesas, aparentemente rellenas de plumas; de cualquier modo, formaban una pila que se sentía tan suave como una nube. Cuando estuviera listo para dormir, podría deslizarme entre las cobijas a cualquier nivel, dependiendo del calor que deseara y de cuánta suavidad quisiera debajo.

El retrete, sin embargo, no lo pude comprender tan fácilmente. Había en el piso una depresión cubierta de azulejos para sentarse y bañarse, pero no se veían jarras de agua por ningún lado. Había asimismo un recipiente donde sentarse y efectuar las funciones necesarias, pero éste estaba firmemente fijado al piso y obviamente no podría ser vaciado después de cada uso. La bañera y el lugar para los residuos tenían cada uno de ellos un tubo de forma curiosa que se proyectaba encima, en la pared, pero ninguna de estas tuberías arrojaba agua ni hacía otra cosa según pude descubrir. Bueno, pues nunca pensé que tendría que pedir instrucciones para bañarme o evacuar, pero después de estudiar por un rato y con bastante desconcierto el pequeño cubículo, fui a tirar del cordón-campana que estaba encima de mi cama y esperé con un poco de embarazo la llegada del
tlacoíli
que me habían asignado. Se presentó un muchachito de rostro fresco, que llegó en seguida a mi puerta y dijo graciosamente: «Soy Cózcatl, mi amo, tengo nueve años de edad y sirvo a todos los jóvenes señores en los seis departamentos a este extremo del corredor».

Cózcatl quiere decir Collar de Joyas, lo que era un nombre demasiado elegante para uno como él, pero no me reí ya que ningún
tonalpoqui
dador de nombres condescendería a consultar sus libros adivinatorios para un niño nacido de esclavos, aunque los padres pudieran pagarlo. Ninguno de esos niños tendría nunca un nombre verdadero, así es que sus padres escogían simplemente uno a su antojo y éste podría ser tan exageradamente impropio como lo prueba Regalo de los Dioses. Cózcatl parecía estar bien alimentado y no llevaba marcas de golpes, ni reculaba frente a mí; vestía un manto corto absolutamente blanco, además del taparrabo que era generalmente la única prenda que llevaba un esclavo. Así es que supuse que también entre los alcólhua o por lo menos en las cercanías del palacio, las clases más humildes eran tratadas con justicia.

El niño cargaba con las dos manos un gran recipiente de cerámica que contenía agua hirviendo, por lo que me hice rápidamente a un lado. La vació en la bañera hundida y luego me salvó de la humillación de tener que preguntarle acerca del funcionamiento del retrete. Aunque Cózcatl me hubiera tomado por un noble, muy bien podía haberse imaginado que cualquier noble de la provincia no estaría acostumbrado a tales lujos y hubiera tenido razón. Así es que sin esperar a que se lo preguntara me explicó:

«Puede enfriar así el agua de la bañera hasta la temperatura que usted prefiera, mi amo». Señaló la tubería de barro que se proyectaba en la pared. Ésta tenía cerca de un extremo otra corta tubería introducida, que la atravesaba verticalmente. Él, simplemente torció aquel tubo más corto y salió agua limpia y fría.

«La tubería larga trae agua de nuestros abastecimientos principales. Estaría corriendo dentro de su bañera, todo el tiempo si no fuera porque el tubo más corto le cierra el paso. Pero el tubito tiene un solo agujero en un lado y cuando uno lo mueve de manera que el agujero encare con el tubo largo, el agua puede correr según se necesite. Cuando usted termine de bañarse, mi amo, sólo tiene que quitar el tapón de hule que hay en el fondo y el agua usada se escurrirá por otro tubo».

Después me indicó el lugar para residuos curiosamente inmóvil y dijo: «El
axixcali
funciona de la misma manera. Cuando usted haya hechos sus necesidades dentro de él, tiene simplemente que torcer esa tubería más corta que está arriba y una corriente de agua se llevará los residuos por la abertura del fondo».

Yo ni siquiera había notado antes esa abertura y pregunté estúpidamente: «¿Y que los terrones de
cuítlatl
caigan en el cuarto de abajo?».

«No, no, mi amo. Como el agua de la bañera, van a dar a una tubería que los lleva lejos de aquí. Llegan a un estanque en donde los hombres que manejan el estiércol dragan fertilizante para los terrenos de los agricultores. Bien, ordenaré la cena de mi amo, para que le esté esperando cuando haya terminado su baño».

Me iba tomar algún tiempo el dejar de jugar el papel de rústico y aprender los modales de la nobleza, reflexionaba mientras estaba sentado en mi propia mesa, en mi propio cuarto. Cenaba conejo a la parrilla, frijoles, tortillas y un taco frito de flor de calabaza… con una bebida de
chocólatl
. De donde yo venía, el
chocólatl
había sido un deleite especial, que era tomado una o dos veces al año. Allí, la espumosa bebida roja —hecha del precioso cacao, con miel de abeja, vainilla, especias y las semillas carmesíes del
achíyotl
, todo molido y batido hasta convertirse en una espesa espuma— se podía pedir con tanta facilidad como el agua del manantial. Me preguntaba cuánto tiempo me tomaría perder mi acento de Xaltocan para poder hablar el náhuatl preciso de Texcoco y «acostumbrarme a la comodidad» según la frase de la Primera Señora.

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