Read Bailén Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Bailén (23 page)

BOOK: Bailén
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Yo oí decir: «¡Allí hay agua, allí se están disputando la noria!» y no necesité más. Lanceme y conmigo se lanzaron otros en aquella dirección; tomé del suelo un fusil que aún apretaba en sus manos un soldado muerto, y corrí con los demás a todo escape en dirección a la noria. Penetramos en un campo a medio segar, a trechos cubierto de altos trigos secos, a trechos en rastrojo. La lucha en la noria se hacía en guerrillas; acerqueme a la que me pareció más floja, y desprecié la vida lleno mi espíritu del frenético afán de conquistar un buche de agua. Aquel imperio compuesto de dos mal engranadas ruedas de madera, por las cuales se escurría un miserable lagrimeo de agua turbia, era para nosotros el imperio del mundo. La hidrofagia, que a veces amilana, a ratos también convierte al hombre en fiera, llevándole con sublime ardor a desangrarse por no quemarse.

Los franceses defendían su vaso de agua, y nosotros se lo disputábamos; pero de improviso sentimos que se duplicaba el calor a nuestras espaldas. Mirando atrás, vimos que las secas espigas ardían como yesca, inflamadas por algunos cartuchos caídos por allí, y sus terribles llamaradas nos freían de lejos la espalda. «O tomar la noria o morir», pensamos todos. Nos batíamos apoyados contra una hoguera, y la hambrienta llama, al morder con su diente insaciable en aquel pasto, extendía alguna de sus lenguas de fuego azotándonos la cara. La desesperación nos hizo redoblar el esfuerzo porque nos asábamos, literalmente hablando; y por último, arrojándonos sobre el enemigo resueltos a morir, la gota de agua quedó por España al grito de «¡Viva Fernando VII!».

Por un momento dejamos de ser soldados, dejamos de ser hombres, para no ser sino animales. Si cuando sumergimos nuestras bocas en el agua, hubiera venido un solo francés con un látigo, nos habría azotado a todos, sin que intentáramos defendernos. Después de emborracharnos en aquel néctar fangoso, superior al vino de los dioses, nos reconocimos otra vez en la plenitud de nuestras facultades. ¡Qué inmensa alegría!, ¡qué rebosamiento de fuerza y de orgullo!

¿Pero habíamos vencido definitivamente a los franceses? Cuando se disipó aquella lobreguez moral con que la horrible sequedad del cuerpo había envuelto el espíritu, nos vimos en situación muy difícil. Corriendo hacia la noria nos habíamos apartado de nuestro campo, y adviértase que si el ejército francés fue rechazado con grandes pérdidas, conservaba aún sus posiciones. ¿Iba a emprenderse nuevo ataque, haciendo el último esfuerzo de la desesperación? Creíamos que sí, y señales de esto notamos en el campo enemigo que teníamos tan cerca. Al punto corrimos desbandamente hacia el nuestro, que estaba algo lejos, y saltando por junto a los trigos incendiados, abandonamos la noria, por temor a que fuerzas más numerosas que las nuestras nos hicieran prisioneros.

Verdad que los franceses, no dando ya ninguna importancia a las acciones parciales, se ocupaban en organizar el resto y lo mejor de su fuerza para dar un golpe de mano, última estocada del gigante que se sentía morir. Corrimos, pues, hacia nuestro campo. Ya cerca de él, pasó rápidamente por delante de mí un caballo sin jinete, arrogante, vanaglorioso, con la crin al aire, entero y sin heridas, algo azorado y aturdido. Era un animal de pura casta cordobesa, lo mismo que el mío. Le seguí, y apoderándome de sus bridas, cuando volvía me monté en él: después de ser por un rato soldado de a pie, tornaba a ser jinete. Busqué con la vista el escuadrón más próximo, y vi que a retaguardia del centro se formaba en columna con distancias el de España. Entré en las primeras filas, a punto que dijeron junto a mí:

—Los generales franceses van a hacer el último esfuerzo. Dicen que hay unas tropas que todavía no han entrado en fuego, y son las mejores que Napoleón ha traído a España.

Efectivamente, el centro se preparaba a una defensa valerosa, y guarnecía sus baterías, distribuía los regimientos a un lado y otro, agrupando a retaguardia fuerzas considerables de caballería a retaguardia. Cuando esto pasaba, sentí un vivo clamor de la naturaleza dentro de mí, sentí hambre, pero ¡qué hambre!… Francamente, y sin ruborizarme, digo que tenía más ganas de comer que de batirme. ¿Y qué? ¿Este miserable hijo de España no había hecho ya bastante por su Rey y por su patria, para permitir llevarse a la boca un pedazo de pan?

Haciendo estas reflexiones, registré primero la grupera de mi cabalgadura allegadiza, donde no había más que alguna ropa blanca, y después las pistoleras, donde encontré un mendrugo. ¡Hallazgo incomparable! No satisfecho, sin embargo, con tan poca ración, llevé mis exploraciones hasta lo más profundo de aquellos sacos de cuero, y mis dedos sintieron el contacto de unos papeles. Saquelos, y vi un pequeño envoltorio y tres cartas, la una cerrada y las otras dos abiertas, todas con sobrescrito. Leí el primer sobre que se me vino a la mano, y decía así: «Al Sr. D. Luis de Santorcaz, en Madrid, calle de…».

Había montado en el caballo de Santorcaz.

- XXVII -

Olvidándome al instante de todo, no pensé mas que en examinar bien lo que tenía en las manos. El sobrescrito de la primera carta que saqué y que estaba abierta, era de letra femenina, que reconocí al momento. El de la carta cerrada, que sin duda no estaba ya en la estafeta por detención involuntaria, era de hombre, y decía:
«Señora condesa de…
(aquí el título de Amaranta)
en Córdoba, calle de la Espartería»
. El tercer sobre, también de carta abierta, era de letra de hombre y dirigido a Santorcaz. Desenvolví en seguida el envoltorio de papeles, que guardaba un bulto como del tamaño de un duro, y al ver lo que contenía, una luz vivísima inundó mi alma y sentí dolorosa punzada en el corazón. Era el retrato de Inés.

Aquella aparición en el campo de batalla, en medio del zumbido de los cañones y del choque de las armas; la inesperada presencia ante mí de aquella cara celestial, fielmente reproducida por un gran artista; la sonrisa iluminada que creí observar sobre la placa, cuando fijé en ella mis ojos; aquella repentina visita, pues no era otra cosa, de mi fiel amiga, cuando yo hacía tan vivos esfuerzos para hacerme digno de ella, me regocijaron de un modo inexplicable. Para iluminar los rasgos y colores de aquel retrato que sonreía, valía la pena de que saliese el sol, de que existiese el mundo, de que la serie del tiempo trajera aquel día, aunque deslustrado por los horrores de una batalla.

Estreché aquella Inés de dos pulgadas contra mi corazón y la guardé en mi pecho, resuelto a no darla, aunque la materialidad del pedazo de cobre pintado no me pertenecía… Pero era preciso leer aquellos papeles que podían esclarecer alguna de mis dudas. Detúvome al principio la vergüenza de leer cartas ajenas, lo cual es cosa fea; pero consideré que Santorcaz habría muerto, fundándome en la dispersión de su caballo abandonado, y además, como la curiosidad me empezaba a picar, a escocer, a quemar de un modo muy vivo, me decidí a leer la carta abierta, porque el deseo de hacerlo era más fuerte que todas las consideraciones.

Yo estaba completamente absorbido por aquel asunto de interés íntimo: yo no atendía a la batalla; yo no hacía caso de los cañonazos; yo no me fijaba en los gritos; yo no apartaba la cabeza del papel, aunque sentía correr por junto a mis oídos el estrepitoso aliento de la lucha. En aquel instante, entre los veinte mil hombres que formando dos grandes conjuntos, se disputaban unas cuantas varas de terreno, yo era quizás el único que merecía el nombre de individuo. Átomo disgregado momentáneamente de la masa, se ocupaba de sus propias batallas.

La carta abierta, que llevaba la firma de Amaranta, decía así, después de las fórmulas de encabezamiento:

«¿Eres un malvado o un desgraciado? En verdad no sé qué creer, pues de tu conducta todo puede deducirse. Después de una ausencia de muchos años, durante los cuales nadie ha logrado traerte al buen camino, ahora vuelves a España sin más objeto que hostigarme con pretensiones absurdas a que mi dignidad no me permite acceder. Harto he hecho por ti, y ahora mismo cuando me has manifestado tu situación, te he propuesto un medio decoroso de remediarla. ¿Qué más puedo hacer? Pero no te satisface lo que en la actualidad y siempre bastaría a calmar la ambición de un hombre menos degradado que tú; te rebelas contra mis beneficios, y aspiras a más, amenazándome sin miramiento alguno. A todo esto contesto diciéndote que desprecio tus amenazas, y que no las temo. No, no es posible que por la amenaza consiga nadie de mí lo que me impelen a negar mi dignidad, mi categoría, mi familia y mi nombre. Nunca creí que aspiraras a tanto, y siempre pensé que te conceptuarías muy feliz con lo que otras veces has alcanzado de mí, y hoy te ofrezco, haciendo un verdadero sacrificio, porque el estado del Reino ha disminuido nuestras rentas…».

Al llegar aquí el golpe de un peso que cayó chocando con mi rodilla, me hizo levantar la vista de la carta. El soldado que formaba junto a mí, herido mortalmente por una bala perdida, había rodado al suelo. En aquel intervalo vi hacia enfrente, envueltas en espeso humo las columnas francesas que venían a atacar el centro. Pero mi ánimo no estaba para fijar la atención en aquello. Pude notar que la caballería avanzaba un poco, que después retrocedía y oscilaba de flanco; pero dejándome llevar por el caballo, con los ojos fijos en el papel que sostenía a la altura de las riendas, no puse ni un desperdicio de voluntad en aquellos movimientos de la máquina en que estaba engranado. La carta continuaba así:

«…En vano para conmoverme finges gran interés por aquel ser desgraciado que vino al mundo como testimonio vivo de la funesta alucinación y del fatal error de su madre. ¿A qué ese sentimiento tardío? ¿A qué acusarme de su abandono? No, esa niña no existe; te han engañado los que te han dicho que yo la he recogido. Mal podría recogerla cuando ya es un hecho evidente que Dios se la llevó de este mundo. ¿A qué conduce el amenazarme con ella, haciéndola instrumento de tus malas artes para conmigo? No pienses en esto. Por última vez te aconsejo que desistas de tus locas pretensiones, y te presentes ante mí con bandera de paz. ¿Eres un malvado o un desgraciado? Yo sería muy feliz si me probaras lo segundo, porque uno de mis mayores tormentos consiste en suponer tan profundamente corrompido el corazón que hace años sólo existía para amarme…».

Con esto y la firma de Amaranta terminaba la epístola, cuya lectura, absorbiendo mi atención, me distraía de la batalla. El fragor de esta zumbaba en mis oídos como el rumor del mar, a quien generalmente no se hace caso alguno desde tierra. ¿Es tal vuestra impertinencia que queréis obligarme a contaros lo que allí pasaba? Pues oíd. Cuando la tropa francesa de línea retrocedió por tercera vez, extenuada de hambre, de sed y de cansancio; cuando los soldados que no habían sido heridos se arrojaban al suelo maldiciendo la guerra, negándose a batirse e insultando a los oficiales que les llevaran a tan terrible situación, el general en jefe reunió la plana mayor, y expuesto en breve consejo el estado de las cosas, se decidió intentar un último ataque con los marinos de la guardia imperial, aún intactos, poniéndose a la cabeza todos los generales.

Por eso, cuando leída la carta alcé los ojos, vi delante de las primeras filas de caballería algunas masas de tropa escoltando los seis cañones de la carretera, cuyo fuego certero y terrible había sido el nudo gordiano de la batalla. Servidos siempre con destreza y al fin con exaltación, aquellos seis cañones eran durante unos minutos la pieza de dos cuartos arrojada por España y Francia, por la usurpación y la nacionalidad en un corrillo de veinte mil soldados. ¿Cara o cruz? ¿Las tomarían los franceses? ¿Se dejarían quitar los españoles aquellos seis cañones? ¿Quién podría más, nuestros valientes y hábiles oficiales de artillería, o los quinientos marinos?

Yo vi a estos avanzar por la carretera, y entre el denso humo distinguimos un hombre puesto al frente del valiente batallón y blandiendo con furia la espada; un hombre de alta estatura, con el rostro desfigurado por la costra de polvo que amasaban los sudores de la angustia; de uniforme lujoso y destrozado en la garganta y seno como si se lo hubiera hecho pedazos con las uñas para dar desahogo al oprimido pecho. Aquella imagen de la desesperación, que tan pronto señalaba la boca de los cañones como el cielo, indicando a sus soldados un alto ideal al conducirles a la muerte, era el desgraciado general Dupont que había venido a Andalucía, seguro de alcanzar el bastón de mariscal de Francia. El paseo triunfal de que habló al partir de Toledo había tenido aquel tropiezo.

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