Los repetidos disparos de metralla no detenían a los franceses. Brillaban los dorados uniformes de los generales puestos al frente, y tras ellos la hilera de marinos, todos vestidos de azul y con grandes gorras de pelo, avanzaba sin vacilación. De rato en rato, como si una manotada gigantesca arrebatase la mitad de la fila, así desaparecían hombres y hombres. Pero en cada claro asomaba otro soldado azul, y el frente de columna se rehacía al instante, acercándose imponente y aterrador. Acelerábase su marcha al hallarse cerca; iban a caer como legión de invencibles demonios sobre las piezas para clavarlas y degollar sin piedad a los artilleros.
Los que asistían a aquel espectáculo, sin ser actores de él, estaban mudos de estupor, con el alma y la vida en suspenso, cual si aguardaran el resultado del encuentro para dejar de existir o seguir existiendo. Sin embargo esto, ¿creerán mis lectores que algo ocupaba mi espíritu más de lleno que la última peripecia? Pues sí: yo tenía en mi mano la carta cerrada, y la curiosidad por leerla no era curiosidad, era una sed moral más terrible que la sed física que poco antes me había atormentado. Incapaz de resistirla, sintiendo que todo se eclipsaba ante la inmensidad del interés despertado en mí por los asuntos de dos o tres personas que no habían de decidir la suerte del mundo, tomé la carta, la abrí sin reparar en lo vituperable de esta acción, y al punto la devoré con los ojos, leyendo lo siguiente:
«Señora condesa: Vuestra carta me anuncia que nada puedo esperar de vos por los honrados medios que os he propuesto. Lo comprendo todo, y si en la última que me dirigisteis, dictada sin duda por vuestro propio corazón, mostrabais bastante generosidad, en esta reconozco las ideas de vuestra tía la señora marquesa, que otro tiempo os dijo que antes quería veros muerta que casada con un hombre inferior a vuestra clase. Preguntáis que si soy un malvado o un desgraciado: y contesto que ya que os alcanza la responsabilidad de lo segundo, a vos también os tocará sin duda la triste gloria de lo primero. Esta será la última que os escriba el que en algún tiempo no hubiera cambiado por todas las delicias del Paraíso el gozo de leer una letra de vuestra mano. Quizás por mucho tiempo no oigáis hablar de mí; quizás disfrutéis la inefable satisfacción de creer que he muerto; pero en la oscuridad y lejos de vos, yo me ocuparé de lo que me pertenece. ¿Quién es el culpable, vos o yo? Cuando supe en Madrid que habíais recogido a nuestra hija después de largo abandono, os prometí legitimarla por subsiguiente matrimonio, como correspondía a personas honradas. Primero me contestasteis indecisa y luego furiosa, rechazando una proposición que calificabais de absurda e irreverente, y llamándome jacobino, francmasón, calavera, perdido, tramposo, con otras injurias que quisiera oír en tan linda boca. Yo acepto el bofetón de vuestro orgullo. Lo que no me explico es la desfachatez con que negáis haber recogido a vuestra hija. ¿Y decís que esto no me importa? Ya veréis si me importa o no. Yo sé que la habéis recogido; yo sé que está en un convento; yo sé que su boda con el conde de Rumblar está concertada; yo sé que para llevarla a cabo se han tenido en cuenta poderosos intereses de ambas familias, que la hacen imprescindible; yo sé que para llevar a efecto la legitimación, se ha consumado una superchería poco digna de personas como…».
Una inmensa conmoción, un estrépito indescriptible me obligaron a apartar la atención de la carta. Los marinos llegaban a la boca de los cañones, y un combate terrible, en que parecíamos llevar lo mejor, se había trabado. Esto era sin duda sublime; esto sacaba de quicio y conmovía el alma en su fundamento; pero ¿no había algo más en el mundo? Inés, su madre, su padre, su porvenir, su casamiento, y yo con mi desmedido y leal amor: yo, preguntándome si podría subir hasta ella, o si era preciso hacerla descender hasta mí… ¡Oh!, esta sí que era batalla; esta sí que era lucha, señores. Su campo estaba dentro de mí, y sus fuerzas terribles chocaban dentro del espacio silencioso de mi pensamiento. ¿Cómo no atender a ella más que a otra alguna? El corazón, tirano indiscutible, agrandando inconmensurablemente las proporciones de mi batalla, la había hecho mayor que aquella de que tal vez dependían los destinos del mundo.
Yo vi los marinos próximos ya, muy próximos a nuestros cañones; sentí gritos de júbilo y de victoria pronunciados en española lengua, y aunque todo esto me conmovía mucho, la carta no concluida me quemaba la mano. Decid que yo era un estúpido egoísta; pero señores, ¿y la carta, y aquel
casamiento imprescindible
, y aquella
superchería
misteriosa?… ¿Se ganaba la batalla? Creo que sí, y la faz de Europa iba a variar sin duda. ¿Pero qué me importaba el desconcierto del Imperio, el júbilo de Inglaterra, el estupor de Rusia, los preparativos de la coalición, el descrédito del grande ejército?
¿Hemos de sobreponer el interés de los conjuntos lanzados a bárbaras guerras, al interés del inocente individuo que lucha a solas por el bien y por el amor? ¿Hemos de sobreponer el interés de la guerra, que destruye, al del amor que crea y aumenta y embellece lo creado? Reíos de mí; pero al mismo tiempo pensad en el modo de probarme que un corazón ocupa menos espacio en la totalidad del universo que los quinientos diez millones de kilómetros cuadrados de la pelota de tierra en que habitamos.
Si es egoísmo, confieso mi egoísmo, y declaro a la faz de mi auditorio que en el punto en que se eclipsaba la estrella que por diez años había iluminado la Europa, volví a fijar los ojos en la carta para continuar leyendo. Si no quieren Vds. enterarse de ello, no se enteren; pero es mi deber decir que la carta concluía así:
«…una superchería poco digna de personas como vos. Segura estáis y con razón de que nada puedo contra vos. En efecto, yo sé que si algo intentara sería vencido. Pobre, sin recursos, sin valimiento, ¿qué podría contra la justicia que sólo defiende a los poderosos? Pero mi hija me pertenece, y si hoy no está en mi poder, os aseguro que lo estará mañana. Entretanto guardaos vuestro dinero».
No decía más. Pero cuando acabé de leerla, ¡qué nueva y terrible fase tomaba la refriega entre los marinos y nuestros soldados! ¡Santo Dios! ¿La batalla se perdería? Los franceses, destrozados en el primer ataque, lo repetían sacando el último resto de bravura de sus corazones resecados por el calor, y volvían a la carga resueltos a dejarse hacer trizas en la boca de los cañones, o tomarlos. Nuestros soldados sacaban fuerzas de su espíritu, porque en el cuerpo ya no las tenían. Hasta los artilleros empezaban a desfallecer, y heridos casi todos los primeros de derecha e izquierda, atacaban los segundos, daban fuego los terceros, y el servicio de municiones era hecho por paisanos. Los franceses medio resucitados con la valentía de los marinos, pudieron habilitar dos piezas y desde lejos tomando por punto en blanco la masa de nuestra caballería, disparaban bastantes tiros. Su larga trayectoria, pasando por encima de la batería española, hería las primeras filas de mi regimiento. Este se encabritó como si fuera un solo caballo; chocamos unos con otros, y el espectáculo de dos compañeros muertos sin combatir nos llenó de terror. Al mismo tiempo oímos decir que escaseaban las municiones de cañón. ¡Terrible palabra! Si nuestros cañones llegaban a carecer de pólvora, si en sus almas de bronce se extinguía aquella indignación artificial, cuyo resoplido conmueve y trastorna el aire, estremece el suelo y arrasa cuanto encuentra por delante, bien pronto serían tomados por los valientes marinos, y les aguardaba el morir inutilizados por el denigrante clavo, fruslería que destruye un gigante, alfiler que mata a Aquiles.
Esta consideración ponía los pelos de punta. ¿Sucumbiría España? ¿No le reservaba Dios la gloria de dar el primer golpe en el pedestal del tirano de Europa?… No, no es posible asistir indiferente al espectáculo de tan supremo esfuerzo, oh patria; pero te confieso que yo rabiaba por conocer el autor de aquella tercera carta que tenía en mi mano, y cuando sin desatender a tu admirable heroísmo, miré la firma y vi el nombre de
Román
, segundo mayordomo de mi inolvidable ama; cuando consideré que aquel papel contendría revelaciones importantes, me dominó de tal modo la curiosidad, que por un instante desapareciste de mi espíritu, ¡oh sublime rincón de tierra, destinado más de una vez a ser equilibrio del mundo! Adiós España, adiós Napoleón, adiós guerra, adiós batalla de Bailén. Como borra la esponja del escolar el problema escrito con tiza en la pizarra, para entregarse al juego, así se borró todo en mí para no ver más que lo siguiente:
«Sr. D. Luis de Santorcaz: Voy a deciros puntualmente lo ocurrido. Todo está resuelto, y por ahora os dan con la puerta en los hocicos. La señora marquesa de Leiva, al recoger a la señorita Inés, pensó en el modo de legitimarla. Advierto a Vd. que desde que la trataron, ambas la quieren mucho, y se desviven por decidirla a que salga del convento. Cuando la señora condesa recibió la carta de Vd. en que le proponía la legitimación por subsiguiente matrimonio, mostrola a su tía, y ésta furiosa y fuera de sí preguntó si quería deshonrarse para siempre siendo esposa de semejante perdido. Lloró un poco la condesa, lo cual es indicio de que aún le queda algo de aquel amor; y por último, después de muchas reconvenciones, convinieron las dos en no admitirle a Vd. en su familia por ningún caso. Ya sabe Vd. que según consta en la fundación de este gran mayorazgo, uno de los principales de España, no habiendo herederos directos, pasa a los de segundo grado en línea recta, por lo cual ahora correspondería al primogénito del conde Rumblar. La actual condesa de Rumblar, enterada de la aparición de una heredera, anunció a mi ama que entablaría un pleito, y vea Vd. aquí el motivo de que en casa se haya trabajado tanto por la legitimación. Por fin, las dos familias acordaron evitar la ruina de un pleito y se han puesto de acuerdo sobre esta base: casar a la señorita Inés con D. Diego de Rumblar, previa legitimación de aquella, por lo que llaman autorización del Rey, con lo cual, ambos derechos se funden en uno solo, evitando cuestiones. En cuanto al punto más difícil, la señora marquesa lo ha resuelto al fin de un modo ingenioso y seguro. La niña ha entrado al fin con pie derecho en la familia. No pudiendo legitimar la madre, porque a ello se oponen las leyes; no pudiendo aceptarse la fórmula del subsiguiente matrimonio, ni conviniendo tampoco la adopción, por no dar esto derecho a la herencia del mayorazgo, se acordó lo que voy a decir a Vd., y que sin duda le llenará de admiración. Este sesgo del asunto tiene para la familia la ventaja de que mi señora la condesa no pasará ningún bochorno. La señorita Inés ha sido reconocida por aquel…».
Un violento golpe arrebató el papel de mis manos. Encabritose mi caballo, y al avanzar siguiendo el escuadrón, sentí la estrepitosa risa de un soldado que decía: «Aquí no se viene a leer cartas». Corrimos fuera de la carretera, y todos mis compañeros proferían exclamaciones de frenética alegría. Vi los cañones inmóviles y delante una espesa cortina de humo, que al disiparse permitía distinguir los restos del batallón de marinos. En el frente francés flotaba una bandera blanca, avanzando hacia nuestro frente. La batalla había concluido.
Nuestros soldados se abrazaban con delirio. Confundíanse los diversos regimientos, y los paisanos advenedizos con la tropa. La gente del vecino pueblo de Bailén acudía con cántaros y botijos de agua. Agrupábanse hombres y mujeres junto a los heridos para recogerlos. Los caballos recorrían orgullosos la carretera, y los generales confundidos con la gente de tropa, demostraban su alegría con tanta llaneza como esta. Los gritos de ¡viva España!, ¡viva Fernando VII! parecían un concierto que llenaba el espacio como antes el ruido del cañón; y el mundo todo se estremecía con el júbilo de nuestra victoria y con el desastre de los franceses, primera vacilación del orgulloso Imperio. En tanto yo recorría el campamento, miraba al suelo, miraba las manos de todos, las cureñas de los cañones, los charcos de sangre, los mil rincones del suelo, junto al cuerpo de un herido y bajo la cabeza del caballo moribundo. Marijuán se llegó a mí con los brazos abiertos y gritó:
—Les vencimos, Gabriel. ¡Viva España y los españoles, y la Virgen del Pilar a quien se debe todo! Pero ¿qué buscas, que así miras al suelo?
—Busco un papel que se me ha perdido —le contesté.
—Déjate de papeles —me dijo Marijuán— ¡Qué demonios de marinos! ¿Viste cómo atacaban?
—La hacen hija legítima por autorización real.