Todos anhelaban que se firmase de una vez la capitulación para salir de tan lastimoso estado; pero la capitulación iba despacio, porque los generales españoles querían sacar el mejor partido posible de su triunfo. Según oí decir aquel día cuando regresamos a Bailén, ya estaba acordado que se concediese a los franceses el paso de la sierra para regresar a Madrid, cuando se interceptó un oficio en que el lugarteniente general del Reino mandaba a Dupont replegarse a la Mancha. Comprendieron entonces los españoles que conceder a los franceses lo mismo que querían, era muy desairado para nuestras armas, y acordaron considerarles como prisioneros de guerra, obligándoles a entregar las armas. Pero aún el día 21 los contratantes del lado francés, generales Chabert y Marescot, y los del lado español, Castaños y conde de Tilly, no habían llegado a ponerse de acuerdo sobre las particularidades de la rendición.
También alcanzamos a ver a lo largo del camino la interminable fila de carros donde los imperiales llevaban todo lo cogido en Córdoba. ¡Funestas riquezas! Dicen algunos historiadores que si los franceses no hubieran llevado botín tan numeroso, habrían podido salvarse retirándose por la sierra; pero que el afán de no dejar atrás aquellos quinientos carros llenos de riquezas les puso en el aprieto de rendirse, con la esperanza de salvar el convoy. Yo no creo que los franceses hubieran podido escaparse con carros ni sin carros, porque allí estábamos nosotros para impedírselo; pero sea lo que quiera, lo cierto es que Napoleón dijo algún tiempo después a Savary en Tolosa, hablando de aquel desastre tan funesto al Imperio:
«Más hubiera querido saber su muerte que su deshonra. No me explico tan indigna cobardía sino por el temor de comprometer lo que había robado»
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No nos atrevimos a volver a la casa con la mala noticia de que el niño no parecía, y seguimos visitando todos los contornos, para preguntar a la gente del campo. D. Paco estaba tan fatigado, que no pudiendo dar un paso más se arrojó al suelo; pero al fin pudimos reanimarle, y firmes en nuestra santa empresa, nos dirigimos al campamento de Vedel, con otro oficio del general Reding. Mas vino la noche y los centinelas no nos dejaron pasar, viéndonos por esto obligados a diferir nuestra expedición para el día siguiente muy temprano. Ni Marijuán, ni D. Paco ni yo teníamos esperanza alguna, y considerábamos al mayorazgo perdido para siempre.
Desde que amaneció corrían voces de que la capitulación estaba firmada, y más nos lo hacía creer la circunstancia de que varios oficiales pasaron frecuentemente de un campo a otro, trayendo y llevando despachos.
No distábamos mucho de la ermita de San Cristóbal, cuando advertimos gran movimiento en el ejército de Vedel. Apretando el paso hasta que les tuvimos muy cerca, observamos que camino abajo venía hacia nosotros un joven saltando y jugando, con aquella volubilidad y ligereza propia de los chicos al salir de la escuela. Corría a ratos velozmente, luego se detenía y acercándose a los matorrales sacaba su sable y la emprendía a cintarazos con un chaparro o con una pita; luego parecía bailar, moviendo brazos y piernas al compás de su propio canto, y también echaba al aire su sombrero portugués para recogerlo en la punta del sable.
—¡Qué veo! —exclamó D. Paco con súbita exaltación—. ¿No es aquel mozalbete el propio D. Diego, no es mi niño querido, la joya de la casa, la antorcha de los Rumblares…? Eh… D. Dieguito, aquí estamos… venid acá.
En efecto, cuando estuvimos cerca, no nos quedó duda de que el mozuelo bailarín era D. Diego en persona. Él nos vio y al punto vino corriendo para abrazarnos a todos con mucha alegría.
—Venid acá, venid a mis brazos, esperanza del mundo —exclamó D. Paco, loco de contento—. ¡Si supiera Vd. cómo está mamá! ¡Buen susto nos ha dado el picaroncillo!… ¿Pero qué ha sido eso, niño? ¿Estaba usía prisionero?
—Me cogieron prisionero junto a la ermita —dijo D. Diego—. ¿Pero estás vivo, Gabriel, y tú también, Marijuán? Yo creí que os habían matado en aquella furiosa carga. ¿Y Santorcaz?… Pero os contaré lo que me pasó. Después de la carga, y cuando entró la caballería de España, quedé a retaguardia del regimiento; se me murió el caballo y corrí a las filas del regimiento de Irlanda. Cuando vinimos aquí nos cogieron prisioneros los franceses, y yo les dije tantas picardías que quisieron fusilarme.
—¡Qué horror! —exclamó D. Paco—. Pero veo que es Vd. un héroe, oh mi niño querido. Creo que la mamá piensa dirigir una exposición a la Junta para que le den a Vd. la faja de capitán general.
—Me iban a fusilar —continuó el rapaz—, cuando un oficial francés tuvo lástima de mí y me salvó la vida. Después lleváronme a sus tiendas donde me dieron vino, y…
—Vamos, vamos pronto a casa, y allí contará Vd. todo —dijo D. Paco—. ¡Qué alegría! Volemos, señores. ¡Cuando la señora condesa sepa que le hemos encontrado!… ¡Ah! ¿No sabe Vd. que está ahí su novia?… ¡Qué guapísima es!… La pobre no cesa de llorar la ausencia del niño, y si no hubiese Vd. parecido, creo que la tendríamos que amortajar. Vamos, vamos al punto.
Corrimos todos a Bailén muy contentos. Al llegar al pueblo, uno de nosotros propuso anticiparse para anunciar a doña María la fausta nueva; pero no permitió D. Paco que nadie sino él en persona se encargase de tan dulce comisión, y con sus piernas vacilantes corrió hasta entrar en la casa diciendo con desaforados gritos: —¡Ya pareció, ya pareció!
Cuando nosotros llegamos con el joven, todos salieron a recibirle, excepto Amaranta, a quien un fuerte dolor de cabeza retenía en su cuarto. Era de ver cómo los criados, las hermanitas y la misma doña María, sin poder contener en los límites de la dignidad su maternal cariño, le abrazaban y besaban a porfía; y uno le coge, otro le deja, durante un buen rato le estrujaron sin compasión. Al fin reuniéndose todos, inclusos los huéspedes en la sala baja, don Diego fue solemnemente presentado a su novia. No puedo olvidar aquella escena que presencié desde la puerta con otros criados, y voy a referirla.
Inés, confusa y ruborosa, no contestó nada, cuando el diplomático se fue derecho a ella llevando de la mano a D. Diego, y le dijo:
—Hija mía, aquí tienes al que te destinamos por esposo: mi sobrino, varón ilustre, a quien veremos general dentro de poco como siga la guerra.
—Hijo mío —añadió doña María—, las altas prendas de la que va a ser irremisiblemente tu mujer no necesitan ser ponderadas en esta ocasión, porque harto las conocemos todos. Ahora, con el trato, se avivará el inmenso cariño que os profesáis desde hace algunos años, señal evidente de que Dios tenía decidida ya vuestra unión en sus altos designios.
—Bonito es el retrato —dijo D. Diego con un desenfado impropio de la situación—; pero Vd., Inés, lo es más todavía. ¿Y en qué consistía el no querer salir del maldito convento? Sin duda las pícaras monjas la retenían a Vd. por fuerza, esperando que al profesar les llevara un buen dote. Pero no, yo juro que estaba decidido a sacar de allí a mi monjita, y ya discurría el modo de saltar por las tapias de la huerta y romper rejas y celosías para conseguir mi objeto.
Doña María, al escuchar esto, palideció, y luego las centellas de la ira brillaron en sus ojos. Pero con disimulo habló de otro asunto, procurando que el noble concurso y discreto senado olvidara las palabras del incipiente chico.
—Pero cuéntanos de una vez lo que te ha pasado en el campamento francés —dijo a D. Diego.
—Pues me querían fusilar —repuso el mayorazgo sentándose—. Ya me tenían puesto de rodillas, cuando un oficial mandó suspender la ejecución.
—¿Y por qué te querían asesinar esos cafres?
—Porque les dije mil perrerías. Después, cuando me llevaron a la tienda, todos se reían de mí. Luego me dieron vino, obligándome a beberlo, y yo mientras más bebía más charlaba, diciendo atroces disparates y frases graciosas, hasta que me quedé como un cuerpo muerto.
—¿Y no sabes tú —exclamó doña María sin poder disimular su indignación—, que las personas de buena crianza no beben sino poquito?
—Es verdad; pero aquel vino tenía un saborcillo que me gustaba, y los franceses se reían mucho conmigo. Todos iban a verme, llamándome
le petit espagnol
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—Lo cual, en la lengua de las Galias, quiere decir
el pequeño español
—dijo D. Paco.
—Pero no debió Vd. dejarse emborrachar, joven —indicó el diplomático—. Juro que si eso hubiera pasado conmigo, de un sablazo descalabro a todos los oficiales de la división de Vedel.
Doña María, profundamente indignada, silenciosa, ceñuda, parecía una sibila de Miguel Ángel.
—Pero si todos aquellos señores me querían mucho… —continuó D. Diego—. Por la tarde, y luego que desperté de aquel largo sueño, me dijeron que si sabía yo lidiar un toro. Díjeles que sí, y poniéndose muy contentos, me mandaron que diese al punto una corrida. No quería yo más para divertirme; así es que, poniendo una silla en lugar de toro, le capeé, le puse banderillas y le di muerte con mi sable, pasándole de parte a parte. ¡Cuánto se rieron aquellos condenados! Hasta el general acudió a verme.
—Veo que has aprovechado el tiempo en el campamento francés —dijo la señora madre con tremenda ironía.
—Si no me querían dejar venir. Después me dijeron que les cantara el jaleo, y lo canté de pie sobre una banqueta. ¡Ave-María purísima! Hasta los soldados se acercaban a la tienda para oír. Entre los oficiales había dos que no me dejaban de la mano, y me decían que si me pasaba al ejército francés, me tomarían por ayudante, llevándome a Francia, a París, y de París a recorrer toda la Europa.
—¡Y no les distes una bofetada! —exclamó doña María clavando sus dedos en el cuero del sillón.
—¡Quia! Me eché a reír y les dije que ya pensaba ir a Francia con el Sr. de Santorcaz, que es mi amigo y ha de ser mi ayo y maestro cuando me case.
Esta vez no fue doña María la que se estremeció de sorpresa e indignación; fue la marquesa de Leiva, quien mudando el color y con absortos ojos miró sucesivamente a su prima, a su sobrino y al ayo.
—Pero ¿qué está diciendo el niño? —preguntó este mirando a la condesa—. ¿Quién dice que es su maestro y su amigo?
—Cualquiera menos Vd. —contestó insolentemente el heredero—. ¡Vaya un maestro, que no sabe enseñar sino mentecatadas y simplezas!
—¡Jesús! Diego, repara que estás… —dijo doña María conteniendo con grandes esfuerzos los gestos amenazadores, natural expresión de su ira.
D. Paco se llevó el pañuelo a los ojos para enjugar una lágrima. Inés atendía a todo discretamente y sin hablar. ¡Ah! Mientras allí la juzgaban indiferente al peligroso diálogo, ¡qué admirables observaciones, qué exactos juicios haría en aquellos momentos ante semejante escena! Su talento y alto criterio dominarían sobre las pasiones, los errores y las querellas de la histórica familia como el sol inmutable sobre la volteadora tierra.
Asunción y Presentación, que aguardaban coyuntura para dar expansión al comprimido gozo de sus almas, hubieran querido reír como su hermano, pero la seriedad de su madre las tenía mudas de terror.
—Esta predisposición de Vd. —dijo el marqués—, a visitar las cortes europeas me indica que se siente el niño con inclinaciones a la diplomacia. Hija mía —añadió dirigiéndose a Inés—, cada vez descubro más eminentes cualidades en el que te destinamos por esposo, y veo justificado el amor que desde hace tiempo en silencio le profesas, y que, en tu castidad y delicadeza, procuras disimular hasta el último instante.
—¡Ah!, se me olvidaba decir —exclamó D. Diego riendo a carcajadas—, que los franceses me han enseñado a decir algunas palabras en su lengua.
Y levantándose al punto, hizo profundas reverencias ante Inés, diciéndole:
—Ponchú, madama. ¿Como la porta bú?
Asunción y Presentación después de mirarse una a otra creyeron que había llegado el momento de reír, y rieron dando desahogo a sus oprimidos corazones; pero como doña María no desplegó sus labios, las dos muchachitas tuvieron que ponerse serias otra vez.
—¡Oh!
¡Tres bien!
—dijo el diplomático—. Señor D. Francisco, su alumno de Vd. demuestra las luces y copiosa doctrina del eruditísimo maestro.
Hizo D. Paco una graciosa reverencia, y su rostro compungido y lloroso se esclareció con una sonrisa.
Doña María callaba; pero en su pecho rugía iracunda y atormentadora la tempestad. Ella y su prima la de Leiva se miraban de vez en cuando, transmitiéndose una a otra el fuego de sus coléricos sentimientos.
—Otras muchas palabras sé —continuó el rapaz—; como
Crenom de Dieu, Sacrebleu
, exclamaciones que se dicen cuando uno está rabioso, en vez de
¡Caracoles! ¡Canastos!
Doña María se levantó de su asiento… y se volvió a sentar.
—¡Cómo me querían aquellos demonios de franceses! Uno de ellos sabía español y hablaba a ratos conmigo. Me dijo que los españoles eran muy valientes y muy honrados; pero que hacían mal en defender a Fernando VII, porque este príncipe es un farsantuelo que engañó a su padre y ahora está engañando a la Nación y al Emperador.
Doña María se llevó la mano a los ojos.
—Yo le aseguré que los españoles les echaríamos de España, y él me contestó que parecía probable, porque la guerra iba tomando mal aspecto; pero que esto sería un mal para nosotros, porque de venir otra vez Fernando VII, España seguiría con su mal Gobierno, y con las muchas cosas perversas, injustas y anticuadas que hay aquí.