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Authors: Lucía Etxebarría

Tags: #Novela

Beatriz y los cuerpos celestes (9 page)

BOOK: Beatriz y los cuerpos celestes
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Una mañana exacta a tantas otras mañanas en la que ella estaría recogiendo la casa, como tantas otras mañanas, y él exterminando gusanitos cósmicos, para variar, el timbre de la puerta empezó a sonar insistentemente.

—¿Pero quién coño llama de esa manera? —imagino que vociferó ella. Era lo que decía, invariablemente, cuando yo llamaba. Casi siete años de amistad no habían servido para acostumbrarle a mi manera de aporrear los timbres.

En un salto se plantaría sobre la moqueta, se pondría encima una de las camisetas y saldría disparada a abrir. Vivía en un estado permanente de alerta, y cualquier llamada inesperada la ponía fuera de sí.

Noté cómo descorría la mirilla y agité la mano a modo de saludo.

—No te preocupes, es Bea —escuché que le gritaba a Coco.

—¿Qué hace aquí a estas horas y organizando semejante escándalo? —le contestó él desde el sillón.

Ella abrió la puerta y entré yo, temblorosa y hecha un trapo. Me abracé a Mónica entre sollozos que acabaron desembocando en una serie entrecortada de hipidos convulsivos. Mónica me besó las sienes y se dedicó a acariciarme el pelo, con la indolencia cansina que revelaba que ya estaba acostumbrada a ese tipo de escenitas, hasta que los hipidos se fueron espaciando y al cabo de unos minutos yo apenas sí emitía un gemidito débil y casi inaudible. Entonces me rodeó el hombro con un brazo, y me llevó hacia el sillón; y, ya sentada, fue cuando yo fingí reparar por primera vez en la presencia de Coco en la casa.

—¿Y éste qué hace aquí? —pregunté con un hilillo de voz.

—«Éste» se llama Coco, te recuerdo —dijo él.

—Ya ves —intervino la otra—, una transacción como otra cualquiera. Yo le doy cobijo y él me da drogas.

—Mónica, hija, cada vez que vengo a esta casa me encuentro un tío apoltronado en el sillón, y cada vez se trata de un tío diferente —dije con toda mi mala leche.

A Coco no le quedó muy claro si aquello era o no una bromita privada. Mónica le hizo un gesto con la cabeza, señalando hacia el pasillo, para hacerle saber que prefería que nos dejara solas, y acto seguido Coco se levantó del sillón con desgana y abandonó el salón.

No hacía falta que le explicara nada. Mónica llevaba años presenciando mis ataques, desde aquella primera vez en que me encontró en el cuarto de baño del colegio, intentando cortarme las venas con una cuchilla de afeitar, sin emitir ningún sonido ni mover un solo músculo de la cara, pero con las lágrimas resbalando cuesta abajo por mis pómulos. Las gotas de sangre que caían habían formado una mancha roja que destacaba sobre los azulejos blancos. Yo no sabía entonces (y lo escribo como advertencia para aquellos que se estén planteando la idea del suicidio) que la única manera efectiva de cortarse las venas consiste en practicar un corte vertical y profundo en la muñeca; así que yo, como una idiota, me había hecho un haz de rasguños horizontales que me dejarían una cicatriz prácticamente invisible. Un espectáculo aparatoso, eso sí, pero inútil. Todas las demás niñas estaban en el patio dando clases de gimnasia, y lo normal hubiera sido salir corriendo a avisar a la profesora, llevarme al botiquín para evitar que la herida se infectase, preguntarme que a santo de qué se me había ocurrido una barbaridad semejante. Pero, en lugar de eso, se quedó allí plantada, de pie, en medio de aquel cuarto de baño enorme que olía a desinfectante, quizá hechizada por lo impresionante del espectáculo, o tal vez intimidada por lo que ella consideraba valentía. Debimos de permanecer así, inmóviles las dos, durante varios minutos, hasta que Mónica sugirió tímidamente que lo mejor que podíamos hacer era limpiar la sangre y marcharnos de allí.

—Es que no puedo soportarla más, te lo juro —estaba diciendo yo, sentada en el sofá Roche Bobois y con la cabeza reclinada sobre el hombro de Mónica. Ya había dejado de hipar y me sentía un poco más calmada—. Esa mujer va a acabar con mi salud mental. Desde que se acabaron las clases le molesta el mero hecho de tenerme por casa. Lleva tres días gritando a todas horas, quejándose por todo. Porque no me levanto pronto, porque no ayudo en casa, porque me voy a la piscina... Y esta mañana se ha puesto a berrear porque no le gustaba cómo había hecho la cama, que si había dejado arruguitas, que si nosequé, y de pronto se me ha subido la sangre a la cabeza y la he montado. He empezado a estampar cosas contra la pared, todo lo que he pillado en el salón. Ya sabes cómo soy: aguanto tres días o así, pero al tercero me ciego y entonces la monto, pero la monto de verdad. Me quiero morir, en serio. Ni aguanto esta vida, ni la aguanto a ella, ni me aguanto a mí misma.

Por supuesto que ella sabía cómo era yo. Todo el mundo en el colegio me consideraba un poco rarita. Muy mona, eso sí, opinaban las madres, pero no el tipo de chica que una preferiría para amiga íntima de su hija, no sé si me entiendes. Por lo visto anda de psicólogos y todo. Pero a Mónica le hacía gracia, precisamente, mi determinación heroica de luchar contra viento y marea a fuerza de cólera y arrebatos, esa sorprendente capacidad que tenía la dulce y tímida Bea de convertirse en la gorgona más temible cuando nadie lo esperaba, el caudal contenido de rabia que llevaba dentro de mí, capaz de provocar todo tipo de inundaciones cuando se desbordaba. Durante años la familia de Mónica, y la propia Mónica, habían actuado de árbitros para dirimir los inacabables conflictos en mi casa. Y es que la madre de Bea, todo hay que reconocerlo, decía la madre de Mónica, es para darle de comer aparte. No es de extrañar que con semejante madre la niña haya salido como ha salido. Bastante bien está. Cuando mi madre llamaba a Charo todos en casa de Mónica se ponían a temblar. Mi madre era capaz de tirarse horas, literalmente, horas, colgada del auricular, rebosante de autocompasión y aburrimiento. Lo que esa señora necesita de verdad, decía Charo, es algo que hacer. Si en vez de pasarse el día en casa mano sobre mano se ocupase en algo productivo, estoy segura de que sería el fin de todos sus problemas.

—No te preocupes —me dijo Mónica secándome las lágrimas—. Lo que tu madre necesita, de verdad, es un buen polvo. Me juego cualquier cosa a que no ha echado uno desde que te concibió.

—Desde luego, si es por mi padre, no creo. Y no veo a mi madre
capaz
de ir a hacérselo con otro.

—Así está de grillada. Anda, no le des más vueltas. Lo mejor que puedes hacer, de momento, es quedarte aquí. Mañana ya llamaremos a tu madre y veremos qué hacemos. Y ahora, por favor, anima esa cara de una puta vez. Yo voy a recoger un poco esta pocilga.

Se me ocurrió que debía levantarme del sillón y ayudar a Mónica a recoger la casa, pero me quedé allí, clavada sobre el sillón de Roche Bobois, sintiéndome cada segundo un poco más pequeña.

La Iguana debió de abrirse a principios de los ochenta y daba toda la impresión de que nadie había movido un cenicero de su sitio desde entonces. Pósters descoloridos, de cuando Iggy Pop, Bowie y los Stones todavía tenían un pasar, colgaban de las paredes. Los cojines de los taburetes estaban desgarrados en su mayoría, y se podía ver la espuma del relleno, negra de puro sucia. No podía decirse que La Iguana fuese el bar más
cool
del barrio, pero contaba con su grupo de parroquianos asiduos. Era el típico bar en el que la peña quedaba para reunirse a principio de la noche, y tomarse unas cuantas birritas con tranquilidad, sin el agobio de gente y la saturación de decibelios que habría, de cajón, en los bares que estaban más de moda; y para, de paso, pillar el par de gramitos necesario para enfrentarse a la marcha que vendría después. Normalmente sobre las dos apenas quedaban cuatro gatos en La Iguana, justo a la hora en que los otros bares se llenaban de gente y la entrada empezaba a ponerse difícil.

Aquella noche, a las dos y media, quedaban exactamente cuatro gatos: Mónica, Coco, Pepe (el camarero) y yo. Entre los cuatro no sumábamos cien años.

—Joder, esto está más muerto que una iglesia. Si queréis os invito a la última y luego chapo

—propuso Pepe con toda la naturalidad con la que un camarero se dirige a sus habituales.

—Vale, nos pones tres cervezas —dijo Coco—. ¿A vosotras os parece bien?

—Nos parece bien —respondió Mónica con la boca llena de Conguitos de chocolate, e inmediatamente volvió a la conversación que mantenía conmigo—. Es muy importante —me estaba explicando— que los vecinos no se den cuenta de que estás en casa, porque a mi vieja, si se entera de que voy por ahí asilando a la peña, le da un soponcio. Ya sabes lo pija que es, y ya sabes lo cotillas que son los vecinos. O sea, que mientras estés en casa, las cortinas echadas a todas horas. Y no entras ni sales hasta después de las nueve, que es cuando se marcha el portero. Además, a esas horas, los vecinos están en casa cenando y viendo el telediario y no controlan quién entra y quién sale.

—¿Y tú llevas bien esa vida de murciélago? —le pregunté a Coco con mi voz más dulce. Me sentía mucho más relajada que por la mañana. Alguien que no me conociera habría sido incapaz de imaginar que esa jovencita de aspecto cándido había estampado contra la pared la porcelana de su madre apenas quince horas antes.

—Hombre, salgo cuando es imprescindible —respondió Coco—. Pero la verdad es que no me entero mucho, porque salimos casi todas las noches. Así que me paso la mayor parte del día durmiendo y para cuando he saltado de la cama, he comido algo y me he puesto las pilas, ya son las nueve...

Su novia (por llamarla de alguna manera) le interrumpió: —Últimamente, por unas cosas y otras, estamos llegando a casa a las seis o siete de la mañana. Mira, yo llego, me pego una ducha y salgo disparada para la academia. Luego paso por el súper y compro algo de comer. Y según llego a casa, como y me pongo a dormir inmediatamente hasta la noche. Ya me he cambiado el horario, así que lo llevo muy bien. Lo único es que no me da el sol. Nos estamos quedando transparentes de puro blancos. Qué más da... De todas formas, estar moreno es una horterada.

—A mí, lo que me parece genial es que te dejen la casa. Mi madre se muere antes que dejarme sola en la mía. No se fía nada de mí. Si se va ella, me voy yo. Y si me quedo yo, ella se queda...

Q.E.D. —Suspiré al acabar la frase y un rizo rebelde salió disparado hasta la punta de la nariz.

—¿Qué has dicho? —preguntó Coco.

—Q.E.D.
Quod Erat Demonstrandum
, Una broma privada nuestra —le explicó Mónica —Vosotras tenéis demasiadas bromitas privadas.

—Y en cuanto a ti, guapa —prosiguió Mónica, ignorándole—, que sepas que no me
dejan
quedarme en casa: me
castigan
a quedarme en casa, que es diferente. Ellos se creen que sufro mucho porque no puedo ir a Mallorca a ligar con pijos y pasear en yate... Hija, tú no sabes lo di-fí-cil que resulta a veces suspender cuando se es tan inteligente como yo. —Supongo que esto era una ironía, pero el caso es que ella no varió un ápice el tono de su voz cuando lo dijo—. Yo creo que se dan cuenta. El otro día me llama el de filosofía a su despacho, se sienta y me dice —Mónica adoptaba aquí un tono nasal—: «Señorita: este examen es una catástrofe, sinceramente creo que usted es capaz de dar mucho más de sí misma». Por supuesto que soy capaz de dar más de mí misma, no te jode. Pero si lo doy ya sé lo que me espera: mucho barquito, mucho club náutico, a las dos en casa, y mucho Álvaro y mucho Borja dándome la vara. Un espanto, vamos.

Un rezagado entraba en ese mismo momento por la puerta del bar. Estaba en los huesos y llevaba puestas unas gafas de sol, cuya función primordial no era, estaba claro, protegerle de la cegadora claridad de las dos de la mañana. Sólo le faltaba llevar colgado un cartel que dijera «yonqui». Se lanzó derechito a por Coco y le cuchicheó algo al oído. Coco y el esqueleto andante desaparecieron en los lavabos.

—¿Y Coco se va a quedar en casa?

—Qué remedio.

—Bueno, Coco no está mal. Un poco macarra. En tu línea. —Y yo fruncía una boquita de piñón intentando aparentar indiferencia. Lo único que aparentaba eran cinco años menos.

—Que no oiga él eso, que se tiene por lo más elegante del mundo —rió Mónica—. Mira, ya sé que no te mola, pero así tengo asegurado el material gratis y la entrada a según qué sitios que ni siquiera conocería de no ser por él.

—¿Pero a ti te gusta?

—Sí... no... como todos. No sé, a veces creo que a mí me molan este tipo de tíos sólo porque sé positivamente que a la Charo le daría un infarto si me ve con uno.

—No te quejes de tu madre, que por lo menos tiene la cabeza en su sitio.

—A veces pienso que preferiría una madre como la tuya. —Mónica examinaba sus piernas con aire crítico, intentando decidir si les convenía o no una nueva depilación—. Entiéndeme, no te la envidio, y comprendo perfectamente que no veas la hora de librarte de ella. Pero por lo menos todo el mundo entiende que no la aguantes. Ni tu propio padre la traga.

—Menudo consuelo.

—No sé si es un consuelo o no, pero es muy duro cargar con una madre a la que todo el mundo encuentra maravillosa, excepto su propia hija. Me revuelve el estómago lo pija que es. Más cursi que un repollo con lazos. —Suspiró y levantó los ojos al cielo, como para expresar la resignación con la que llevaba todo el asunto—. Que si «Mónica, arréglate-e que vass hecha una fa-cha-a», que si «Gonzalo, no pensaráss en ssalir a la calle con esa camissa, ¿verda-ad?».

—Pero eso lo hacen todas las madres. Viene hasta en el diccionario: madre, del latín
mater
, femenino. Persona a la que nunca le gusta lo que te pones para salir.

—Exacto. —Pegó un trago a su cerveza.

La barra, opaca y pringosa, encuadrada por un ejército de botellas alineadas, ofrecía una doble figura, debido al espejo que tenía detrás. Y frente a mí, en la barra gemela, bebía una Mónica gemela, una morena imponente menos nítida que la que tenía a mi lado, difuminados sus contornos por el humo y por las luces indirectas, corno una imagen vista debajo del agua.

—Por ahí llega tu flamante nueva adquisición, acompañado por Kate Moss versión tío —dije, señalando a Coco y el yonqui que salían del cuarto de baño. Desde lejos tenían un aire parecido, porque Coco estaba delgadísimo. No era muy alto, poco más que Mónica, y entre su escasa apostura física y su constante nerviosismo recordaba a un reptil escurridizo, a una anguila.

El yonqui saludó a Pepe con un movimiento de cabeza y enfiló disparado hacia la puerta. Seguro que iba a ponerse al portal más cercano. Ninguno se atrevía a ponerse dentro de La Iguana porque sabían que, de hacerlo, Pepe no les volvía a dejar entrar, y no se jugaban el derecho de admisión en uno de sus puntos de venta más céntricos.

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