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Authors: Lucía Etxebarría

Tags: #Novela

Beatriz y los cuerpos celestes (7 page)

BOOK: Beatriz y los cuerpos celestes
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Escribo sobre un teclado, un ordenador portátil de segunda mano que compré en Edimburgo poco antes de regresar. Las veintitantas letras del abecedario se abrazan las unas a las otras para formar palabras; se ofrecen, cariñosas, el calor que a mí me falta. Todo lo que soy, lo que sólida o precariamente me define y me sostiene, regresa en el momento en el que escribo. Sólo sé ser sincera delante de un teclado. Echo tanto de menos la vida que tenía como en Edimburgo añoraba Madrid. Puede que sea mentira. Puede que sea memoria, religión o arte. Cuando cierro los ojos por la noche imagino los verdiazules ojos de Cat, capaces de inventar a cada instante una realidad. Una realidad bicolor como ellos, un espacio y un tiempo más dignos de mí. Esas pupilas traspasadas por la luz de los días y que irradiaban otra luz desde dentro. La realidad que escribo se remite a otro tiempo, otro paisaje, otros días; se aleja de este verano pegajoso y me conduce a través de horas en las que nos besábamos, recorriendo laberintos cercados por sus curvas, resonantes de ecos de su voz. Recorro sus pasillos y doblo sus esquinas, y llego al centro mismo escondido de su ausencia. Desciendo a las regiones más hondas y más negras, donde más infinito se haga mi haberme ido y más profundo sienta su haberse quedado. El suelo exhala un aroma dulzón.

Al otro lado del mar, en tierras verdes y húmedas, frescas de rocío y esmegma, Cat sigue esperándome, y en alguna parte de esta península bañada por el sol Mónica sigue viva, completamente olvidada, supongo, de los besos que me regaló hace tantos años. La inscripción de doctorado, en el caso de que decida volver a Edimburgo, puede esperar hasta septiembre, tengo tiempo para decidirme. Decidirme a quedarme y dejar atrás a Cat. Y Cat sería una etapa quemada, un rodaje, una preparación necesaria para una vida más plena que aún está por venir. Edimburgo no habría sido sino un refugio temporal, ajeno a mi verdadera naturaleza.

Durante estos cuatro años no he mantenido contacto alguno con Mónica. Y no porque yo no lo intentara. Fue ella la que se mantuvo apartada, quién sabe por qué. Pero lo cierto es que durante todo este tiempo ella no ha dejado de habitar mi recuerdo, ha estado alojada en mi cabeza como la obsesión que siempre fue. Y siempre pensé que al volver la buscaría, que intentaría como fuera volver a verla.

Al principio de llegar a Edimburgo la imagen de Mónica me perseguía, implacable, allá donde yo fuera. Todas las chicas de la calle se parecían, por milagro, a ella, y los rasgos de Mónica se superponían a aquellos rasgos desconocidos, convirtiendo en Mónica a cualquiera, a la cajera del supermercado, a la dependienta de Boots, a aquella chica morena que se sentó a mi lado en la biblioteca. No pretendía comprender todas las implicaciones de tal portentosa ubicuidad del objeto de mi amor. Sabía perfectamente que aquél era uno de los síntomas más claros del síndrome de la nostalgia. Pero no quería tenerla a mi lado a cada momento si había llegado allí exclusivamente para olvidarla, así que hacía ímprobos (e inútiles) esfuerzos por desterrar su imagen de mi imaginación.

Lo curioso es que fueron transcurriendo los días, las semanas y los meses y ella dejó de aparecerse a destiempo como una virgen milagrosa, y entonces fue cuando comencé a echarla de menos y a concentrarme en hacerla volver. Si veía a otra chica que me la recordaba, no intentaba ponerme a pensar rápidamente en cualquier otra cosa, sino que me esforzaba conscientemente por intensificar el parecido en mi imaginación. Evocaba sus rasgos con una mezcla agridulce de nostalgia y despecho y no podía evitar conmoverme cuando, por fin, conseguía tener ante mis ojos el perfil exacto de su rostro.

Pero cada vez se me hacía más y más difícil recordarla. Al fin y al cabo, había pasado dos años sin verla y sin tener noticias suyas. El espacio de mi cerebro había sido ocupado por otras preocupaciones más urgentes que acabaron por arrinconar la imagen de Mónica, perdida en un embrollado marasmo de recuerdos inútiles amontonados sin orden ni concierto en el fondo de mi cabeza.

A veces, cuando Caitlin se marchaba a trabajar, sola en casa de Cat, me concentraba en concederle a Mónica un espacio propio en el territorio de mi memoria. Me tumbaba en la cama, cerraba los ojos e intentaba vaciar mi mente, dejarla ajena a todo lo que no fuera su recuerdo. Pensaba en reunirme con ella de la única manera que sabía, en hacer el amor con ella de la única forma que podía. En la imaginación. Y trataba de recomponer su imagen. Intentaba primero definir los elementos (los ojos negros, los rizos rebeldes y atezados, la sonrisa que haría parpadear a una esfinge), para reagruparlos luego. Pero algo fallaba. La figura que surgía no era exactamente la suya. Lo que componía no era sino un esquerzo borroso de alguien que no era Mónica, que ni siquiera se le parecía. Me esforzaba todo lo que podía, pero acababa dándome por vencida al cabo de un rato. Aunque recordaba en abstracto sus rasgos esenciales, y podía describirlos con palabras, no podía verlos, no conseguía dibujarlos en mi cabeza. No encontraba dentro de mí el retrato perfecto que aparecía, que aún aparece de vez en cuando en mis sueños, el mismo retrato que me había perseguido cuando llegué a Edimburgo, el que yo evocaba con tanta facilidad hacía no tanto...

Y sin embargo, cualquier día, inesperadamente, o peor aún, cuando estaba pensando en algo que nada tenía que ver con ella, una sombra en la pared, una vaharada de perfume proveniente de alguna universitaria rubia y alicaída que se sentó a mi lado en el autobús, los acordes de algún disco que escuchamos juntas, la conjuraban; y Mónica se presentaba ante mis ojos, repentina y brutal como un disparo, perfecta, inmensamente Mónica, cuando no la había llamado. Su imagen se manifestaba frente a mí, tan visible como un holograma.

Perdí el poder sobre cómo y cuándo conjurarla.

Me hice entonces consciente del siniestro deslizarse de las horas, y de la fragilidad del deseo, ese endeble barquito amenazado de naufragio entre las olas del tiempo.

Lo primordial, me digo, es encontrar a Mónica. Marco su teléfono, el de su antigua casa y me responde un contestador automático. Pero no es su voz la que me habla, ni la de su madre, ni la de su padrastro. Sospecho que se han mudado de casa, porque Charo siempre hablaba de trasladarse al campo. Intento el teléfono de Javier y no obtengo respuesta. Tampoco me extraña. Hace cuatro años vivía en un apartamento alquilado y me sorprendería que lo hubiese conservado tanto tiempo. Hace cuatro años que no sé nada de Mónica, ni siquiera estoy segura de si se casó con él. Quizá haya estudiado una carrera. ¿Matemáticas, Físicas, Astronomía?

Llamo entonces a la redacción de la revista que Charo dirigía, donde me informan que Charo Bonet ya no trabaja allí. Comienzo a desesperarme. Y entonces se me ocurre que, por necesidad, Charo estará trabajando en otra revista de moda. Ése es su oficio, su especialidad, lleva más de veinte años viajando a París dos veces al año. Sabe diferenciar a primera vista un modelo de Montana de uno de Prada y predecir con exactitud qué tipo de pantalones se llevarán dentro de dos años. Es una especialista en cortes y formas, y tonalidades y materiales, y tejidos y texturas. No sabría escribir sobre otra cosa. Sí, estará trabajando en una revista femenina. ¿Pero cuál?

que bajo al quiosco y me hago con el
Elle
, el
Vogue
, el
Marie Claire
, el
Dunia
, el
Telva
y el
Cosmopolitan
. No soy capaz de esperar hasta llegar a casa y rápidamente corro a sentarme en un banco para examinar uno por uno cada panfleto de papel satinado a fin de averiguar los nombres del personal de cada equipo de redacción. Y por fin la encuentro, Charo Bonet, subdirectora. El número de la redacción viene impreso poco después.

No, no la llamo inmediatamente. Antes de llamar a Charo tengo que hacer acopio de fuerzas, como un nadador cansado que preparara su regreso a la playa, sabedor de que por un descuido podría resultar arrastrado por la corriente. Yo no quiero que Charo me arrastre, que se me lleve por delante con su tonillo de superioridad, que finja no recordarme, que no se digne a ponerse al teléfono, que corte la comunicación con una de sus frases secas, que me haga recordar que nunca le he gustado, que jamás alcanzó a comprender por qué su hija había elegido por amiga a una chica tan apagada y con tan poco gusto, y cómo no intentó esconder el hecho de que me consideraba una pésima influencia; así que durante más de una hora ensayo mentalmente el tono suficiente con el que me dirigiré a ella, la seguridad que impostaré en todas mis frases, la tranquilidad con la que me enfrentaré a su voz.

Y finalmente, cruzo el pasillo y marco el número. Charo Bonet está reunida, no puede ponerse, me dicen. No importa, replico, volveré a llamar. Y eso hago a lo largo de todo el día: repetir la llamada cada media hora exacta con meticulosa precisión, respetando, eso sí, el intervalo en el que calculo que Charo abandonará la redacción para comer. Cada una de las veces insisto en que la chica que coge el teléfono apunte mi nombre. Y finalmente, a las ocho y media de la noche, cuando casi había abandonado toda esperanza, me pasan con la mismísima Charo Bonet.

—¡Bea...! No me lo puedo creer, qué sorpresa... —modula perfectamente el tono de su voz, sin permitirse estridencias, y suena exactamente igual a cualquier presentadora de cualquier informativo en la televisión—. Hacía años que no oíamos de ti.

Ojo al plural mayestático.

—Cuatro años, exactamente. Es que he estado cuatro años fuera, estudiando en Inglaterra.

—¿De verdad? ¿Tanto tiempo? Si anteayer, como quien dice, te pasabas el día en nuestra casa... Y qué interesante suena eso de Inglaterra. Por cierto, ¿qué es lo que has estudiado?

—Me he graduado en literatura inglesa contemporánea.

—Ideal. Esas cosas siempre es mejor estudiarlas en el extranjero, dónde va a parar... Supongo que a estas alturas hablarás perfectamente inglés.

—Me las apaño.

Si ha captado la ironía, finge muy bien no haberlo hecho. El tono de su voz no ha variado un ápice.

—¿Y tu madre? ¿Qué es de ella?

Mi madre, esa señora a la que usted no aguantaba y a la que ridiculizaba a la menor ocasión.

—Está muy bien, gracias. Los dos están bien.

—Fantástico. Cuánto me alegro. —Dudo de que se alegre lo más mínimo—. Y dime, Bea. ¿Llamas por algún motivo en particular?

Al grano, quiere decir. Es evidente que ya se ha cansado de la incómoda corrección del protocolo.

—Sí. En fin... Llamo para saber algo de Mónica. Me haría ilusión localizarla. Perdimos el contacto con la distancia, ya sabes, y, ahora que he vuelto, me gustaría saber cómo está.

Una pausa helada al otro lado, que se mantiene durante unos segundos que caen como bombas sobre el silencio de la línea.

—¿Charo? —pregunto al aire.

—Sí, sí... sigo aquí. Perdona... Y dime, Bea... ¿hace cuánto que no sabes de Mónica?

—Mucho, casi desde que me fui. O sea, cuatro años. La escribí alguna vez, pero no me respondió.

—Ya... Comprendo.

Percibo un trasfondo de angustia en su voz. Me temo lo peor. Algo grave le ha pasado a Mónica, me digo.

—Charo... Dime la verdad: ¿Ha pasado algo? ¿Está bien Mónica?

—Escúchame, Bea. ¿Te apetecería pasarte a verme mañana? La verdad es que estoy liadísima, tengo un follón enorme de trabajo, pero te puedo hacer un hueco. ¿Podrías pasarte por aquí a tomar un café? Digamos, a las diez... si te viene bien, claro.

—¿A las diez? Sí. Sí, por supuesto. Pero no me has contestado. ¿Está bien Mónica?

Un largo suspiro al otro lado de la línea.

—¿Bien? Te diré... Pues sí, supongo que está bien. Aunque depende de lo que entiendas por bien.

La voz se le ha quebrado en la última frase.

—¿Qué quieres decir? ¿Le ha pasado algo?

—Mira, lo mejor es que te pases a verme y ya hablamos, ¿vale? Mañana a las diez.

Me persono en la revista a las diez menos cinco. La recepcionista me ruega que espere y entretengo los minutos hojeando algunos ejemplares atrasados de la revista que coordina Charo; así me entero, embotándome la cabeza de intrascendencias de papel couché, de que esta temporada seguirán en la brecha los cortes y las formas asimétricas y el blanco se convertirá en uno de los colores líderes, como contrapunto del negro, el gris y el marrón. Al cabo de un rato se presenta ante mí una jovencita de cabello cortado a lo paje y andares sinuosos, sospechosamente parecida a las chicas que me miran desde las fotos, y me pregunta si he venido a visitar a Charo Bonet. Advierto que la chica me examina de arriba abajo con ojos escrutadores y no consigo decidir si es que le he gustado, si la he sorprendido o si me desaprueba, y eso que, intentando ganarme la confianza de Charo, me he vestido para la ocasión con un conjunto gris básico y sereno que reservo para ocasiones muy especiales, e incluso me he maquillado los ojos para suavizar el efecto estridente de mi pelo rapado al uno, aunque me da la impresión que mis cortísimos cabellos no serán interpretados en este ambiente como una provocación, sino más bien como un detalle modernísimo y ultra-chic. Cuando asiento, la chica me ruega cortésmente que la siga y me conduce hasta el despacho de Charo, en el que hago una entrada más deslucida de lo que habría deseado, con pasos cortos y tímidos.

Charo emerge de detrás de su mesa para ir a cerrar la puerta y yo me siento en una silla giratoria. Ella viste un traje sastre color chocolate de corte muy masculino cuya austeridad endulza una corbata rosa pálido anudada, para mayor informalidad, sobre un cuello abierto. Avanza hasta colocarse frente a mí, se sienta en su sillón giratorio, tapizado de azul, y me pregunta si quiero tomar algo, un café quizás. Asiento. Nos separa una mesa atiborrada de papeles. Charo descuelga el teléfono y pide que nos traigan dos cafés.

No ha cambiado mucho. Sigue llevando el pelo corto, pero ahora se peina de otra manera. Ha adoptado un
look
artísticamente desordenado, estilo golfillo, como si le hubieran cortado los cabellos con tijeras de pescado, que creo que ha puesto de moda una actriz norteamericana.

Charo no se distrae en divagaciones de cortesía y va directamente al grano.

—Bea, corazón, me vas a perdonar la impertinencia, y me vas a decir que me meto en tu vida... Pero dime: ¿Es cierto que no has visto a Mónica en cuatro años?

—Pues... Creo que ya te lo dije por teléfono. No, no la he visto, porque he estado todo este tiempo fuera de España.

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