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Authors: Lucía Etxebarría

Tags: #Novela

Beatriz y los cuerpos celestes (8 page)

BOOK: Beatriz y los cuerpos celestes
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Agarra una cajetilla de cigarrillos desnicotinizados y me la tiende. Rehúso con la cabeza. Ella enciende un cigarrillo con un Dupont de oro y manos ligeramente temblorosas. Por supuesto, está impecablemente maquillada y su rostro mantiene un aire intemporal de replicante transgénico. No exhibe una sola arruga, pero en su piel tirante tampoco queda rastro de la tersura o la lozanía de esa juventud que le gustaría aparentar.

—Es que... Qué curioso, fíjate... ¿no resulta raro que no hayas vuelto a Madrid ni una sola vez en cuatro años, por vacaciones, o por Navidad, o a ver a tus padres...?

—Bueno... Mis padres han viajado a Londres alguna vez y les he visto allí, además de que no nos llevábamos muy bien, como sabes. Sí, supongo que resulta raro, ahora que lo dices, pero el caso es que estando allí no me planteé nunca volver. La universidad allí es muy dura, ya sabes... Exige mucha dedicación —miento— y, bueno, supongo que me he recluido mucho.

Pero me atrevería a afirmar que, si este rostro reconstruido es capaz de transmitir emociones todavía, puedo advertir un ligero aire melancólico, casi imperceptible, que no tenía hace cuatro años, y una preocupación delatada por unas minúsculas arruguitas que se le disparan en las comisuras de los labios cuando habla, y que la cirugía no ha conseguido eliminar.

—O sea... Eso quiere decir, si yo no me equivoco —dice ella—, que no has sabido nada, lo que se dice nada de nada de Mónica en todo este tiempo.

—No —confirmo, exasperada.

—¿Y a qué viene —si se puede preguntar, claro— este interés por encontrarla ahora?

—Pues no creo que sea tan extraño, Charo. Fuimos amigas desde el colegio, tú lo sabes. Lo que sí resulta un poco raro es todo el misterio que estás organizando en torno a Mónica.

Charo tamborilea nerviosamente con los dedos sobre la mesa. Las uñas están impecablemente limadas y esmaltadas de un color coral, a juego con los labios.

—Sí, mujer, comprendo que te resulte extraño. Pero tienes que entender que soy la madre de Mónica y que me preocupo por ella. Está atravesando momentos muy difíciles, ¿sabes?, y debemos ser ex-tre-ma-da-men-te cuidadosos a la hora de vigilar las compañías con las que se relaciona.

Me ha venido a decir, en dos palabras, que no me considera compañía recomendable. La ansiedad me lleva a pasar por alto la insolencia. Me muerdo la lengua y procuro no replicar en el mismo tono para no dar pie a una batalla verbal.

—¿Qué le ha pasado? —pregunto, aunque lo imagino perfectamente, y sé con qué tiene que ver.

Charo apoya los codos sobre la mesa y reclina la cabeza entre las manos como una estatua orante; luego se frota las sienes en un gesto de infinito cansancio.

—No sé ni por dónde empezar, Bea... Tú no sabes el calvario que me ha tocado aguantar estos dos años. Lo lees constantemente en los periódicos, pero nunca se te ocurre que te pueda pasar a ti...

Su tono de voz se ha hecho mucho más pausado, y habla con una voz terrosa que se desliza entre susurros, como si le costase un esfuerzo épico articular cada palabra. Poco a poco va devanando un discurso de monótona musicalidad, y las palabras van cayendo como fardos sobre su mesa. Todo el discurso es perfectamente predecible.

—Todo iba tan bien... Estaba estudiando físicas, ya te acuerdas de aquello que solía decir de que quería ser astrónoma... y parecía tomarse bastante en serio la carrera... y además salía con un chico monísimo y encantador...

—Javier —adivino.

—Ese mismo, Javier —confirma—. Un encanto de niño. Hacían una pareja ideal y supongo que había un montón de señales que no supe identificar, no sé... que adelgazó muchísimo de repente, que siempre parecía ir corta de dinero, a pesar de que yo le pasaba bastante y de que yendo con Javier no podía tener muchos gastos... Y luego empezaron a faltar cosas en casa, pequeños objetos de valor, ceniceros de plata, joyas, qué sé yo... fruslerías. Y de repente, de la noche a la mañana, la cosa se precipitó. Una madrugada, me despierta el teléfono y me pega un susto de muerte. Pensé que se trataría de uno de esos chalados que llaman para que escuches cómo se masturban, porque desde que salgo en televisión, hija, tengo dos o tres perturbados pesadísimos a los que les ha dado por enviarme cartas obscenas a la redacción...

—Vaya, lo siento... No sabía lo de la tele...

—Pero no, no se trataba de eso, sino de algo muchísimo peor. Me llamaban para decirme que la niña estaba ingresada en el Primero de Octubre. Una sobredosis. Y me entero, así, de golpe, de que es heroinómana. Y luego, los dos últimos años, todo lo que puedas imaginar: roba, miente, desaparece meses enteros... En casa ha organizado numeritos de todo tipo. Un horror, hija, qué te voy a contar... Una vez, en una crisis histérica, amenazó con un cuchillo a Manuel...

Vuelve a dar una calada nerviosa a su cigarrillo. El humo enturbia el aire tenue. Debía haber imaginado desde ayer lo que Charo iba a contarme, y reparo en que los cafés ya se habrán enfriado sin que los hayamos probado siquiera. Cómo fui tan idiota... Creer que lo inevitable no acabaría por suceder. Por muy Mónica que fuera no contaba con un Ángel de la Guarda especialmente encomendado para su custodia.

—Fatal... Imagínate la situación, y para colmo con dos niños pequeños en casa... Ahora está ingresada en una clínica de desintoxicación. Puede recibir visitas, y, entre tú y yo, creo que le vendría bien. Los doctores insisten mucho en que debe cortar con su antiguo ambiente. Qué quieres que te diga, Bea, al principio albergaba ciertos recelos cuando llamaste, si te digo la verdad. Pero está claro que tú has permanecido al margen de todo este asunto. No sé... quizá a Mónica le convenga verte. Sé que se siente muy sola. Pero, tú ya me entiendes, necesitaba hablar contigo antes de decidirme a contarte todo esto para comprobar...

—Que, efectivamente, yo estoy al margen del asunto —remato—. Que no estoy enganchada como ella. No, no lo estoy.

—Eso mismo. No creas, ya podía suponer que no tenías nada que ver con el tema porque sé que no os habéis visto en todo este tiempo. Tú dejaste de llamar, ella ni te mencionaba, ya sabes... Si te soy sincera, me sorprendió mucho saber de ti, así, tan de pronto.

—Lo entiendo. Si me dices dónde está ingresada, quizá pueda ir a verla.

—Sí, claro, mujer. —Garrapatea sobre un papel una dirección, luego lo dobla cuidadosamente y me lo pasa—. Debes llamarles antes. Hay que concertar las visitas.

—Gracias.

—Ahora, me vas a perdonar, no me queda más remedio que pedirte que te marches. Hoy tenemos muchas cosas que hacer. Me encanta haberte visto, de verdad.

Nos levantamos a la vez. Ella me tiende la mano que yo estrecho en un gesto típicamente sajón. A ninguna de las dos nos gustan las muestras de afecto y no seríamos tan hipócritas como para besarnos.

—Por cierto, que no te he dicho lo guapa que estás. Te queda ideal el pelo corto. Y oye, cielo, por favor, que si vas a verla, que me llames. Me tendrás informada... ¿verdad que sí?

Tiene la consideración de dedicarme —por primera vez en nuestra entrevista— una de sus inmensas sonrisas equinas, blanqueada por obra y gracia del láser.

—Descuida. Lo haré. Muchas gracias, Charo.

Ese papel que acababa de pasarme es el documento que certifica una tregua. Durante muchos años no nos soportábamos la una a la otra. Para ella yo era la amiga medio loca de su no menos loca hija. Para mí, ella era la insoportable madre de mi mejor amiga. Pero ahora yo he crecido y advierto que ella ya no puede tratarme como a una niña; y, en cuanto a mí, es la primera vez que he intuido un fondo humano bajo su máscara de silicona y maquillaje caro. No he visto a Mónica desde hace cuatro años. Desde aquella semana que lo desencadenó todo. En el recuerdo, cada minuto de esos diez días permanece grabado al fuego. Diez días que revivo con la intensidad de las pesadillas.

3. EN EL LUGAR DEL MIEDO

Allí donde comienza el deseo, en el lugar del miedo, donde nada tiene nombre y nada es, sino parece.

CRISTINA PERI ROSSI.
Desastres íntimos

Cualquiera que la hubiese visto entrar en el portal aquella mañana, con su trajecito rosa chicle y las gafas de montura de concha, apretando contra el pecho, con un brazo, su carpeta forrada de fotos de bebés, la bolsa de la compra colgada del otro, habría pensado: ahí va una buena chica. Habría imaginado que era virgen, o quizá que había hecho el amor alguna vez, con su novio, novio formal, eso sí, con ese novio con el que debía de llevar más de un año saliendo y que le habría regalado un anillo y le habría enviado una tarjeta por San Valentín. Habría juzgado verosímil la hipótesis de que una tarde en que sus padres se fueron al chalet de la sierra ella perdió su virginidad en su propio dormitorio, todo hecho con mucho amor y mucho mimo, sin perversiones ni posturas raras, acariciándose y besándose mucho, tanto antes como después.

Y eso pensarían los dos vecinos que la vieron entrar y que la saludaron como hacían todos los días, cuando ellos salían a pasear a la caniche y ella volvía de la academia. Todas las mañanas, a la misma hora, se intercambiaban los buenos días de rigor con la mejor de sus sonrisas. Las de ellos eran postizas, perfecta la de ella: sonrisa adolescente formada por una hilera simétrica de blanquísimos dientes que revelaban una cobertura médico-dental de seguro privado y una educación de colegio de pago, donde le habían enseñado a cepillarse los dientes tres veces al día, durante cinco minutos y después de cada comida. La vecina preguntaría por sus padres y hermanos. Hacía tiempo que no los veía: ¿Estaban en Madrid? Y ella explicaría, como venía explicando desde el principio del verano a todos los vecinos que preguntaban, que estaban en Mallorca, de vacaciones, pero que ella se había tenido que quedar en Madrid a preparar los exámenes de septiembre, porque había suspendido dos asignaturas y en Mallorca se pasaría el día en la playa o en el barco, seguro, y no estudiaría nada.

—Pobrecita... —la compadecería la vecina—, ¡qué mal lo debes de pasar aquí sola! ¡...y con este calor!

—A todo se acostumbra una —contestaría ella, sonriente como siempre.

Y cuando hubiera desaparecido dentro del ascensor la señora le diría en voz baja a su marido: —Qué chica tan maja, ¿verdad? Ya quedan pocas así.

Y desaparecería por la avenida colgada del brazo de su marido, con su caniche, su traje de chaqueta, sus cadenas de oro y sus varices.

Porque eso era exactamente lo que pensaban todos sus vecinos: que era una chica maja. Y guapa, además. Y no se lo tenía nada creído, no. Mónica Ruiz Bonet era una chica taaan responsable... Mónica Ruiz Bonet acompañaba por la mañana a sus hermanitos al colegio. Mónica, siempre sonriente, tan natural, tan agradable; Mónica Ruiz Bonet no se olvidaba nunca de saludar cuando se la encontraban en la escalera o en el portal. No como otros y otras, como la niña del cuarto, por ejemplo, que se limitaba a soltar un gruñido, y, a veces, ni eso.

A ninguno de sus vecinos les resultaba raro que las cortinas de su casa estuviesen permanentemente corridas; seguro que es por el calor, para mantener la casa fresquita. Aunque si se hubiese tratado de cualquier otra —de la niña del cuarto, por ejemplo, que ahora, gracias a Dios, estaba de vacaciones—, se hubiesen desatado todo tipo de especulaciones. Pero ninguno albergaba la menor duda de lo que había dentro de la casa. Un salón impoluto, monísimo puesto, porque ya sabes que la madre tiene muchísimo gusto, y la niña, te diré, a poco que haya salido a la madre, seguro que lo tiene hecho una patena. Estuvimos allí en la última reunión de vecinos, y claro está que no vimos toda la casa, que tampoco era cuestión de meternos en las habitaciones, pero la cocina, los baños y el salón, estaban ideales, lo que yo te diga. En fin, no tienes más que ver cómo va puesta la madre, y cómo lleva a los niños, que van como para comérselos, de monos que los viste...

Pero el salón no estaba, aquellos días, hecho ninguna patena. Había revistas y cómics desperdigados por todas partes:
El Víbora
, el
Rock de Lux
, el
Espiral
, el
Hustler
, el
Fantastic
, el
2.000 Maníacos
, el
Ruta 66
... todas las revistas que el Coco devoraba mientras ella no estaba en casa. Cajas de Telepizza, con restos adheridos de pasta reseca y de queso de plástico, sobre la mesa de Ricardo Chiara. Calzoncillos y bragas y unos vaqueros raídos tirados encima del kilim armenio. Varias camisetas colgando del brazo del sillón Roche Bobois. Latas de cerveza y de Coca-cola vacías, envoltorios de celofán con desperdicios de Foskitos, trozos de papel Albal que habían servido en su momento para hacerse chinos, bolsas de plástico del Sevenileven, todo tirado según hubiera caído.

—Joder, qué asco. Esto está hecho unos zorros —decía ella veinte veces al día—. Huele y todo.

—Pues abre las ventanas y ventílalo. Tú misma —le respondía el Coco desde el sillón—. Pero claro, con ese empeño que tienes de vivir como si esto fuera una mazmorra, no podemos ni abrir las ventanas.

Mientras Coco hablaba iba asesinando gusanitos siderales a ritmo de veinte o treinta por minuto. A Coco le bastaba con apretar un botón en el mando a distancia del CDI para que las naves alienígenas se desintegraran envueltas en una nube violeta, mientras una voz metálica repetía una y otra vez, sin excesivo entusiasmo,
Fire, Fire, Fire,
para hacerle saber la cantidad de gusanitos que se iba apuntando.

—Y tú —solía decir ella— a ver cuándo dejas de jugar con la puta maquinita, que pareces un crío de cinco años, todo el día rayao con los marcianitos.

—Mira tía, este cacharro es una pasada. Tus hermanos no saben la suerte que tienen, con tus viejos gastándose la pasta en juguetitos de éstos. —Coco hablaba sin dejar de mirar a la pantalla del televisor—. A mí, mi vieja, cuando era nano, no me compró ni un puto juego de agua. Además, que los marcianitos estos me relajan. Y como no he conseguido dormirme... no sé, tía, debe de ser por el pasón de coca que nos dimos ayer.

Y entonces a ella le daba uno de esos arranques de hiperactividad doméstica que le entraban de cuando en cuando, y que probablemente tenían que ver con las rayas de coca que se metía para poder ir despejada a la academia después de una noche de marcha, y se ponía a recoger frenética los envoltorios de Foskitos, los cartones de Telepizza, las latas vacías y los papeles de los chinos, y a meterlos en una bolsa del Sevenileven.

BOOK: Beatriz y los cuerpos celestes
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