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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

Blancanieves debe morir (9 page)

BOOK: Blancanieves debe morir
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Tobias llegó al cementerio y empujó con el hombro la pequeña puerta de madera, que se abrió con un chirrido atroz. Las ramas desnudas de los imponentes árboles que se alzaban entre las tumbas chasqueaban con el viento, que empezaba a ser huracanado. Recorrió despacio las hileras de tumbas. Los cementerios nunca le habían dado miedo. Para él tenían algo apacible. Tobias se acercó a la iglesia cuando el reloj del campanario anunciaba la medianoche con doce campanadas. Se detuvo, volvió la cabeza y contempló un instante la recia torre de cuarcita gris. ¿Y si aceptaba el ofrecimiento de Nadja y se iba a su casa hasta que fuera independiente? En Altenhain no lo querían, estaba claro. Pero tampoco podía dejar a su padre en la estacada. Había contraído una profunda deuda con sus padres, que jamás le habían dado la espalda a alguien condenado por asesinar a dos muchachas. Tobias rodeó la iglesia y entró en el pórtico. Se sobresaltó al percibir un movimiento a su derecha. A la débil luz de la farola distinguió a una chica de cabello oscuro sentada en el respaldo del banco de madera que había junto al portal, fumando un cigarrillo. El corazón se le aceleró, apenas creía lo que veía: delante tenía a Stefanie Schneeberger.

Amelie también se llevó un buen susto cuando de repente apareció un hombre bajo el alero de la iglesia. Tenía la cazadora reluciente debido a la lluvia, y el cabello oscuro, empapado, le caía por el rostro. Ella nunca lo había visto, pero supo en el acto de quién se trataba.

—Buenas noches —lo saludó, y se quitó los auriculares del iPod de las orejas. La voz de Adrian Hates, el cantante de su grupo preferido, Diary of Dreams, siguió saliendo por los cascos hasta que apagó el iPod.

Reinaba un silencio absoluto, solo se oía el murmullo de la lluvia. Por la carretera que había más abajo pasó un coche. La luz de los faros barrió durante una décima de segundo el rostro del hombre. No cabía duda, ¡era Tobias Sartorius! Amelie había visto bastantes fotos suyas en Internet como para reconocerlo. A decir verdad era mono. Bastante guapo, incluso. Nada que ver con los tipejos del pueblucho. Y desde luego no parecía un asesino.

—Hola —contestó él mientras la escrutaba con una expresión extraña—. ¿Qué haces aquí tan tarde?

—Escuchando música. Fumándome un cigarro. Llueve demasiado para irme a casa.

—Ah.

—Soy Amelie Fröhlich —dijo ella—. Y tú eres Tobias Sartorius, ¿no?

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

—He oído hablar mucho de ti.

—Supongo que es lo que toca, si se vive en Altenhain. —Su voz sonó cínica. Parecía estar decidiendo cómo catalogarla.

—Vivo aquí desde mayo —contó Amelie—. En realidad soy de Berlín, pero tuve tal pelotera con el nuevo novio de mi madre que ella me mandó aquí con mi padre y mi madrastra.

—¿Y te dejan andar por ahí sin más por la noche? —Tobias Sartorius se apoyó en la pared y la observó detenidamente—. ¿Ahora que un asesino ha vuelto al pueblo?

Ella sonrió.

—Creo que no se han enterado. Yo sí. Porque por la tarde trabajo ahí. —Señaló en dirección al restaurante, que estaba al otro lado del aparcamiento, junto a la iglesia—. Desde hace dos días no se habla de otra cosa.

—¿Dónde?

—En el Zum Schwarzen Ross.

—Ah, sí. Antes no estaba.

Amelie recordó que cuando se cometieron los asesinatos en Altenhain, el padre de Tobias Sartorius regentaba el único restaurante del lugar, el Zum Goldenen Hahn.

—¿Y qué haces tú aquí a estas horas?

Amelie se sacó el paquete de tabaco de la mochila y se lo ofreció. Él vaciló un instante y después cogió un cigarrillo y le dio fuego a Amelie con su propio encendedor.

—Estaba dando una vuelta. —Puso un pie en la pared—. He pasado diez años en el talego, allí no podía hacerlo.

Fumaron un rato en silencio. Al otro lado del aparcamiento, algunos parroquianos rezagados salían del Zum Schwarzen Ross. Oyeron voces y puertas de coches. Los ruidos de motores se alejaron.

—¿No tienes miedo de andar de noche a oscuras?

—No. —Amelie sacudió la cabeza—. Soy de Berlín. —A veces pasaba la noche con algunos colegas en casas medio derruidas y vacías, y se liaba con los vagabundos que las ocupaban. O con la pasma.

Tobias Sartorius expulsó el humo por la nariz.

—¿Dónde vives?

—En la casa de al lado de los Terlinden.

—¿Cómo?

—Ya, lo sé. Thies me lo contó. Ahí es donde vivía Blancanieves.

Tobias Sartorius se quedó helado.

—Eso es mentira —dijo al cabo de un rato, y su voz experimentó un cambio.

—No lo es —contestó ella.

—Sí. Thies no habla. Nunca.

—Conmigo, sí. De vez en cuando. Porque es mi amigo.

Tobias dio otra calada al cigarrillo. El resplandor rojizo iluminó su rostro, y Amelie vio que arqueaba las cejas.

—No es mi novio, si eso es lo que piensas —se apresuró a aclarar—. Thies es mi mejor amigo. El único que tengo.

Domingo, 9 de noviembre

La celebración del septuagésimo cumpleaños de la condesa Leonora von Bodenstein no se festejó en el distinguido hotel del castillo, sino en el picadero, aunque MarieLouise, la cuñada de Bodenstein, se opuso a ello con vehemencia. Pero la condesa no quería bombo, según sus propias palabras. Modesta y amante de la naturaleza, había pedido expresamente una celebración discreta y distinta en los establos o en el picadero, de manera que MarieLouise von Bodenstein acabó por resignarse. Se había encargado de la organización del «evento» con energía y profesionalidad, como era propio en ella, y el resultado era impresionante.

Bodenstein y Cosima llegaron con Sophia a la propiedad de los Bodenstein poco después de las once, y les costó encontrar aparcamiento. En el histórico patio de las cuadras, con su suelo empedrado y sus construcciones con entramado de madera restauradas con mimo, no se veía ni una brizna de paja y la gran puerta del establo se hallaba abierta de par en par.

—Dios mío —observó Cosima divertida—. Seguro que MarieLouise ha obligado a Quentin a hacer turnos de noche.

Construidos en 1850, los antiguos establos, con sus techos altos, ocupaban un ala de las caballerizas, de planta cuadrada, del castillo condal. En el transcurso de los años habían adquirido una venerable pátina de telarañas, polvo y excrementos de golondrina, que sin embargo había desaparecido sin dejar rastro. Los boxes de los caballos, los muros y los altos techos estaban relucientes; las ventanas de baquetillas, lustrosas; incluso los murales, que representaban escenas de caza, habían sido restaurados. A los caballos, que asomaban la cabeza con curiosidad por la puerta de los boxes para ver el trajín que reinaba en el amplio pasillo, les habían trenzado las crines en honor a tan fausta ocasión. A la entrada, decorada primorosamente como si se tratara del día de Acción de Gracias, los camareros del hotel del castillo servían champán.

Bodenstein sonrió. Quentin, su hermano menor, era un perezoso. El terrateniente administraba la propiedad y las cuadras, y no le molestaban lo más mínimo los estragos que hiciera el tiempo a su paso. Había ido delegando cada vez más en su mujer para que se ocupara del restaurante del castillo, y en los últimos años ella, MarieLouise, había dado forma a un establecimiento de primera cuya buena fama traspasaba las fronteras de la región.

Encontraron a la cumpleañera rodeada de familiares e invitados a la entrada del picadero, también exquisitamente decorado. A Bodenstein le dio el tiempo justo de felicitar a su madre antes de que el cuerpo de trompas de caza de la escuela de equitación de Kelkheim inaugurara el programa en el picadero. La exhibición era una sorpresa de los empleados y los alumnos para la condesa. Bodenstein intercambió unas palabras con su hijo, Lorenz, que grababa los acontecimientos con una cámara. Thordis, su novia, era la responsable del éxito del carrusel de doma y del grupo de baile, y más tarde también formaría parte de la exhibición de saltos. En medio del gentío, Bodenstein vio a su hermana, Theresa, que había acudido ex profeso para la fiesta. Hacía mucho que no se veían y había muchas cosas que contar. Cosima se sentó con Sophia junto a su madre, la condesa Rothkirch, en la tribuna, situada en la parte larga de la pista, y presenció desde allí la doma.

—Cosima parece diez años más joven —constató la hermana de Bodenstein, y bebió un sorbito de champán—. Podría sentir envidia.

—Es que una niña pequeña y un buen marido obran milagros —repuso Bodenstein risueño.

—Tan vanidoso como siempre, hermanito —contestó con sorna Theresa—. Como si de veras tuviese que ver con los hombres que una mujer tenga buen aspecto.

Era dos años mayor que Bodenstein y, como de costumbre, rebosaba energía. El hecho de que su armonioso rostro fuese más severo que bello y de que en su cabello oscuro asomaran las primeras canas no menoscababa su carisma. En una ocasión, Theresa había dicho que cada arruga y cada cana se las había ganado a pulso. Su marido, fallecido prematuramente de un infarto, le había dejado un distinguido pero arruinado tostadero de café en Hamburgo, un castillo familiar necesitado de importantes reformas en Schleswig-Holstein y varios inmuebles endeudados en la mejor zona de Hamburgo. Como empresaria recién estrenada, tras quedar viuda, y a pesar de tener tres hijos y unas perspectivas de futuro sombrías, se hizo enérgicamente con las riendas y se lanzó sin miedo a la lucha contra acreedores y bancos. Ahora, al cabo de diez años de arduo trabajo y hábiles tácticas, tanto la empresa como la propiedad privada estaban a salvo y saneadas. No se había perdido ningún puesto de trabajo, y Theresa disfrutaba del mayor prestigio entre el personal y los socios.

—Hablando de hombres —terció Quentin—. ¿Cómo lo llevas, Theresa? ¿Alguna novedad?

Ella sonrió.

—Una dama disfruta y calla.

—¿Por qué no te lo has traído?

—Porque sabía que os echaríais encima del pobrecito y lo diseccionaríais sin compasión. —Señaló a sus padres y los demás familiares, que seguían embelesados lo que sucedía en la pista—. Igual que el resto de la parentela.

—Así que hay alguien —insistió Quentin—. Dinos algo de él.

—No. —Le dio a su hermano menor la copa vacía—. ¿Por qué no te ocupas del avituallamiento?

—Siempre me toca a mí —se quejó Quentin, aunque obedeció por pura costumbre y se fue.

—¿Os pasa algo, a Cosima y a ti? —le preguntó Theresa a Bodenstein, que miró a su hermana sorprendido.

—No —negó él—. ¿Por qué lo dices?

Ella se encogió de hombros, sin perder de vista a su cuñada.

—Noto algo distinto entre vosotros.

Bodenstein conocía la certera intuición de su hermana. No tenía sentido negar que, en efecto, Cosima y él no pasaban por su mejor momento.

—La verdad es que en verano, después de las bodas de plata, atravesamos una pequeña crisis —admitió—. Cosima alquiló una villa en Mallorca y quería pasar tres semanas de vacaciones con toda la familia. Al cabo de una semana yo me tuve que ir, debido a un caso complicado, y se lo tomó a mal.

—Ya.

—Me reprochó que la dejaba sola con Sophia, que eso no había sido lo acordado. Pero ¿qué iba a hacer yo? Al fin y al cabo, no puedo retrotraerme a la época de nuestros padres y ejercer de esposo amantísimo.

—Pero supongo que tres semanas de vacaciones no es un imposible —repuso Theresa—. No quiero meterme en lo que no me llaman, pero eres funcionario. En tu ausencia, seguro que hay alguien que ocupa tu lugar, ¿no?

—¿Detecto cierto desprecio por mi profesión en tu voz?

—No seas tan susceptible, querido —lo aplacó su hermana—. Pero puedo entender que Cosima se enfadara. A fin de cuentas, ella también tiene una profesión, y no encaja en el modelo de hijos-cocina-iglesia en el que le gustaría verla a un machote de la vieja escuela como tú. Puede que incluso te alegres de que ya no viaje y esté bajo tu férula.

—Eso no es verdad —objetó él consternado—. Siempre he apoyado su trabajo. Me gusta lo que hace.

Theresa lo miró y esbozó una sonrisa burlona.

—Y una porra. Eso se lo puedes decir a quien quieras, pero a mí, no. Te conozco bien.

Bodenstein supo que lo habían pillado y no dijo nada. Miró a Cosima. A su hermana mayor se le daba estupendamente meter el dedo en la mismísima llaga. Y aquella vez también tenía razón. Ciertamente, se sentía aliviado de que, desde que naciera Sophia, Cosima ya no se pasara semanas vagando por esos mundos de Dios. Pero no le hacía gracia oírselo decir a su hermana.

Quentin volvió con tres copas de champán, y la conversación se centró en temas menos comprometidos. Cuando finalizó la exhibición ecuestre, MarieLouise inauguró el bufé que su personal había instalado a toda prisa a la entrada de las cuadras. Mesas altas y largas en hileras, vestidas de blanco y con arreglos florales otoñales y bancos con cómodos cojines invitaban a sentarse. Bodenstein coincidió con parientes y viejos conocidos a los que hacía tiempo que no veía; había mucho de qué hablar y reír. El ambiente era relajado. Vio que Cosima conversaba con Theresa y esperó que su hermana no la pusiera contra él con sus discursos emancipadores. Dentro de un año, Sophia iría a la guardería, y Cosima volvería a tener más tiempo para ella. Estaba trabajando en un nuevo proyecto cinematográfico muy absorbente. En señal de buena voluntad, Bodenstein se propuso llegar antes a casa y reservarse los fines de semana para liberar más a Cosima de la niña. Tal vez de ese modo la tensa relación que mantenían desde la profunda crisis de Mallorca se normalizara.

—Papá. —Rosalie le dio unos golpecitos en el hombro y él se volvió hacia su hija mayor, que trabajaba de pinche de cocina en el hotel del castillo bajo la tutela del maître Jean-Yves St. Clair, el galardonado cocinero francés, y se ocupaba de la supervisión del bufé. Llevaba de la mano a Sophia, que estaba completamente embadurnada de una sustancia parduzca que Bodenstein esperó no fuera lo que creía—. No encuentro a mamá —dijo enervada—. ¿Puedes cambiar a la enana? Mamá tendrá más ropa en el coche.

Bodenstein sacó a duras penas las largas piernas de debajo de la mesa.

—¿Qué es eso que tiene en la cara y en las manos?

—No te preocupes, solo es mousse de chocolate —aclaró Rosalie—. Tengo que volver al trabajo.

—A ver, ven aquí, cochinilla. —Bodenstein cogió a su hija pequeña en brazos—. Otra vez has vuelto a ponerte perdida, ¿eh?

Sophia apoyó las manitas en su pecho y se puso a patalear. No soportaba que no la dejaran moverse. Con sus mejillas rosadas, el suave cabello oscuro y los ojos azul violáceo, estaba para comérsela, pero su aspecto era engañoso. La pequeña había heredado el temperamento de Cosima y sabía imponerse. Bodenstein salió con ella y atravesó el patio. Por pura casualidad miró a la izquierda, a la puerta abierta de la herrería, en el otro extremo del patio y, para su sorpresa, vio que Cosima iba de un lado a otro hablando por teléfono. Su forma de pasarse la mano por el pelo, de ladear la cabeza y reír le llamaron la atención. ¿Por qué se escondía para llamar por teléfono? Antes de que ella lo viera, él siguió adelante deprisa, pero sintió un leve aguijonazo de desconfianza, como una espina diminuta.

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