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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

Blancanieves debe morir (4 page)

BOOK: Blancanieves debe morir
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Tobias se limitó a asentir y lo dejó marchar. Se quedó en la cocina mientras su padre acompañaba al visitante a la puerta.

—Lo hace con buena intención —comentó Hartmut Sartorius cuando volvió, a los dos minutos.

—No quiero deberle ningún favor —espetó Tobias con vehemencia—. Esa forma de presentarse aquí, como… como un rey que se digna visitar a su vasallo. ¡Cómo si fuera mejor que los demás!

Hartmut Sartorius suspiró. Acto seguido llenó el hervidor de agua y lo puso al fuego.

—Nos ha ayudado mucho —replicó en voz queda—. No teníamos ahorros, todo iba a parar siempre a la granja y al restaurante. El abogado costó mucho dinero, y después la gente dejó de venir al restaurante. Al final no podía hacer frente a los créditos. Amenazaron con subastar. Claudius liquidó las deudas que teníamos con el banco.

Tobias miró a su padre sin dar crédito.

—¿Significa eso que la granja entera es… suya?

—En rigor, sí. Pero tenemos un contrato: le puedo recomprar la granja cuando quiera y puedo quedarme aquí de por vida.

Tobias tenía que asimilar esa novedad. Rechazó el té que le ofreció su padre.

—¿Cuánto dinero le debes?

Hartmut Sartorius tardó un momento en contestar. Conocía el temperamento irritable de su hijo.

—Trescientos cincuenta mil euros. Eso es lo que le debía al banco.

—¡Si solo el terreno vale por lo menos el doble! —replicó Tobias, controlándose a duras penas—. Se aprovechó de ti y se hizo con una ganga.

—No teníamos elección. —Hartmut Sartorius se encogió de hombros—. No había ninguna alternativa. De lo contrario, el banco habría subastado la granja y nosotros nos habríamos visto en la calle.

De repente, Tobias recordó algo.

—¿Qué hay de Schillingsacker? —quiso saber.

Su padre rehuyó su mirada y contempló el hervidor.

—¡Papá!

—Por el amor de Dios. —Hartmut Sartorius levantó la vista—. Si no era más que un terreno.

Tobias empezaba a entenderlo. Las piezas del puzle encajaban en su cabeza: su padre había vendido Schillingsacker a Claudius Terlinden, por eso su madre lo había dejado. No era solo un terreno, sino la dote que ella había aportado al matrimonio. Schillingsacker había sido un manzanar con valor puramente sentimental hasta que, tras la reforma del plan general de ordenación urbana en el año 1992, pasó a ser probablemente el terreno más valioso del término municipal de Altenhain, ya que, con sus casi mil quinientos metros cuadrados, se hallaba en medio de la zona industrial que estaba previsto crear. Terlinden le tenía ganas desde hacía años.

—¿Qué te dio por él? —preguntó Tobias sin levantar la voz.

—Diez mil euros —admitió su padre, y bajó la cabeza. ¡Un terreno de ese tamaño en medio de la zona industrial valía cincuenta veces más!—. Claudius lo necesitaba urgentemente para la nueva edificación. Después de todo lo que había hecho por nosotros, yo no podía hacer otra cosa, así que me vi obligado a dárselo.

Tobias apretó los dientes y los puños, presa de una rabia impotente. No podía reprocharle nada a su padre, pues el único culpable de la precaria situación en la que se habían visto sus padres era él. De repente tuvo la sensación de que en esa casa, en ese maldito pueblo, iba a ahogarse. A pesar de todo se quedaría, se quedaría hasta que averiguara lo que había sucedido en realidad once años antes.

Amelie salió del Zum Schwarzen Ross poco antes de las once por la puerta trasera, junto a la cocina. Esa noche le habría gustado quedarse más para indagar en el tema del día, pero Jenny Jagielski cumplía a rajatabla la normativa laboral, ya que Amelie solo tenía diecisiete años y ella no quería arriesgarse a meterse en un lío con las autoridades. A Amelie le daba lo mismo, se alegraba de haber conseguido el trabajo de camarera y tener su propia pasta. Su padre había resultado ser el tacaño que su madre siempre había dicho que era y no le quería dar el dinero para comprarse un portátil nuevo, arguyendo que el viejo aún servía. Los tres primeros meses en ese pueblo de mala muerte habían sido espantosos. Sin embargo, dado que no quedaba mucho para que su estancia involuntaria en Altenhain finalizara, había decidido pasar los cinco meses que faltaban para su decimoctavo cumpleaños de la mejor manera posible. Como muy tarde el 21 de abril de 2009 se subiría al primer tren de vuelta a Berlín y nadie podría impedirlo. Amelie encendió un cigarrillo y buscó en la oscuridad a Thies, que la esperaba todas las noches para acompañarla a casa. Su estrecha amistad les encantaba a las cotillas del pueblo. Circulaba toda clase de rumores descabellados, pero a Amelie le daba lo mismo. A sus treinta años, Thies Terlinden vivía con sus padres, porque no estaba del todo bien de la cabeza, como se decía en el pueblo de tapadillo. Amelie se puso la mochila a la espalda y echó a andar. Thies estaba debajo de la farola de delante de la iglesia, las manos hundidas en los bolsillos de la cazadora, la mirada clavada en el suelo, y se le unió sin decir palabra cuando pasó por delante de él.

—Esta noche se ha liado una buena —contó Amelie, e informó a Thies de lo sucedido en el Zum Schwarzen Ross y de lo que había averiguado sobre Tobias Sartorius.

Se había acostumbrado a que Thies no le respondiera prácticamente nunca. Decían que era un tarado y que no sabía hablar, el tonto del pueblo, pero no era cierto. Thies no era tonto, solo era… distinto. Amelie también era distinta. A su padre no le gustaba que pasara el tiempo con Thies, pero no podía impedirlo. Lo más probable, pensaba ella de vez en cuando con cínico regocijo, era que su aburguesado padre se arrepintiera amargamente de, a instancias de su madrastra, Barbara, haberse quedado con la hija chiflada que tuvo en un primer matrimonio que no duró mucho. A ojos de Amelie, su padre no era más que una mancha gris sin contornos, sin ángulos ni aristas ni agallas, que bordeaba con cuidado su conformista vida de contable, siempre procurando pasar inadvertido. Una hija de diecisiete años excéntrica y con antecedentes penales, que se adornaba la cara con medio kilo de metal, que vestía solo de negro y que, por su peinado y su maquillaje, hubiera podido servir de inspiración a Bill Kaulitz, de los Tokio Hotel, tenía que ser para él un auténtico horror. Sin duda, Arne Fröhlich tendría reservas sobre la amistad de Amelie con Thies, pero nunca se la había prohibido. Tampoco habría valido de mucho: Amelie llevaba toda su vida saltándose a la torera las prohibiciones. Ella suponía que el verdadero motivo de la muda tolerancia de su padre residía en el hecho de que Thies era hijo del jefe. Tiró la colilla del cigarro que se había fumado a un sumidero y siguió pensando en voz alta acerca de Manfred Wagner, Tobias Sartorius y las chicas muertas.

En lugar de ir por la calle principal, que estaba iluminada, se metieron por el paso estrecho y oscuro que salía de la iglesia y atravesaba el pueblo, dejando atrás el cementerio y los jardines de las casas, hasta la linde del bosque. Tras caminar diez minutos llegaron a la carretera del bosque, donde, un tanto más elevadas que el resto del pueblo y en generosas fincas, se alzaban únicamente tres casas: en el centro, la que ocupaba Amelie con su padre, su madrastra y sus dos hermanastros, menores que ella; a la derecha, el chalé de los Lauterbach; y algo más allá, a la izquierda, rodeada de un terreno similar a un parque, la gran villa antigua de los Terlinden. A escasos metros del portón de hierro forjado de la propiedad de los Terlinden se encontraba la puerta trasera de la granja de los Sartorius, que se extendía pendiente abajo hasta la calle principal. Antes era una granja en toda regla, con vacas y cerdos, pero en la actualidad el sitio entero era una pocilga, como solía decir con desprecio el padre de Amelie. Una vergüenza. Amelie se detuvo al pie de la escalera. Normalmente, Thies y ella se separaban allí, y él seguía su camino sin más, sin decir ni pío. Sin embargo, ese día Thies rompió su silencio cuando Amelie se disponía a subir la escalera.

—Antes aquí vivían los Schneeberger —informó con su voz monótona. Amelie se volvió asombrada. Por primera vez esa noche miró a su amigo a los ojos y, como de costumbre, él no le devolvió la mirada.

—¿En serio? —preguntó sin dar crédito a lo que oía—. ¿Una de las chicas a las que mató Tobias Sartorius vivía en nuestra casa?

Thies asintió sin mirarla.

—Sí, aquí vivía Blancanieves.

Viernes, 7 de noviembre

Tobias abrió los ojos y por un momento se sintió confuso. En lugar del techo pintado de blanco de su celda, un póster de Pamela Anderson le dedicó una sonrisa resplandeciente. Solo entonces cayó en la cuenta de que ya no estaba entre rejas, sino en su antiguo cuarto, en casa de sus padres. Se quedó tumbado e inmóvil y escuchó los ruidos que entraban por la ventana, que tenía casi enfrente. Seis campanadas de la iglesia anunciaron la temprana hora, en alguna parte ladró un perro, otro respondió, después enmudecieron ambos. La habitación seguía igual que siempre: la mesa y la estantería de contrachapado barato, el armario con la puerta ladeada. Los pósteres del Eintracht de Frankfurt, de Pamela Anderson y de Damon Hill con la de la escudería WilliamsRenault, que en 1996 ganó el campeonato del mundo de Fórmula 1. El pequeño equipo de música que le regalaron sus padres en marzo de 1997. El sofá rojo en el que… Tobias se incorporó y sacudió la cabeza de mal humor. En la cárcel tenía más control sobre sus pensamientos; ahora le asaltaban unas reflexiones que lo atormentaban: ¿qué habría pasado si Stefanie no hubiera roto con él aquella noche? ¿Seguiría viva? Él sabía lo que había hecho. Se lo explicaron más de un centenar de veces: primero la Policía, después su abogado, el fiscal y la jueza. Había sido concluyente, había pruebas, había testigos, la sangre estaba en su cuarto, en su ropa, en su coche. Y, sin embargo, de su memoria habían desaparecido dos horas enteras. Hasta ese día, allí no había más que un agujero negro.

Recordaba perfectamente el 6 de septiembre de 1997. Los festejos que estaban planeados para ese día se suspendieron por respeto, ya que a última hora de esa mañana se celebraba en Londres el funeral de la princesa Diana. Medio mundo estaba frente al televisor viendo cómo recorría las calles de la capital británica el cortejo fúnebre de la Rosa de Inglaterra, que había perecido en un accidente. Sin embargo, en Altenhain no quisieron suspender los festejos por completo. ¡Qué bien habrían hecho en quedarse todos en casa aquella tarde!

Tobias suspiró y se tumbó de lado. El silencio era tal que oía los latidos de su corazón. Por un instante se abandonó a la fantasía de que volvía a tener veinte años y no había sucedido nada. En Múnich lo esperaba la universidad. No tuvo ningún problema en conseguir plaza, dada la altísima nota que sacó en selectividad. Con los recuerdos felices se mezclaban de nuevo los dolorosos. En la desenfrenada fiesta de selectividad, que se celebró en el jardín de un compañero de clase en Schneidhain, había besado por primera vez a Stefanie. A Laura estuvo a punto de darle algo, y se colgó del cuello de Lars delante de sus mismísimas narices para ponerlo celoso. Pero ¿cómo habría podido pensar en Laura cuando tenía entre sus brazos a Stefanie? Era la primera chica por la que había tenido que esforzarse de verdad, una experiencia nueva para él, ya que por lo general las chicas se le echaban encima, para gran disgusto de sus amigos. Había estado semanas detrás de Stefanie, hasta que finalmente ella le hizo caso. Las cuatro semanas que siguieron fueron las más felices de su vida, hasta que el 6 de septiembre se llevó el chasco. Stefanie había sido elegida miss de las fiestas, un título absurdo al que, a decir verdad, Laura llevaba años abonada. En esa ocasión la desbancó Stefanie. Él, que había estado sirviendo bebidas con Nathalie y un par de personas más en la carpa, no pudo por menos de observar que Stefanie flirteaba con otros, hasta que de repente desapareció. Tal vez para entonces él ya hubiera bebido más de la cuenta. Nathalie se dio cuenta de lo mal que lo estaba pasando. Anda, vete a buscarla, le dijo. Y él salió corriendo de la carpa. No tuvo que buscar mucho, y cuando la encontró, los celos estallaron como una bomba en su interior. ¿Cómo podía hacerle eso? ¿Cómo podía humillarlo y hacerle daño delante de todo el mundo? Y todo por ese puñetero papel de protagonista en la maldita obra de teatro. Tobias apartó la colcha y se levantó. Tenía que hacer algo, trabajar, distraerse del modo que fuera de esos recuerdos que lo atormentaban.

Amelie caminaba bajo la llovizna con la cabeza gacha. Como cada mañana, había rechazado el ofrecimiento de su madrastra de llevarla hasta la parada del autobús, pero ahora debía espabilar si no quería perder el que la llevaba al instituto. Noviembre mostraba su cara más desapacible, neblinoso y con lluvia, pero a Amelie en cierto modo le gustaba la desolación sombría de ese mes. Le agradaba el paseo solitario por el pueblo dormido. Por los auriculares del iPod sonaba a un volumen capaz de reventar los tímpanos la música de Schattenkindern, uno de sus grupos preferidos de darkwave. Se había pasado media noche despierta, pensando en Tobias Sartorius y en las chicas asesinadas. Laura Wagner y Stefanie Schneeberger tenían diecisiete años, los mismos que ella en ese momento. Y vivía precisamente en la casa donde al parecer antes había vivido Stefanie. Tenía que averiguar como fuera más cosas de la chica a la que Thies llamó Blancanieves. ¿Qué había ocurrido en Altenhain entonces?

Un coche frenó a su lado. Seguro que era su madrastra, que tenía la facultad de sacarla de quicio con su enervante amabilidad. Sin embargo, vio que se trataba de Claudius Terlinden, el jefe de su padre. Había bajado la ventanilla del asiento del copiloto y le hacía señas para que se acercara. Amelie apagó la música.

—¿Quieres que te lleve? —preguntó él—. Te vas a calar.

Lo cierto es que a Amelie no le fastidiaba la lluvia, pero le gustaba ir en el coche de Terlinden. Le gustaba el Mercedes grande y negro con los asientos de piel clara, que aún olía a nuevo, y le fascinaban los detalles técnicos que Claudius Terlinden le mostraba con gusto. Por algún motivo inexplicable le caía bien el vecino, aunque con sus trajes caros, el cochazo y la ostentosa villa era el prototipo del ricachón decadente al que ella y sus amigos berlineses despreciaban. Y había algo más: a veces Amelie se preguntaba si sería normal, pero de un tiempo a esa parte, pensaba en el sexo de inmediato cada vez que un hombre era más o menos amable con ella. ¿Cómo reaccionaría el señor Terlinden si le ponía la mano en la pierna y le hacía una proposición? La sola idea le provocó una risilla histérica que apenas pudo contener.

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