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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

Blancanieves debe morir (8 page)

BOOK: Blancanieves debe morir
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—Muy bien. —Bodenstein arrancó. Le había pedido a Pia que lo acompañara a ver al exmarido de Rita Cramer. Durante el breve trayecto a Altenhain la informó de su conversación con la doctora Daniela Lauterbach. A Pia le costaba concentrarse, seguía dándole vueltas al escrito de Gerencia. ¡Una orden de derribo! Contaba con todo menos con eso. ¿Y si la ciudad iba en serio y la obligaba a derribar la casa? Entonces, ¿dónde vivirían ella y Christoph?—. ¿Me estás escuchando? —preguntó él.

—Claro —contestó Pia—. Sartorius. Vecina. Altenhain. Lo siento, cuando volvimos a casa eran las cuatro.

Bostezó y cerró los ojos. Estaba rendida. Por desgracia no poseía el férreo autocontrol de Bodenstein, que incluso después de noches en vela e investigaciones agotadoras estaba tan fresco. Ahora que lo pensaba, ¿lo había visto bostezar alguna vez?

—El caso ocupó titulares hace once años —le oyó decir a su jefe—. Tobias Sartorius fue condenado a la máxima pena por asesinato y homicidio en un proceso basado en pruebas puramente circunstanciales.

—Ah, ya —musitó ella—. Lo recuerdo vagamente. Doble asesinato sin cuerpos. ¿El tipo sigue en la cárcel?

—Pues no. Tobias Sartorius salió el jueves. Y ha vuelto a Altenhain, con su padre.

Pia pensó unos segundos y abrió los ojos.

—¿Quieres decir que podría haber una relación entre la excarcelación y la agresión a su madre?

Bodenstein la miró divertido.

—Increíble —dijo.

—¿Qué?

—Tu perspicacia no falla ni cuando estás medio dormida.

—Estoy completamente despierta —se defendió ella mientras luchaba con todas sus fuerzas por reprimir un nuevo bostezo.

Dejaron atrás la señal que indicaba que habían entrado en Altenhain y llegaron a la dirección de la calle principal que Daniela Lauterbach le apuntara a Bodenstein. Este entró en el descuidado aparcamiento que había delante del antiguo restaurante. En ese preciso instante, un hombre borraba con pintura blanca una pintada roja en la fachada del edificio. «AQUÍ VIVE UN CERDO ASESINO», decía. Las letras rojas aún se distinguían bajo la pintura blanca. Ante la entrada, en la acera, había tres mujeres de mediana edad.

—¡Tú, asesino! —le oyeron gruñir a una de ellas Bodenstein y Pia cuando abrieron las portezuelas para bajar del coche—. ¡Largo de aquí, desgraciado! O verás lo que es bueno.

La mujer escupió en el suelo.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Bodenstein, pero las tres mujeres no le hicieron ni caso y pusieron pies en polvorosa. Por su parte, el hombre desoyó los insultos de las mujeres. Bodenstein lo saludó educadamente, se presentó y le presentó a Pia.

—¿Qué querían esas mujeres de usted? —inquirió Pia, curiosa.

—Pregúnteselo a ellas —repuso él con aspereza, les dirigió una mirada indiferente y siguió a lo suyo. A pesar del frío que hacía, llevaba solo una camiseta gris de manga larga, unos vaqueros y unos zapatos recios.

—Nos gustaría hablar con el señor Sartorius.

Al oír aquello el hombre se volvió, y Pia creyó reconocerlo.

—¿No estuvo usted ayer por la tarde en Neuenhain, en la casa donde vive la señora Cramer? —preguntó.

Si estaba sorprendido, no dejó que se le notara. La miró con fijeza, sin sonreír, con unos ojos extraordinariamente azules, y ella se acaloró sin querer.

—Sí —contestó—. ¿Está prohibido?

—No, claro que no. Pero ¿qué fue a hacer allí?

—Iba a ver a mi madre. Habíamos quedado y no apareció. Estaba preocupado.

—Ah, entonces usted debe de ser Tobias Sartorius, ¿no?

El hombre enarcó las cejas y a su boca afloró un gesto burlón.

—El mismo, sí. El asesino de muchachas.

Tenía un atractivo inquietante. La cicatriz estrecha y blanquecina que le cruzaba la cara desde la oreja izquierda hasta el mentón, en lugar de afearlo, hacía que su agraciado rostro resultara más interesante. Algo en su forma de mirarla despertó una extraña sensación en Pia, que meditó a qué podía deberse.

—Ayer por la tarde, su madre sufrió un grave accidente —terció Bodenstein—. La operaron la noche pasada y ahora está en cuidados intensivos. Su estado es crítico.

Pia vio que por un instante las aletas nasales de Tobias Sartorius se hincharon, sus labios se apretaron hasta formar una fina raya. Después el joven tiró de cualquier manera el rodillo en el cubo de pintura blanca y se dirigió hacia el portón. Bodenstein y Pia se miraron brevemente y lo siguieron. Aquel lugar parecía un basurero. De repente, Bodenstein soltó un grito ahogado y se quedó de piedra. Pia se volvió hacia su jefe.

—¿Qué ocurre? —preguntó sorprendida.

—¡Una rata! —exclamó él, completamente blanco—. Ese bicho me ha pasado por encima del pie.

—No me extraña, con toda esta porquería. —Pia se encogió de hombros e hizo ademán de continuar, pero Bodenstein seguía allí parado, como una estatua de sal.

—No hay cosa que más odie que las ratas —aseguró con voz temblorosa.

—Pero si creciste en una finca —replicó ella—. Seguro que allí había ratas.

—Precisamente por eso.

Pia sacudió la cabeza con incredulidad. Jamás habría creído que su jefe fuera de los que tenían esas fobias.

—Vamos —dijo—. Se van en cuanto nos ven. Estas ratas son asustadizas. Mi amiga tenía dos ratas mansas, y eso era otra cosa. Siempre andábamos…

—No quiero oírlo. —Bodenstein respiró hondo—. Ve tú delante.

—Anda, que… —Pia no pudo por menos de esbozar una sonrisilla cuando Bodenstein reanudó la marcha tras ella. Desconfiado y preparado para soltar un taco a las primeras de cambio, miraba los montones de basura que se elevaban a ambos lados del angosto camino que llevaba hasta la casa.

—¡Uy, ahí hay otra! Y bien gorda —anunció Pia, y frenó en seco; Bodenstein chocó con ella y miró a su alrededor con cara de pánico. Su sangre fría habitual había desaparecido—. Era broma —rio ella, pero Bodenstein no fue capaz de reírse.

—Si vuelves a hacer eso, te vas a casa a patita —amenazó—. Casi me da un infarto.

Continuaron andando. Tobias Sartorius había entrado en la vivienda, y la puerta estaba abierta. Bodenstein adelantó a Pia en los últimos metros y subió los tres escalones que llevaban a la puerta como el excursionista que, tras recorrer un pantano, quiere sentir tierra firme bajo sus pies. En el umbral apareció un hombre de cierta edad con la espalda encorvada. Llevaba unas zapatillas de andar por casa gastadas, unos pantalones grises con manchas y una chaqueta de punto que clareaba y le quedaba demasiado holgada teniendo en cuenta su delgadez.

—¿Es usted Hartmut Sartorius? —preguntó Pia, y él asintió. Parecía tan descuidado como la granja. Arrugas profundas surcaban su rostro delgado y alargado, y el único parecido con Tobias Sartorius residía en el azul intenso de los ojos, que sin embargo habían perdido toda su luz.

—Dice mi hijo que se trata de mi exmujer —contestó el hombre con un hilo de voz.

—Sí —asintió Pia—. Ayer sufrió un grave accidente.

—Pasen.

Los condujo por un pasillo estrecho y sombrío hasta una cocina que podría haber sido agradable, de no estar tan sucia. Tobias estaba junto a la ventana, con los brazos cruzados.

—La doctora Lauterbach nos facilitó su dirección —empezó Bodenstein, que había recobrado la compostura deprisa—. Según los testigos, ayer por la tarde alguien empujó a su exmujer desde la pasarela peatonal de la estación de cercanías de Sulzbach Nord. Cayó sobre un coche que pasaba por debajo en ese preciso momento.

—Bendito sea Dios. —El color se desvaneció del macilento rostro del hombre, que se agarró al respaldo de una silla—. Pero… ¿quién puede hacer algo así?

—Lo averiguaremos —aseguró Bodenstein—. ¿Tiene alguna idea de quién podría haberlo hecho? ¿Tenía algún enemigo su exmujer?

—Mi madre, lo dudo —intervino Tobias Sartorius desde el fondo—. Pero yo sí los tengo. El maldito pueblucho este entero.

Su voz sonó amarga.

—¿Sospecha de alguien en concreto? —preguntó Pia.

—No —se apresuró a responder Hartmut Sartorius—. No, no creo a nadie capaz de hacer algo tan horrible.

Pia miró a Tobias Sartorius, que seguía junto a la ventana. A contraluz no distinguía bien los rasgos de su rostro, pero su forma de enarcar las cejas y torcer el gesto decían que no opinaba lo mismo. Pia casi pudo sentir la ira que parecía emanar de su cuerpo en tensión. En sus ojos ardía una rabia reprimida largo tiempo, como una llama pequeña y peligrosa que solo esperaba un motivo para convertirse en un gran incendio. Estaba claro que Tobias Sartorius era una bomba con el mecanismo de relojería en marcha. Su padre, por el contrario, parecía cansado y sin fuerzas, como un anciano. El estado de la casa y de la propiedad lo decía todo. Sus ganas de vivir se habían esfumado, se había atrincherado, en el sentido estricto de la palabra, tras las ruinas de su vida. Ser los padres de un asesino siempre es terrible, pero más aún para Hartmut Sartorius y su exmujer, que habían tenido que quedarse en un pueblo tan pequeño como Altenhain; cada día un nuevo suplicio, que finalmente la señora Sartorius no pudo soportar. Seguro que dejó a su marido sintiendo remordimientos. No había conseguido empezar de nuevo, como reflejaba el vacío descorazonador de su piso.

Pia miró a Tobias Sartorius, que se mordisqueaba el nudillo del pulgar sumido en sus pensamientos, con la mirada perdida. ¿En qué pensaría tras ese semblante inexpresivo? ¿Le preocupaba lo que les había hecho a sus padres? Bodenstein le ofreció su tarjeta de visita a Hartmut Sartorius, que la observó un instante y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.

—Tal vez puedan ocuparse usted y su hijo de su exmujer. La verdad es que no está muy bien.

—Desde luego. Iremos ahora mismo al hospital.

—Y si sospecha de quién podría haberlo hecho, no dude en llamarme.

Sartorius padre asintió, su hijo no reaccionó. Pia tuvo un mal presentimiento. Dios quisiera que Tobias Sartorius no empezara a buscar por su cuenta al hombre que había atacado a su madre.

Hartmut Sartorius metió el coche en el garaje. Ir a ver a Rita había sido horrible. El médico con el que habló no quiso arriesgarse a dar un pronóstico. Había tenido suerte, aseguró, de que la columna estuviese prácticamente ilesa, pero de los 206 huesos que integran el cuerpo humano ella tenía alrededor de la mitad rotos, eso por no hablar de las graves lesiones internas que le había provocado la caída. En el camino de vuelta Tobias no dijo ni pío, se limitó a mirar al frente, melancólico. Cruzaron el portón de la casa, pero ante los escalones de la puerta, Tobias se detuvo y se subió el cuello de la cazadora.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Hartmut Sartorius a su hijo.

—Voy a tomar el aire.

—¿Ahora? Son las once y media. Y llueve a cántaros. Con el tiempo que hace te pondrás hecho una sopa.

—En los últimos diez años no hizo ningún tiempo. —Tobias miró a su padre—. No me importa mojarme. Y a esta hora, por lo menos no me verá nadie.

Hartmut Sartorius vaciló, pero después le puso una mano en el brazo a su hijo.

—No hagas ninguna tontería, Tobi. Prométemelo, por favor.

—Claro. No te preocupes.

Esbozó una breve sonrisa, aunque no tenía ganas de sonreír, y esperó a que su padre hubiera entrado en casa. Después, con la cabeza gacha, echó a andar por la oscuridad, dejando atrás el establo vacío y el pajar. Pensar en su madre, con los huesos destrozados en cuidados intensivos, con todos aquellos tubos y aparatos, le afectó más de lo que creía. ¿Guardaba relación ese ataque con el hecho de que lo hubieran soltado? Si su madre moría, posibilidad que no excluían los médicos, quienquiera que la hubiera empujado desde el puente tendría un asesinato sobre su conciencia.

Tobias se detuvo cuando llegó al portón trasero. Estaba cerrado y cubierto de hiedra y maleza. Probablemente no se hubiera abierto nunca en los últimos años. A la mañana siguiente sin falta se pondría a despejarlo. Sus ganas de aire fresco y trabajo al cabo de diez años eran enormes. Cuando solo llevaba tres semanas en la trena se dio cuenta de que se embrutecería si no utilizaba el cerebro. No iban a reducirle la condena, le comunicó su abogado, porque habían desestimado el recurso de casación. Por eso presentó una solicitud para estudiar en la universidad a distancia de Hagen y empezó a aprender el oficio de cerrajero de inmediato. Cada día trabajaba ocho horas y, tras hacer deporte una hora, se pasaba media noche estudiando para distraerse y hacer más soportable la monotonía de los días. Con los años se había acostumbrado a las normas estrictas, y la repentina falta de estructura de su vida se le antojaba amenazadora. No es que echara de menos la cárcel, pero tardaría un tiempo en acostumbrarse de nuevo a la libertad. Tobias salvó de un salto el portón y permaneció al amparo del laurel real, que se había convertido en un árbol imponente. Giró a la izquierda y pasó por delante de la entrada de la propiedad de los Terlinden. El portón de hierro forjado de dos hojas estaba cerrado, sobre una de las jambas habían instalado una cámara, toda una novedad. Tras la casa arrancaba el bosque. Al cabo de unos cincuenta metros Tobias enfiló el angosto sendero que los lugareños llamaban Stichel, el Punzón, y que serpenteaba por el pueblo hasta el cementerio, dejando atrás los jardincitos y patios traseros de las casas apiñadas. Tobias reconocía cada recoveco, cada escalón y cada valla; allí no había cambiado nada. De pequeños y adolescentes solían ir a menudo por allí, camino de la iglesia, a hacer deporte o a visitar a algún amigo. Se metió las manos en los bolsillos de la cazadora. A la izquierda vivía la vieja Maria Kettels, en una casa minúscula. Había sido su único testigo de descargo, la única que afirmó haber visto a Stefanie aquella noche, tarde, pero el tribunal no escuchó su testimonio. Todo Altenhain sabía que Maria Kettels sufría demencia, y además estaba medio ciega. Por aquel entonces ya debía de tener más de ochenta años, sin duda a esas alturas estaría en el cementerio. Junto a su terreno estaba el de los Paschke, que lindaba con la granja de los Sartorius y estaba tan arreglado como de costumbre. El viejo Paschke solía arremeter contra las malas hierbas con la contundencia de los productos químicos. Antes trabajaba en la ciudad, y había arramblado con el arsenal del almacén de material de la construcción municipal, al igual que todos los vecinos que habían trabajado para la Hoechst AG, quienes levantaron y reformaron sus casas y jardines con el material de la empresa sin el menor arrepentimiento. Los Paschke eran los padres de Gerda Pietsch, la madre de Felix, amigo de Tobias. Allí todo el mundo estaba emparentado con algún vecino y se sabía de memoria la historia familiar del resto. Se conocían los secretos más secretos; aficiones y faltas, descalabros y enfermedades de los vecinos, todo era motivo de cotilleo. Debido a una localización geográfica nada ventajosa, en un angosto valle, Altenhain se había librado de convertirse en una zona de ensanche. Allí apenas se instalaba nadie nuevo, de manera que la comunidad llevaba siendo más o menos la misma desde hacía cientos de años.

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