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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja mala nunca muere (18 page)

BOOK: Bruja mala nunca muere
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—Hola, Jax, ¿está tu padre despierto? —le pregunté, ofreciéndole la mano para que se posase.

—Señorita Rachel —dijo con la respiración acelerada—. La están esperando.

Me corazón dio un vuelco.

—¿Cuántos? ¿Dónde?

—Tres. —Brillaba con un verde pálido por la excitación—. Delante. Tipos grandes. De su tamaño. Apestan a zorro. Los he visto cuando el viejo Keasley los echó de su acera. Se lo habría dicho antes —dijo nervioso—, pero no habían cruzado la calle y ya les habíamos robado el resto de las bolas. Papá nos dijo que no la molestásemos a menos que alguien saltase el muro.

—Está bien. Has hecho lo correcto. —Jax echó a volar de nuevo cuando empecé a moverme—. Pensaba atajar por el jardín y coger el autobús en la otra manzana de todas formas.

Entorné los ojos en la penumbra y le di al tronco de Jenks un golpecito.

—Jenks —llamé bajito y sonreí al oír el gruñido irritado que surgía del tronco del viejo fresno—. Vamos a trabajar.

Capítulo 10

La atractiva mujer que se sentaba frente a mí en el autobús se levantó para bajarse. Se detuvo de pie, demasiado cerca de mí, lo que me hizo sentirme incómoda y levanté la vista del libro de Ivy.

—Tabla 6.1 —dijo cuando nuestras miradas se cruzaron—. Tiene todo lo que necesitas saber. —Cerró los ojos y se estremeció de puro placer.

Avergonzada, pasé las páginas hasta el final.

—¡La leche! —musité. Era una tabla de accesorios y sus sugerencias de uso. Me puse roja. No soy ninguna mojigata, pero algunas cosas… ¡y con un vampiro! Quizá con un brujo, si estaba muy bueno. Sin lo de la sangre… quizá.

Di un respingo cuando la mujer se inclinó en el pasillo. Se acercó demasiado y dejó caer una tarjeta de visita negra en mi libro abierto.

—Por si necesitas a alguien más —susurró, sonriendo con una familiaridad que no comprendía—. Los principiantes brilláis como estrellas, y sacáis lo mejor de ellos. No me importa ser segundo plato tras tu primera noche. Y además podría ayudarte… con lo de después. A veces se olvidan.

Una sombra de miedo cruzó su expresión, rápida pero real.

Boquiabierta no pude decir nada mientras se incorporaba y se alejaba por el pasillo para luego bajar las escaleras.

Jenks revoloteó cerca de mí y cerré el libro de golpe.

—Rachel —dijo al aterrizar en mi pendiente—, ¿qué lees? Llevas todo el camino con la nariz pegada a ese libro.

—Nada —dije notando cómo me martilleaba el pulso—. Esa mujer era humana, ¿verdad?

—¿La que estaba hablando contigo? Sí. Por el olor diría que es lacayo de un vampiro, ¿por qué?

—No, por nada —dije guardando el libro en el fondo del bolso. No volvería a leerlo en público. Afortunadamente mi parada era la próxima. Ignorando el interminable interrogatorio de Jenks, entré en la zona de restaurantes del centro comercial. Mi abrigo largo ondeaba a la altura de los tobillos. Me introduje en la multitud que había salido de compras en una noche de sábado. Invoqué mi disfraz de anciana en los servicios con la esperanza de despistar a cualquiera que me hubiese reconocido. Aun así consideré que sería prudente mezclarme con el gentío antes de dirigirme a la SI, matar un poco el tiempo, reunir el valor suficiente, comprar una gorra para reemplazar la de Ivy que había perdido por la mañana y comprar jabón para borrar cualquier rastro de su olor que quedase en mí.

Pasé por delante de una tienda de amuletos sin mis titubeos habituales. Ahora podía hacerme el que quisiera. Si alguien me estaba buscando mirarían allí, pero nadie se esperaría encontrarme comprando un par de botas, pensé deteniéndome delante de un escaparate. Las cortinas de cuero y la tenue luz revelaban mejor que el nombre de la tienda que allí se vendían artículos para vampiros.

¿
Qué demonios
?, pensé.
Vivo con una vampiresa. La vendedora no puede ser peor que Ivy. Soy lo suficientemente lista como para comprar algo sin dejarme ni una gota de sangre ahí dentro
. Así que, ignorando las quejas de Jenks, entré. Mi mente pasó de los recuerdos de la tabla 6.1 al guapo dependiente que había hecho un gesto a su compañero para que se fuese tras mirarme con unas gafas de montura de madera. Leí su nombre en su chapa del pecho: «Valentine», y devoré toda su atención mientras me ayudaba a elegir un buen par de botas, recorriendo mis medias de seda y acariciando mis pies con sus fuertes y fríos dedos. Jenks me esperó fuera en una maceta, hosco y de mal genio.

Madre mía, ¡qué guapo era Valentine! Seguro que era un requisito para ser vampiro, como ir de negro y saber coquetear sin hacer saltar mis alarmas de proximidad. Mirar no hace daño a nadie, ¿no? Podía mirar sin apuntarme al club, ¿no?

Pero cuando salí de la tienda con mis nuevas y demasiado caras botas me pregunté a qué venía esta repentina curiosidad. Ivy me había confesado que se guiaba por el olfato. Quizá todos los vampiros liberan feromonas para tranquilizar y atraer a los desprevenidos. Así era mucho más fácil seducir a su presa. Había disfrutado mucho con Valentine, tan relajada como si fuese un viejo amigo. Le había dejado tomarse provocativas libertades con sus manos y sus palabras que normalmente no habría permitido. Descarté el desagradable pensamiento y continué con mis compras.

Quería pasarme por la Gran Cereza para comprar salsa de tomate para la pizza. Los humanos boicoteaban cualquier tienda en la que vendiesen tomates (a pesar de que la variedad T4 Ángel hubiese desaparecido hace tiempo), así que en el único sitio en el que se podían encontrar era en una tienda especializada a la que no le importase que la mitad de la población mundial se negase a entrar.

Los nervios me hicieron detenerme en el puesto de golosinas. Todo el mundo sabe que el chocolate calma los nervios. Creo que hay un estudio científico al respecto. Y durante cinco maravillosos minutos, Jenks dejó de hablar mientras se comía el caramelo que le compré.

La parada en Baño y Burbujas era obligatoria. No podía seguir usando el champú y el jabón de Ivy. Y eso me llevó a una perfumería. Con la reticente ayuda de Jenks elegí un nuevo perfume que ocultase el persistente aroma de Ivy. La lavanda era lo único que casi lo lograba. Jenks aseguraba que ahora apestaba como si hubiese sufrido una explosión en una fábrica de flores. A mí tampoco me gustaba especialmente, pero si servía para que no se disparasen los instintos de Ivy, incluso me la bebería si hacía falta, así que bañarme en ella no era problema.

Dos horas antes del alba estaba de nuevo en la calle y me dirigí a la sala de archivos. Mis nuevas botas eran deliciosamente silenciosas. Parecía que flotaba sobre la acera. Valentine tenía razón. Giré en la desierta calle sin vacilación. El hechizo de disfraz de anciana seguía funcionando, lo que explicaba las miradas extrañadas en la zapatería; pero si nadie me veía, aún mejor.

La SI elegía cuidadosamente sus edificios. Casi todas las oficinas de esta calle tenían horario humano y llevaban cerradas desde el viernes por la tarde. El tráfico rugía a dos manzanas de allí, pero esta calle estaba en silencio. Miré a mi espalda y me colé en el callejón entre el edificio de los archivos y la torre de una aseguradora adyacente. Mi corazón latía a mil por hora al pasar por delante de la salida de incendios en la que casi me liquidan. No pensaba entrar por allí.

—¿Ves alguna cañería, Jenks? —pregunté.

—Voy a echar un vistazo —contestó adelantándose para hacer un vuelo de reconocimiento.

Yo le seguí más despacio, intentando identificar el leve golpeteo metálico que oía ahora. Estaba disfrutando al máximo del subidón de adrenalina. Me colé entre un contenedor de basura del tamaño de una furgoneta y un palé de cartones. No pude evitar sonreír al ver a Jenks sentado en el borde de una bajante, golpeándola con el tacón.

—Gracias, Jenks —dije soltando el bolso y dejándolo en el cemento húmedo por el rocío.

—De nada. —Revoloteó hasta sentarse en el borde de un contenedor—. Por el amor de Campanilla —se quejó tapándose la nariz—. ¿Sabes qué hay ahí?

Lo miré y alentado por mi atención se contestó a sí mismo:

—Lasaña de hace tres días, cinco variedades de yogures, palomitas quemadas… —se lo pensó un momento cerrando los ojos mientras olfateaba— al estilo mejicano, un millón de envolturas de caramelos y alguien parece tener una desmedida necesidad de comer burritos.

—¿Jenks? Cállate. —El suave chirrido de unos neumáticos sobre el pavimento me alertaron y me quedé inmóvil, pero ni con la mejor visión nocturna me localizarían aquí. El callejón apestaba tanto que no tenía que preocuparme por los hombres lobo. Aun así, esperé hasta que la calle se quedó de nuevo en silencio antes de hurgar en mi bolso buscando un hechizo de detección y una aguja de punción digital. Di un respingo por el pinchazo. Apreté para derramar tres gotas de sangre sobre el amuleto, que las absorbió enseguida. El disco de madera brillaba ahora con un tenue color verde. Respiré aliviada, aunque no era consciente de haber estado conteniendo el aliento. No había ninguna criatura inteligente a treinta metros a la redonda, aparte de Jenks, y no estaba segura de si él contaba. Era lo suficientemente seguro para convertirme en ratón.

—Toma, mira esto y dime si se vuelve rojo —le dije a Jenks colocando el disco junto a él en equilibrio en el filo del contenedor.

—¿Por qué?

—Tú hazlo —susurré. Me senté en un montón de cartones y me desaté mis botas nuevas, me quité los calcetines y puse un pie descalzo en el cemento. Estaba frío y húmedo por la lluvia de anoche y no pude evitar un gesto de repugnancia. Eché un rápido vistazo al fondo del callejón y luego escondí mis botas detrás de un cubo de papel triturado junto con mi abrigo. Me sentía como una adicta al azufre. Me acurruqué junto a una alcantarilla y saqué mi vial con la poción.

—¡Muy bien, Rachel! —me dije en voz baja al recordar que no había preparado mi cuenco de disoluciones. Estaba segura de que Ivy sabría qué hacer si aparecía convertida en ratón, pero me lo recordaría toda la vida.

El agua salada gorgoteó ruidosamente en el cuenco y guardé la botella vacía. El tapón de rosca del vial acabó rebotando en el contenedor. Hice una mueca al estrujarme el dedo para extraer otras tres gotas de sangre. Pero mi sufrimiento desapareció al tocar mi sangre el líquido y elevarse de este un cálido aroma a pradera.

Se me hizo un nudo en el estómago al mezclar la poción, dándole golpecitos con el dedo. Nerviosa, me sequé una mano en los vaqueros y miré a Jenks. Hacer un hechizo era fácil. Confiar en haberlo hecho bien era la parte difícil. Cuando llegaba la hora, el valor era lo único que diferenciaba a una bruja de un hechicero.
Soy una bruja
, me dije a mí misma, notando como se me quedaban los pies cada vez más fríos.
Lo he hecho bien. Voy a ser un ratón y volveré a mi forma con un baño de agua salada
.

—¿Me prometes que no se lo dirás a Ivy si no funciona? —le pregunté a Jenks, quien respondió con una mueca y se echó pícaramente la gorra sobre los ojos.

—¿Qué me das si lo hago?

—No pondré veneno para hormigas en tu tronco.

Suspiró.

—Venga, hazlo —me animó—. Me gustaría volver a casa antes de que salga el sol. Los pixies dormimos de noche, sabes.

Me humedecí los labios, demasiado ansiosa para replicarle. Nunca me había transformado antes. Había asistido a clase, pero la matrícula no cubría los costes de un hechizo profesional y el seguro de responsabilidad civil no permitía que los estudiantes probasen sus propias pociones. En fin, aseguradoras.

Apreté con los dedos el vial y se me aceleró el pulso. Esto me iba a doler mucho. Con un impulso repentino cerré los ojos y me lo bebí. Estaba amargo y me lo tragué de golpe, intentando no pensar en los tres pelos de ratón,
puaj
.

Noté retortijones en el estómago y me doblé por la mitad. Boqueé y perdí el equilibrio. El cemento húmedo se acercaba con gran velocidad, estiré el brazo para detener mi caída. Todo se volvió negro y borroso. ¡
Funciona
!, pensé con alegría y miedo. Esto no era tan malo.

Entonces una punzada me rasgó la espalda. Como una llama azul me recorrió desde el cráneo hasta el final de la columna vertebral. Chillé aterrada al oír un grito gutural rasgando mis oídos. Hielo caliente me recorría las venas.

Me convulsioné agonizante y sin respiración. Me entró el pánico al nublárseme la vista. Ciega, alargué el brazo y no oí más que un horrible rechinar.

—¡No! —chillé. El dolor aumentó, abarcándolo todo, engulléndome.

Capítulo 11

—¿Rachel? Rachel, despierta. ¿Estás bien? —Una cálida y suave voz desconocida me guió de vuelta a la consciencia. Me estiré, notando que funcionaban unos músculos diferentes. Abrí los ojos para ver sombras grises. Jenks estaba frente a mí con los brazos en jarras y las piernas separadas. Parecía que medía un metro ochenta.

—¡Mierda! —exclamé, oyendo que de mí salía un áspero chillido. Era un ratón, ¡era un maldito ratón!

Me estremecí de miedo al recordar el dolor de la transformación. Tendría que volver a pasar por lo mismo para recuperar mi forma. No me extraña que la transformación fuese un arte en vías de extinción: dolía una barbaridad.

Me fui tranquilizando y me escurrí de entre mis ropas. Mi corazón latía increíblemente rápido. El horroroso perfume de lavanda apestaba en mi ropa y me ahogaba. Arrugué la nariz y reprimí una arcada al notar que podía percibir el alcohol usado para fijar la fragancia floral. Bajo ese olor identifiqué el aroma a ceniza de incienso de Ivy y me pregunté si el olfato de un vampiro sería tan sensible como el de un ratón.

Bamboleándome sobre cuatro patas me agazapé y miré el mundo a través de mis nuevos ojos. El callejón era del tamaño de un almacén, el cielo negro parecía amenazador. Todo estaba en blanco y tonos grises. No percibía los colores. El sonido del tráfico lejano sonaba fuerte y el hedor del callejón era abrumador. Jenks tenía razón: alguien estaba loco por los burritos.

Ahora que estaba en el suelo, la noche parecía más fría. Dando vueltas entre el montón de mi ropa intenté esconder mis joyas. La próxima vez lo dejaría todo menos mi cuchillo en casa. Me volví hacia Jenks, sobresaltándome por la sorpresa. ¡Madre mía! Jenks era un cachas con alas. Tenía los hombros fuertes y bien definidos para apoyar su capacidad de vuelo. Tenía una cintura de avispa y un físico musculoso. Su mata de pelo fino caía graciosamente sobre su frente, dándole un aire de chico malo. Una telaraña brillante cubría sus alas. Viéndolo desde esta perspectiva entendía por qué Jenks tenía más niños que tres parejas de conejos.

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