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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja mala nunca muere (14 page)

BOOK: Bruja mala nunca muere
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«Si tu amante vampiro está saciado y no se excita —leí—, prueba a ponerte algo suyo. No hace falta que sea gran cosa, basta con un pañuelo o una corbata. El olor de tu sudor mezclándose con el suyo es algo que ni el vampiro más comedido podrá resistir».

Vale. No volveré a ponerme la bata o el camisón de Ivy nunca más.

«A veces el mero hecho de lavar la ropa junta deja el suficiente aroma para recordarle a tu amante que te importa».

Bien, la colada por separado.

«Si tu amante vampiro se va a un entorno más privado en mitad de la conversación no es que te esté rechazando: es una invitación. Síguelo. Llévate algo de comer o beber para mover la mandíbula y que fluya la saliva. No seas clásico, el vino tinto está pasado de moda. Prueba con una manzana o algo igualmente crujiente».

Maldición.

«No todos los vampiros son iguales. Averigua si a tu amante le gustan las conversaciones de pareja en la intimidad. Los preliminares pueden adoptar múltiples variantes. Una conversación sobre vínculos del pasado o su linaje seguro que despierta sus sentimientos y estimula su orgullo, a menos que tu amante sea de baja casta».

Doble maldición. He sido una provocadora. Me he comportado como una calientavampiros.

Con los ojos cerrados dejé caer la cabeza contra el respaldo. Un aliento cálido me rozó la nuca. Me incorporé de un salto, girándome. Mi mano ya estaba en movimiento y golpeó la palma de un atractivo hombre. Se rió de la sonora palmada y levantó la mano apaciguadoramente, aunque fue su mirada especulativa y tranquila lo que me detuvo.

—¿Has probado lo de la página cuarenta y nueve? —me preguntó inclinándose hacia delante hasta reposar sus brazos cruzados en el respaldo de mi asiento.

Me quedé mirándolo inexpresiva y su sonrisa se hizo aun más seductora. Era casi demasiado guapo. Sus rasgos suaves poseían un entusiasmo infantil. Sus ojos señalaron el libro que llevaba en mi mano.

—Cuarenta y nueve —repitió bajando el tono de su voz—. Nunca volverás a ser la misma.

Nerviosa, miré la página que me indicaba. Oh, Dios mío, el libro de Ivy tenía ilustraciones. Pero entonces me quedé extrañada y entorné los ojos algo confusa. ¿Había tres personas en la ilustración? ¿Y qué rayos era eso que colgaba de la pared?

—Así —dijo el hombre alargando su brazo y girando el libro que yo sujetaba en la mano. Su colonia olía a madera y al limpio. Era agradable notar su tono suave y su mano rozándose intencionadamente con la mía. Era el típico lacayo de vampiro: buena presencia, vestido de negro y con una imperiosa necesidad de gustar a todo el mundo. Por no mencionar su falta de preocupación por el espacio personal.

Aparté la mirada cuando le dio unos golpecitos al libro.

—Oh —dije al verlo claro—. ¡Oh! —exclamé poniéndome colorada y cerrando de golpe el libro. Había dos personas. Tres si contamos al de… lo que fuera aquello.

Elevé la mirada hasta encontrar la suya.

—¿Tú sobreviviste a eso? —le pregunté sin estar segura de si avergonzarme, horrorizarme o impresionarme.

Su mirada se tornó casi reverente.

—Sí. No pude mover las piernas durante dos semanas, pero mereció la pena.

Con el corazón saltándome en el pecho, guardé el libro en mi bolso. El se irguió con una encantadora sonrisa y se dirigió tranquilamente a la salida. No pude evitar fijarme en que cojeaba. Me sorprendía que pudiese andar. Me observó mientras bajaba los escalones sin apartar sus profundos ojos de los míos.

Tragué saliva e hice un esfuerzo por apartar la mirada, curiosidad sacaba lo mejor de mí e incluso antes de que la última persona se bajase del autobús ya había vuelto a sacar el libro de Ivy. Tenía los dedos fríos al abrirlo de nuevo. Ignoré la ilustración y leí la letra pequeña bajo el alentador título «Cómo hacerlo» sobre las instrucciones. Me quedé pálida y se me hizo un nudo en el estómago.

Contenía una advertencia en la que se indicaba que no debías dejarte convencer por tu amante vampiro para hacer esto hasta que te hubiese mordido al menos tres veces. De lo contrario puede que no hubiese suficiente saliva de vampiro en tu organismo para bloquear los receptores del dolor y hacer creer a tu cerebro que el dolor era placer. Incluso había instrucciones de cómo evitar desmayarse si efectivamente no tenías suficiente saliva de vampiro y el dolor era agónico. Aparentemente si la presión sanguínea descendía, también lo hacía el disfrute del vampiro. Sin embargo, no había ningún truco para hacer que parase.

Con los ojos cerrados dejé caer la cabeza contra la ventana. La charla de los pasajeros que entraban me hizo abrir los ojos y parpadear echando un vistazo a la acera. El hombre estaba allí, de pie, mirándome. Me froté un brazo con la otra mano, helada. Me sonreía como si su ingle no hubiese sido delicadamente perforada y le hubiesen extraído la sangre para consumirla como en comunión. Lo había disfrutado, o al menos eso creía él. Levantó tres dedos como en el saludo de los exploradores y se los llevó a los labios para lanzarme un beso. El autobús reanudó bruscamente su marcha haciendo ondear el borde de su abrigo.

Me quedé mirando fijamente por la ventana y sentí náuseas. ¿Habría participado Ivy alguna vez en algo así? Quizá hubiese matado a alguien accidentalmente. Quizá por eso ya no era practicante. Quizá debería preguntarle. Quizá debería mantener la boca cerrada para poder dormir por las noches.

Cerré el libro y lo apretujé en el fondo del bolso. Me sobresalté al ver deslizarse entre las páginas un trozo de papel con un número de teléfono. Lo arrugué y lo eché en el bolso junto al libro. Levanté la vista para ver a Jenks revoloteando de vuelta tras hablar con el conductor.

Aterrizó en el respaldo del asiento de delante. Aparte de un chillón cinturón amarillo, iba vestido de negro de pies a cabeza. Era su uniforme de trabajo.

—Los nuevos viajeros no llevan ninguna maldición para ti —dijo alegremente—. ¿Qué quería ese tío?

—Nada. —Aparté el recuerdo de la ilustración de mi mente. ¿Dónde se había metido Jenks la noche anterior, cuando Ivy me atacó? Eso era lo que me gustaría saber. Le hubiera preguntado, pero temía que me dijese que había sido culpa mía.

—En serio —insistió Jenks—. ¿Qué quería?

Lo miré a la cara.

—Nada, de verdad, déjalo ya —le dije agradeciendo llevar ya el amuleto de disfraz. No quería que el señor Página Cuarenta y Nueve me reconociese en la calle o en una futura cita.

—Está bien, está bien —dijo saltando hasta mi pendiente. Se puso a tararear
Extraños en la noche
y suspiré sabiendo que ahora tendría la canción metida en la cabeza todo el día. Saqué un espejito y fingí arreglarme el pelo, dándole al menos un par de golpes al pendiente donde estaba Jenks.

Ahora era castaña, con la nariz grande. Llevaba el pelo sujeto con una goma en una coleta alta, aunque seguía siendo largo y rizado. Algunas cosas son más difíciles de hechizar que otras. Me había puesto la chaqueta vaquera del revés para dejar ver el estampado de cachemir del forro. Llevaba puesta una gorra de Harley Davidson de cuero que le devolvería a Ivy con mis disculpas en cuanto la viese y no me pondría nunca más. Con todos los errores que cometí el día anterior no me extrañaba que hubiese perdido el control.

El autobús entró en la sombra de unos edificios altos. Mi parada era la siguiente, recogí mis cosas y me levanté.

—Tengo que buscarme un medio de transporte —le dije a Jenks en cuanto mis botas tocaron la acera y eché un vistazo a la calle—. Quizá una moto —añadí, esperando a que entrase alguien para no tener que tocar la puerta de cristal del vestíbulo del edificio de archivos de la SI.

Desde mi pendiente me llegó un bufido.

—Yo que tú no lo haría —me aconsejó—. Es muy fácil sabotear una moto. Limítate al transporte público.

—Podría aparcarla dentro —protesté mientras observaba nerviosa a la gente que había en el pequeño vestíbulo.

—Entonces no podrías ir a ninguna parte, Sherlock —dijo sarcásticamente—. Llevas la bota desatada.

Miré hacia abajo. Era mentira.

—Muy gracioso, Jenks.

El pixie murmuró algo que no pude oír.

—Ya —dijo con impaciencia—, quiero decir que finjas que te atas la bota mientras veo si estás segura.

—Oh —murmuré y obedientemente fui hacia una silla en el rincón para atarme la bota. Casi no podía seguir a Jenks, que sobrevolaba por encima de los cazarrecompensas que había por allí, olfateando por si hubiese alguna maldición dirigida a mí. Había elegido el momento perfecto. Era sábado y el archivo estaba abierto solo durante unas pocas horas, como cortesía. Aun así, había algunas personas por allí entregando información, actualizando informes, copiando cosas, intentando causar buena impresión trabajando los fines de semana.

—Huele bien —dijo Jenks a su regreso—. No creo que te esperen por aquí.

—Bien. —Con más confianza ahora de la que debiera, me acerqué al mostrador principal. Estaba de suerte. Estaba trabajando Megan. Le sonreí y sus ojos se abrieron exageradamente. Alargó la mano para alcanzar sus gafas. Las gafas con montura de madera tenían un hechizo para ver a través de casi cualquier cosa. Era un procedimiento normal entre las recepcionistas de la SI. Vi de pronto un remolino frente a mí y me detuve de golpe.

—¡Cuidado, Rachel! —gritó Jenks, pero ya era demasiado tarde. Alguien me rozó y únicamente el instinto me mantuvo en equilibrio cuando un pie se deslizó entre los míos para hacerme la zancadilla. Me entró el pánico y me puse en cuclillas. Estaba blanca como la pared, esperando que sucediese cualquier cosa.

Era Francis. ¿Qué demonios estaba haciendo aquí?, pensé levantándome mientras lo veía llevarse una mano al estómago y reírse de mí. Debí dejar mi bolso en casa, pero no esperaba encontrarme a alguien que me reconociese bajo mi disfraz.

—Bonita gorra, Rachel —dijo Francis muerto de risa, levantándose el cuello de su chillona camisa. Su tono era una mezcla de bravuconería y ligero miedo al ver que casi le ataco de nuevo—. ¿Sabes? He apostado en la porra de la oficina. ¿Hay alguna probabilidad de que te mueras mañana entre las siete y medianoche?

—¿Por qué no me liquidas tú mismo? —le respondí con todo mi desprecio.

Una de dos, o este hombre no tenía vergüenza alguna o no se daba cuenta de lo ridículo que resultaba ahí de pie con uno de sus náuticos desabrochados y con su grasiento pelo escapando fuera de su peinado marcado con un hechizo. ¿Y cómo podía tener una barba tan espesa tan temprano? Seguro que se la pintaba con spray.

—Si te liquidase yo mismo, perdería. —Francis adoptó su habitual aire de superioridad, que a mí me traía completamente al fresco—. No tengo tiempo para hablar con una bruja muerta —dijo—. Tengo una cita con el concejal Trenton Kalamack y necesito documentarme un poco. Ya sabes a lo que me refiero, ¿no? ¿Te has documentado alguna vez? —Resopló a través de su fina nariz—. No, creo que nunca te he visto hacerlo.

—Vete a rellenar tomates, Francis —le dije en voz baja.

Miró por el pasillo que llevaba a la sala del archivo.

—Oooh —dijo, alargando la vocal—. Qué miedo. Será mejor que te largues ahora si quieres tener la oportunidad de volver a tu iglesia con vida. Si Meg no da la alarma y avisa de que estás aquí, lo haré yo.

—Deja de meterte en mi vida —dije—. De verdad que me estás empezando a cabrear.

—Ya te veré luego, Rachel, mona. Quizá en la página de necrológicas. —Su risa era demasiado aguda.

Le lancé una mirada fulminante y se giró para firmar con una floritura el libro de registro de Megan. Se volvió hacia mí y me dijo: «Corre, bruja. Corre». Sacó su teléfono móvil, pulsó unas cuantas teclas y se fue pavoneándose por el pasillo, pasando por delante de las oscuras oficinas vip hacia la sala.

Megan hizo una mueca de disculpa y pulsó el botón para abrirle la reja.

Cerré los ojos en un largo parpadeo. Cuando los abrí, le hice un gesto con la mano a Megan para pedirle un minuto y me senté en una de las sillas del vestíbulo para revolver en mi bolso como si buscase algo. Jenks aterrizó en mi pendiente.

—Vayámonos —dijo con tono preocupado—. Ya volveremos esta noche.

—Sí —coincidí. Que Denon hubiese maldecido mi apartamento había sido un acto de acoso. Enviar a un equipo de asesinos sería demasiado caro. Yo no merecía tanto. Pero ¿por qué arriesgarse?

—Jenks —susurré—. ¿Puedes entrar en la sala sin que te vean las cámaras?

—Por supuesto que puedo, mujer. Entrar a hurtadillas es lo que mejor hacen los pixies. ¿Me estás preguntando si puedo burlar las cámaras? ¿Quién te crees que les hace el mantenimiento técnico? Los pixies. ¿Y acaso alguna vez nos reconocen le mérito? Noooo. Se lo lleva todo el tarugo del técnico, que lo único que hace es posar su culo gordo al pie de la escalera, conducir la furgoneta, abrir la caja de herramientas y zamparse los donuts, ¿pero hace algo útil? Noooo.

—Me parece muy bien, Jenks pero calla y escucha. —Miré hacia Megan—. Averigua qué archivos quiere mirar Francis. Te esperaré todo el tiempo que pueda, pero si hay alguna señal de amenaza, me largo. Puedes llegar solo hasta casa desde aquí, ¿no?

Las alas de Jenks levantaron una brisilla, moviendo un mechón de pelo que me hizo cosquillas en el cuello.

—Sí, claro que puedo. ¿Quieres que además le provoque unos picores, ya que estoy allí?

Arqueé una ceja.

—¿Picores? ¿Sabes hacer eso? Creía que no eran más que…
mmm
, cuentos de hadas.

Revoloteó delante de mi cara, con gesto engreído.

—Se va a enterar. Es la segunda cosa que hacemos mejor los pixies —dudó un instante y sonrió pícaramente—, bueno, la tercera.

—¿Por qué no? —dije soltando un suspiro y entonces se elevó con sus alas de libélula silenciosamente, estudiando las cámaras. Se quedó suspendido en el aire durante un instante para calcular el tiempo que tardaban en girar. Salió disparado hacia el techo para luego girar por el largo pasillo, pasó por encima de las oficinas y se dirigió a la puerta de la sala. Si no lo hubiera estado observando no lo habría visto marcharse.

Saqué un boli de mi bolso, lo volví a cerrar y me dirigí hacia Megan. El enorme mostrador de caoba separaba por completo el vestíbulo de las oficinas ocultas tras él. Era el último bastión entre el público y el meollo de los trabajadores que mantenían el archivo en orden. El sonido de una risa femenina se coló por el arco de entrada detrás de Megan. Nadie trabajaba mucho los sábados.

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