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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja mala nunca muere (56 page)

BOOK: Bruja mala nunca muere
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—Te he oído —dijo sin alterarse, con su tono subiendo y bajando como el agua—. Sal de ahí. Ahora.

Me recorrieron escalofríos por los brazos y las piernas, dejándome un hormigueo en las yemas de los dedos. Me acurruqué junto al escritorio sin creer que de verdad me hubiera oído. Pero me estaba apuntando directamente con los pies separados y su sombra era formidable.

—Deja la pistola primero —susurré.

—¿Señorita Morgan? —dijo y su sombra se enderezó. Sonaba sorprendido. Me pregunté a quién esperaba—. ¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó con su suave voz a pesar de la amenaza.

—Mi socio tiene un hechizo justo encima de tu cabeza —dije marcándome un farol.

La sombra de Trent se movió cuando miró hacia arriba.

—Luces, cuarenta y ocho por ciento —ordenó con tono seco. La habitación se iluminó pero no lo suficiente como para acabar con mi visión nocturna. Las rodillas me flojearon y salí de mi escondite. Intenté aparentar que había planeado todo esto y me levanté para apoyarme contra el escritorio enfundada en mi mono de seda y elastán y crucé los tobillos.

Con la pistola bien sujeta en la mano, Trent me recorrió de arriba abajo con la mirada. Estaba repugnantemente refinado y elegante en su traje de montar verde. Hice un esfuerzo por no mirar el arma que seguía apuntándome y sé me hizo un nudo en las tripas.

—¿La pistola? —dije mirando al techo, donde aguardaba Jenks.

—¡Déjala en el suelo, Kalamack! —chilló Jenks desde el foco, aleteando con un sonido agresivo.

La compostura de Trent pasó a parecerse a la mía, con una actitud tensa e informal. Con movimientos bruscos y abruptos sacó las balas de la pistola y tiró la pesada arma a mis pies. No la toqué, pero empecé a respirar con más facilidad. Las balas cayeron entrechocando en el bolsillo de su chaqueta. Con la luz más fuerte pude apreciar las heridas que sanaban del ataque del demonio. Un cardenal amarillento decoraba su mejilla, el final de un moratón asomaba debajo del puño de su chaqueta. Un arañazo cicatrizado decoraba su barbilla. Me sorprendí a mí misma pensando que aun así tenía buen aspecto. No era normal que pareciese tan seguro de sí mismo pensando que tenía un hechizo letal colgando sobre su cabeza.

—Solo necesito decir una palabra y Quen estará aquí en tres minutos —dijo tranquilamente.

—¿Cuánto tiempo tardas en morir? —volví a decir, de farol.

Su mandíbula se apretó de rabia, haciéndolo parecer más joven.

—¿Para eso ha venido?

—Si fuese para eso ya estarías muerto.

Asintió aceptándolo como cierto. Con los músculos tensos vio su maletín abierto.

—¿Qué disco ha cogido?

Fingiendo seguridad me aparté un mechón de pelo de los ojos.

—Huntington. Si algo me pasa lo enviaré a tres periódicos y a tres televisiones junto con la página que le falta a tu agenda. —Me aparté del escritorio—. Déjame en paz —dije amenazante.

Tenía los brazos colgando a los lados sin moverse, con el brazo roto haciendo ángulo. Me hormigueaba la piel a pesar de que no había hecho ningún movimiento y mi superficial confianza se esfumó.

—¿Magia negra? —dijo burlándose—. Los demonios mataron a su padre. Es una pena ver a la hija ir por el mismo camino. Inspiré con un silbido.

—¿Qué sabes de mi padre? —dije sorprendida.

Sus ojos se posaron en mi muñeca, la que tenía la marca de demonio, y me quedé pálida. Se me hizo un nudo en el estómago al recordar al demonio matándome lentamente.

—Ojalá te doliese —dije sin importarme que temblase la voz. Quizá pensara que era de rabia—. No sé cómo sobreviviste. Yo casi no lo consigo.

La cara de Trent se puso roja y me señaló con un dedo. Era agradable verlo reaccionar como una persona normal.

—Enviar a un demonio para atacarme fue un error —dijo con tono brusco—. Yo no trato con magia negra, ni dejo que lo hagan mis empleados.

—¡Grandísimo mentiroso! —exclamé sin importarme parecer infantil—. Tienes lo que te mereces. Yo no he empezado todo esto, pero te aseguro que pienso terminarlo.

—Yo no soy el que tiene la marca del demonio, señorita Morgan —dijo con frialdad—. ¿También miente? Qué decepción. Estoy considerando seriamente retirar mi oferta de trabajo. Rece por que no lo haga o ya no tendré ningún motivo para tolerar más sus acciones.

Enfadada cogí aire para decirle que era un idiota, pero me detuve. Trent pensaba que yo había invocado al demonio que lo atacó. Mis ojos se abrieron como platos al entenderlo. Alguien había invocado a dos demonios, uno para mí y otro para él y no había sido nadie de la SI. Apostaría mi vida. Con el corazón desbocado, abrí la boca para explicárselo y luego la cerré.

Trent empezó a sospechar.

—¿Señorita Morgan? —me preguntó bajito—. ¿Qué idea acaba de cruzarse por esa cabecita suya?

Sacudí la cabeza, me humedecí los labios y di un paso atrás. Si pensaba que trabajaba con magia negra me dejaría en paz y mientras tuviese una prueba de su culpabilidad, no se arriesgaría a matarme.

—No me pongas entre la espada y la pared —le amenacé— y no volveré a molestarte.

La expresión inquisitiva de Trent se tornó más dura.

—Salga de aquí —dijo apartándose del porche con un movimiento grácil. Moviéndonos como una sola persona intercambiamos posiciones—. Le concedo una generosa ventaja —dijo acercándose a su escritorio y cerrando de golpe el maletín. Su voz era profunda, tan rica y perdurable como el olor de las hojas de arce en descomposición—. Tardaré unos diez minutos en llegar hasta mi caballo.

—¿Cómo? —pregunté confusa.

—No he perseguido presas de dos piernas desde que murió mi padre. —Trent se ajustó su chaqueta verde de cazador con un movimiento enérgico—. Hay luna llena, señorita Morgan —dijo con un tono cargado de intención—. Los perros están sueltos, es una ladrona. La tradición dice que debe correr… rápido.

El corazón me latió con fuerza y me quedé helada. Tenía lo que había venido a buscar, pero no me serviría de nada si no lograba escapar. Había cincuenta kilómetros de bosque desde aquí hasta la ayuda más cercana. ¿A qué velocidad corría un caballo? ¿Cuánto podría recorrer antes de caer? Quizá debiera decirle que yo no había enviado al demonio.

El sonido distante de un cuerno se elevó en la oscuridad. Unos aullidos le respondieron. El miedo se apoderó de mí tan doloroso como un cuchillo. Era un miedo antiguo y arcaico, tan cerval que no podía apaciguarse con engaños autoinducidos. Ni siquiera sabía de dónde procedía.

—Jenks —susurré—, larguémonos.

—Voy detrás de ti, Rachel —dijo desde el techo.

Di tres pasos a la carrera y salí de un salto del porche de Trent. Aterricé rodando en los heléehos. Oí un disparo. Las hojas junto a mi mano saltaron en pedazos. Lanzándome a la espesura de la vegetación salí corriendo a toda prisa. ¡
Cabrón
!, pensé. Casi me fallaban las rodillas. ¿Qué había pasado con mis diez minutos de ventaja? Seguí corriendo, busqué el vial de agua salada y eché una gota sobre el amuleto. Parpadeó y se apagó. El de Ivy se encendería y permanecería rojo. La carretera estaba a un kilómetro. La verja de entrada a cuatro, la ciudad a cincuenta. ¿Cuánto tardaría Ivy en llegar?

—¿A qué velocidad puedes volar, Jenks? —jadeé entre dos zancadas.

—Bastante rápido, Rachel.

Corrí por el sendero hasta llegar al muro del jardín. Un perro aulló cuando empecé a escalarlo. Otro le contestó.
Mierda
.

Respirando al compás de las zancadas corrí por el césped recortado hacia el fantasmagórico bosque. Oí a los perros tras de mí. El muro les planteó un problema. Tendrían que rodearlo. Quizá lo lograse. Jadeé cuando mis piernas empezaron a protestar.

—¿Cuánto tiempo llevo corriendo?

—Cinco minutos.

Qué Dios me ayude
, rogué en silencio notando que me empezaban a doler las piernas. Parecía el doble.

Jenks me adelantó volando y fue dejando caer polvo pixie para indicarme el camino. Los silenciosos pilares de los oscuros árboles aparecían en la oscuridad y se esfumaban. Mis pies golpeaban el suelo rítmicamente. Me dolían los pulmones y el costado.
Si sobrevivo a esto prometo correr ocho kilómetros todos los días
.

Los ladridos de los perros cambiaron. Aunque débiles, sus aullidos sonaban más dulces, auténticos, como una promesa de que pronto estarían conmigo. Espoleada, seguí con ahínco, encontrando la fuerza de voluntad para mantener el ritmo. Corrí forzándome a tirar de mis pesadas piernas arriba y abajo. El pelo se me pegaba a la cara. Las espinas y zarzas rasgaban mis ropas y me arañaban las manos. Los cuernos y los perros se acercaban. Fijé la vista en Jenks, que seguía volando delante de mí. Un fuego comenzó a quemarme los pulmones, creciendo hasta consumirme todo el pecho. Detenerme significaría la muerte.

El riachuelo apareció como un inesperado oasis. Caí al agua y salí boqueando. Respirando aguadamente me aparté el agua de la cara para poder respirar mejor. Los fuertes latidos de mi corazón intentaban superar el sonido ronco de mi respiración. Los árboles permanecían en silencio. Era una presa y todos los ojos del bosque me observaba silenciosamente, aliviados de no ser ellos. Mi respiración sonó ronca ante el sonido de los perros. Estaban más cerca. Resonó el cuerno, llenándome de terror. No sabía cuál de los dos sonidos era peor.

—¡Levántate, Rachel! —me urgió Jenks, que brillaba como un fuego fatuo—. Sigue la corriente.

Me abrí paso con dificultad y me lancé a una trabajosa carrera por las aguas poco profundas. El agua me haría avanzar más lentamente, pero también a los perros. Sería solo cuestión de tiempo hasta que Trent decidiera dividir la manada para buscarme por ambas orillas. No iba a salir con vida de allí.

El ladrido de los perros cesó. Salí a la orilla presa del pánico. Habían perdido el rastro. Estaban justo detrás de mí. En mi mente surgieron imágenes de los perros despedazándome y apenas podía mover las piernas. Trent se pintaría la frente con mi sangre.

Jonathan guardaría un rizo de mi pelo en su mesita de noche. Tenía que haberle dicho a Trent que no fui yo quien envió a aquel demonio. ¿Me habría creído? Ahora no lo haría. El sonido de una moto me hizo gritar.

—¡Ivy! —gruñí levantando un brazo para apoyarme en un árbol. La carretera estaba justo allí delante. Debía de haber salido antes de llamarla—. Jenks, no dejes que pase de largo —dije entre bocanadas de aire—. Te sigo de cerca.

—¡Entendido! —Y ya se había ido.

Di unos pasos tambaleantes. Los perros aullaban buscándome. Podía oír voces e instrucciones. Eso me impulsó a volver a correr. Un perro ladró alto y claro. Otro le contestó. La adrenalina empezó a bombear con fuerza. Unas ramas me golpearon en la cara y caí en la carretera. Sentí un escozor en las palmas de las manos despellejadas. Me faltaba el aliento para poder gritar. Hice un esfuerzo y me puse de rodillas. Temblorosa, miré a lo lejos en la carretera. Una luz blanca me bañó. El rugido de una moto sonó como una bendición angelical. Ivy. Tenía que ser ella. Debía de haber salido antes de que yo rompiese el amuleto. Me levanté de lado con mis pulmones llenándose trabajosamente. Los perros se acercaban. Oía los cascos de los caballos. Inicié una carrera tambaleante hacia la luz que se aproximaba. Se acercó a toda prisa con un estruendo, deslizándose hasta detenerse junto a mí.

—¡Sube! —gritó Ivy.

Casi no podía levantar la pierna. Tiró de mí para subirme detrás de ella. El motor rugió. Me agarré a su cintura para no caer de nuevo entre las hojas secas. Jenks se enterró en mi pelo aunque casi no notaba sus tirones. La moto dio un bandazo, giró y saltó hacia delante.

El pelo de Ivy flotaba tras ella aguijoneándome en la cara.

—¿Lo tienes? —gritó por encima del viento.

No pude responder. Mi cuerpo temblaba por el maltrato recibido. La adrenalina se había agotado y lo iba a pagar con creces. La carretera zumbaba bajo nosotras. El viento se llevaba mi calor y hacía que mi sudor se enfriase. Reprimiendo las náuseas, palpé con los dedos entumecidos la reconfortante forma del disco en el bolsillo delantero. Le di una palmadita en el hombro a Ivy, incapaz de usar el aliento más que para respirar.

—¡Bien! —gritó por encima del viento.

Exhausta, apoyé la cabeza en la espalda de Ivy. Mañana me quedaría en la cama y temblaría hasta que llegase el periódico de la tarde. Mañana me dolería todo y sería incapaz de moverme. Mañana me pondría vendas en las heridas de las ramas y espinas. Esta noche… prefería no pensar en esta noche.

Me estremecí. Ivy lo notó y volvió la cabeza.

—¿Estás bien? —gritó.

—Sí —dije en su oído para que me oyese—, sí, estoy bien. Gracias por venir a buscarme.

Me saqué su pelo de la boca y volví la vista atrás. Me quedé mirando absorta. Había tres jinetes parados en el borde de la carretera iluminada por la luna. Los perros daban vueltas entre las patas de los caballos que brincaban nerviosos con los cuellos arqueados. Me había librado por los pelos. Helada hasta lo más profundo de mi alma observé que el jinete de en medio se llevaba la mano a la frente a modo de saludo. De pronto lo comprendí. Lo había vencido. Él lo sabía, lo aceptaba y tenía la nobleza de admitirlo. ¿Cómo no sentirme impresionada por alguien tan seguro de sí mismo?

—¿Qué demonios es? —susurré.

—No lo sé —dijo Jenks desde mi hombro—, la verdad es que no lo sé.

Capítulo 34

El
jazz
de medianoche iba muy bien con los grillos, pensé añadiendo unos trocitos de tomate a la ensalada. Dubitativa, me quedé mirando las masas rojas sobre las hojas verdes. Miré por la ventana a Nick, que estaba frente a la barbacoa, y las retiré, removiendo de nuevo la ensalada para ocultar los restos que pudiera haberme dejado. Nick no se daría cuenta. Tampoco iba a matarle.

El sonido y el olor de la carne asada me atrajeron hacia la ventana y me asomé por encima del
señor Pez
en el alféizar para ver mejor. Nick llevaba un delantal que decía «No muerdas al cocinero, cocina lo que muerdas». Obviamente era de Ivy. Parecía relajado y cómodo delante del fuego bajo la luna llena. Jenks estaba posado en su hombro y saltaba hacia arriba como las hojas en otoño al viento cada vez que el fuego chisporroteaba.

Ivy estaba sentada a la mesa con aspecto trágico y cabizbajo leyendo la última edición del
Cincinnati Enquirer
a la luz de una vela. Los niños pixie revoloteaban por todas partes creando brillantes resplandores con sus alas transparentes al reflejar la luna llena. Sus gritos mientras martirizaban a las primeras luciérnagas irrumpían en el sordo rumor del tráfico de los Hollows, creando una mezcla agradable. Era el sonido de la seguridad, que me recordaba a las barbacoas con mi familia. Una vampiresa, un humano y una caterva de pixies eran una familia un poco rara, pero era agradable estar viva y disfrutar de la noche con mis amigos.

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