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Authors: Josh Bazell

Burlando a la parca (10 page)

BOOK: Burlando a la parca
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—¿Desde cuándo lo tienes?

—¿Esta vez?

—¿Qué quieres decir?

—La primera vez que lo tuve me duró unos diez días. Pero eso fue hace tres meses.

—No entiendo. ¿Se te pasó?

—Sí. Hasta hace una semana. Cuando me volvió.

—Ah —le digo—. Nunca he visto algo así.

—Me dijeron que era bastante raro.

—¿Y no quieren esperar a ver si desaparece otra vez?

—Este tipo de cáncer es muy peligroso.

—¿Osteosarcoma?

—Sí.

—Es verdad.

Si
es
un osteosarcoma.

Aunque ¿cómo coño voy a saberlo?

—Lo miraré —le digo.

—No te molestes. Sólo estaré un par de horas aquí.

—Lo haré de todos modos. ¿Necesitas algo más?

—No. —Hace una pausa—. A menos que quieras darme un masaje en el pie.

—Te lo puedo dar.

Se pone tan colorada como una sirena policial, pero no aparta sus ojos de los míos.

—¿En serio?

—¿Por qué no?

Me siento al borde de la cama y le cojo el pie. Le paso con fuerza el filo del pulgar por el ligamento del arco.

—¡Ay, joder! —exclama. Cierra los ojos, y se le empiezan a saltar lágrimas.

—Lo siento —le digo.

—No pares.

Sigo. Al cabo del rato, con una voz apenas audible, dice:

—¿Quieres lamérmelo?

Alzo la cabeza y me quedo mirándola.

—¿Lamerte el qué?

—El pie, no seas pervertido —replica, aún sin abrir los ojos.

Así que le levanto el pie y le paso la lengua por el arco.

—Y la pierna —añade.

Suspiro. Le lamo la cara interna de la pierna, casi hasta el coño.

Luego me pongo en pie. Preguntándome, por un momento, cómo sería mi vida de médico en caso de que alguna vez adoptara un comportamiento profesional.

—¿Te encuentras bien? —le digo.

Está llorando.

—No. Me van a cortar la pierna.

—Lo siento. ¿Quieres que pase a verte luego?

—Sí.

—Entonces, vendré.

Pienso en añadir: «si es que todavía ando por aquí», pero me decido en contra. No me gusta deprimir a nadie.

8

En el invierno de 1994 los Locano fueron de nuevo a esquiar, esta vez a Beaver Creek o algo parecido, en Colorado, y me invitaron a ir con ellos. Dije que no, y en cambio hice un viaje a Polonia. Pero juro por Dios que no fui para matar a Wladislaw Budek, el hombre que traicionó a mis abuelos y los mandó a Auschwitz.

Sino por algo mucho peor. Fui porque creía que existía un ente llamado «Destino», y que si no hacía muchos planes, esa entidad podría o bien ponerme a Budek en el punto de mira, o bien apartarlo de mi camino, mostrándome así si debía convertirme en un sicario extraoficial de David Locano. Alguien que él pudiera utilizar indistintamente contra italianos y rusos, y servir al mismo tiempo como una especie de guardaespaldas para Skinflick. Entretanto, aprovecharía las rechazadas vacaciones de esquí para demostrarme a mí mismo que no estaba tan apegado a los Locano como antes a mis abuelos.

Hablando desde el punto de vista médico, lo curioso de dejar que una entidad ficticia y sobrenatural decidiera el rumbo de mi vida —como si el universo dispusiera de una especie de conciencia, o agente— es que por tal decisión no se me podía considerar loco. El
Manual de Diagnóstico y Estadística
, que trata de clasificar los caprichos de las disfunciones psiquiátricas hasta el punto de poder facturarlas, es muy claro a este respecto. Afirma que para que una creencia tenga carácter delirante debe ser «una convicción falsa basada en una inferencia incorrecta sobre una realidad externa que sigue manteniéndose
a pesar de lo que cree la mayoría de la gente
y de la prueba o testimonio incontrovertible de lo contrario». Y teniendo en cuenta la cantidad de gente que compra billetes de lotería, toca madera para evitar la mala suerte, o considera que todo ocurre por alguna razón, es difícil etiquetar
cualquier
creencia mística como patológica.

Por supuesto, el
Manual
ni siquiera intenta definir la «estupidez». Mi impresión personal es que existen unas once clases distintas de inteligencia, y cuarenta tipos diferentes de estupidez.

La mayoría de las cuales he experimentado directamente.

Como parecía improbable que alguna vez acabara encontrando a Wladislaw Budek, decidí dedicarme al menos a ver las atracciones turísticas. Mi primer destino fue el bosque virgen en el que se ocultaban mis abuelos cuando Budek se puso en contacto con ellos. Fui en avión a Varsovia, me alojé una noche en la mierda de hotel ex comunista de la Ciudad Vieja (se llama literalmente así, como si fuera la capital de la Patria Vieja), desayuné en el restaurante unos tubos de carne de extraña forma, y luego subí a un tren con destino a Lublin. Allí cogí un autobús lleno de chicas católicas de dieciséis años con la cara llena de espinillas, que se pasaron todo el trayecto hablando de felaciones. Mi vocabulario en polaco, que era una mierda —aunque lo pronunciaba bien—, me permitía entender un poco.

Entretanto, todos los sitios por donde pasábamos eran fábricas o vías de ferrocarril. De haber sido polaco, podría haber intentado decir: «
¡Pues claro que no sabía que se estuviera produciendo el Holocausto! ¡Todo el puto país parece un campo de concentración!
»

Como que me hubiera importado, de haber sido polaco.

Por fin llegamos a una ciudad tan poco desarrollada que sólo tenía cuatro fábricas, y me bajé del autobús. Había un camino de tierra que salía de la ciudad y pasaba frente al bosque. Comprobé por dos veces el horario de vuelta, dejé la mochila a la encargada de la estación, y eché a andar por el camino.

¿He mencionado el puñetero frío que hacía en Polonia? Un frío de cojones. De esos que te hacen llorar muy seguido para que no lleguen a helársete las lágrimas, estirándote las mejillas y tensándote los labios, y lo único que te mantiene caliente es la imagen de las botas claveteadas del Sexto Ejército de Hitler desplazando al suelo el calor de los cuerpos. Casi no se podía respirar de lo helado que estaba el aire.

Escogí al azar un punto de partida desde el camino y me encaramé por un montón de nieve acumulada por la ventisca tan profundo y blando que al cruzarlo tuve la impresión de ir nadando. En la superficie había una capa de hielo cristalino que se cuarteaba y deslizaba en capas tectónicas mientras trataba de internarme en el bosque.

A los cincuenta metros de marcha, se me habituaron los ojos a la penumbra. El ruido y el viento habían desaparecido. Árboles extraños y gigantescos que era incapaz de identificar (no es que supiera distinguir, digamos, un roble) extendían sus ramas en todas direcciones. A veces tropezaba con las que estaban a ras del suelo, bajo la nieve.

Avanzaba con tanto cuidado que no reparé en los cuervos hasta que uno dejó caer una rama justo delante de mí. Otros dos me observaban desde más arriba. Me tumbé sobre la nieve y me quedé mirándolos. Eran las aves silvestres más grandes que había visto nunca. Al cabo del rato empezaron a acicalarse como si fueran gatos.

Aspiré el limpio y cortante aire y me pregunté si los cuervos vivían tanto como los loros, y en caso afirmativo si aquéllos habrían andado por allí durante la Segunda Guerra Mundial. O la Primera, ya puestos. Me pregunté si mis abuelos habrían intentado comérselos alguna vez.

Y si no habían comido cuervos, ¿de qué se habrían alimentado? ¿Cómo se las arreglaba uno siquiera en un sitio así? ¿Cómo se lavaba uno la ropa, por no hablar de combatir a los nazis? Aquel lugar era una especie de ultratumba.

Finalmente, uno de los cuervos dio un graznido, y los tres emprendieron el vuelo. Poco después, oí ruido de máquinas.

Lo lógico era volver al camino, porque la nieve me empezaba a calar las botas. Pero sentí curiosidad: no sólo por el origen del sonido, sino por saber la celeridad con que podía uno desplazarse por el bosque cuando necesitara dirigirse a algún sitio. Así que, yendo hacia el ruido, me adentré aún más en el bosque.

A medida que se hacía más fuerte, se iba percibiendo el rumor de otras máquinas. Pronto distinguí la parte superior de unas grúas. Poco después di un traspiés cruzando otro muro de nieve y fui rodando hasta caer de pie en un claro.

Lo era en el sentido de «recién despejado». Habían pelado el terreno en una extensión de unas cuarenta hectáreas, y hombres con anoraks y cascos de colores crudos manejaban máquinas gigantescas con las que seguían quitando árboles de los bordes, abatiéndolos y cortándoles luego un trozo para poder izarlos a unas plataformas. Un humo negro procedente de media docena de vehículos ensuciaba un cielo de color lechoso.

Intenté hablar con uno de los trabajadores. Creo que era de
Veerk
, una compañía maderera finlandesa, pero por lo visto no teníamos ninguna lengua en común, así que acabamos los dos riendo y encogiéndonos de hombros, porque qué coño se podía hacer, si no.

Aunque no era muy divertido. Bialowieza constituye el último vestigio de un bosque que antiguamente cubría el ochenta por ciento del territorio europeo. Al ver cómo le arrancaban otro trozo se tenía la impresión de que aplanaban el ombligo del mundo. Con eso se cerraba otra puerta de entrada al pasado: el de nuestros abuelos. Se borraba otra señal de que en un principio habíamos sido humanos.

Y otro episodio histórico volatilizado, en el cual puede verse todo lo que uno quiera, o nada en absoluto.

Volví a Lublin y me dirigí al sur para el asunto principal. Cogí el Expreso Telón de Acero hasta Cracovia, un tren nocturno con literas, algo que nunca había hecho y que probablemente nunca volveré a hacer, aunque el viaje no fue tan malo. En la litera de arriba, retiré la manta, en donde parecía haber una exagerada cantidad de vello púbico incrustada en el tejido, y me tumbé sobre las sábanas con el abrigo puesto, leyendo a la luz de la bombilla que casi me rozaba la cabeza.

En Lublin había comprado una pila de libros. Los textos de la época comunista eran divertidos pero triviales.

(«¡Se invita a los turistas a visitar la Acería Lenin, la fábrica de cigarrillos Czyzyny, y la planta Bonarka de abonos químicos!»)
. La mayor parte de los textos polacos modernos era odiosa y estúpida, con centenares de páginas sobre cómo Lech Walesa era un santo, y ninguna acerca de que debía estar comiendo mierda como el buen cerdo mamón que es
[25]
. Y los que parecían fiables resultaban igualmente deprimentes.

¡Se culpó del incendio a los judíos! ¡Se echó la culpa de la peste a los judíos! ¡Se achacó a los judíos la responsabilidad de que toda Europa estuviera regida por cabrones que odiaban a los judíos!

Los judíos constituían una tercera parte de la población de Cracovia en 1800, una cuarta parte en 1900, y nada en absoluto en 1945.

Por la mañana, camino del hotel desde la estación, saqué un billete de autobús para Auschwitz.

Les ahorraré la mayor parte.

Cuando estaba en pleno funcionamiento, Auschwitz se componía en realidad de tres campos diferentes: el de la muerte (Birkenau, también conocido como «Auschwitz II»); el de la fábrica I. G. Farben («Auschwitz III», o Monowitz), en donde trabajaban los esclavos, y el campo combinado de concentración y exterminio, situado entre los dos anteriores («Auschwitz I», o simplemente Auschwitz). Como los alemanes bombardearon Birkenau en su huida —demostrando la afirmación de Platón de que la vergüenza humana surge exclusivamente de la amenaza del descubrimiento— y luego los polacos se llevaron los ladrillos que quedaban entre los escombros, el museo principal se encuentra en Auschwitz I.

Para llegar allí hay que coger uno de esos autobuses que, merced a una especie de pirueta histórica, son más modernos que cualquiera de los que se ven en Estados Unidos. Los polacos llaman a esa zona
Oswiqcim
: no se ve un solo letrero que diga «Auschwitz». Los alrededores están enteramente industrializados y poblados, con edificios de viviendas frente a la entrada del campo de concentración, aunque la guía advierte en polaco que de no haber sido por el jaleo armado por la militancia judía internacional, a estas alturas lo habrían demolido para construir un supermercado. Miré alrededor para ver quién se molestaba por tal aseveración, pero los únicos que rechinaban los dientes eran los miembros de una familia hasídica que iba en la parte de atrás del autobús.

Se cruza un patio exterior. Los nazis fueron ampliando el campo siempre que tenían oportunidad, de manera que para llegar a las famosas verjas del
«Arbeit Macht Frei»
hay que pasar por un edificio con una cafetería, un quiosco de carretes para cámaras fotográficas, y las taquillas que expenden las entradas. Ése era antes el edificio en donde se tatuaba y rapaba la cabeza a los prisioneros, y en donde los nazis tenían encerrados a los esclavos sexuales. Huele a alcantarilla porque no limpian los servicios, y los tatuajes que se ven en las fotos ni siquiera se parecen a los que tenían nuestros abuelos.

Pasando las verjas, hay una cruz de madera de seis metros con un enjambre de monjas y cabezas rapadas alrededor que entregan panfletos en donde se cuenta la histeria con que el judaísmo internacional intenta prohibir los oficios católicos en Auschwitz, que está en un país católico. Eso hace que te entre hormiguillo en las manos, y te preguntes si romperle la crisma a un cabeza rapada justificará la afirmación de Freud de que lo único que puede hacernos felices es la realización de los deseos infantiles.

Pero haces lo que has venido a hacer. Observas los barracones rodeados de alambre de espino, la horca, las torres de los guardias que distribuían la muerte al azar. El edificio de los experimentos médicos. Los hornos crematorios. Te haces ciertas preguntas: ¿limpiaría yo las cámaras de gas para seguir con vida un mes más? ¿Llenaría los hornos?

Te sientes jodidamente mal.

Al final acabas preguntándote por qué hay un barracón dedicado a las víctimas de todas las nacionalidades de que hayas oído hablar —eslovenos, por ejemplo—, pero no hay una sola mención a los judíos en parte alguna. Preguntas a un guarda. Señala al otro lado de la calle.

Cuando encuentras el Barracón 37, compruebas que el guarda tenía razón a medias. Es un barracón conjunto, el único de Auschwitz: eslovacos (la exposición original; se ve por los letreros) y ahora también judíos. Aunque la instalación está cerrada a cal y canto, con una cadena en torno al picaporte de la puerta. Después te enteras de que ese barracón en concreto ha pasado más tiempo cerrado que abierto: por ejemplo, entre 1967 y 1978 no abrió un solo día. La familia hasídica del autobús se queda contemplando tristemente la cadena.

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