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Authors: Josh Bazell

Burlando a la parca (12 page)

BOOK: Burlando a la parca
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De manera que en el escáner del Tío del Culo se distinguen inmediatamente dos abscesos del tamaño de una pelota de golf, uno tras la clavícula derecha y el otro en la nalga izquierda. En una inspección más detenida se aprecia en torno a los bordes lo que podría ser una especie de pelusa: un hongo o algo así. Son algo parecido a lo que se presenta en los alcohólicos cuando pierden el conocimiento y se tragan su propio vómito, con lo que luego se les forman colonias en los pulmones. Estoy prácticamente seguro de que nunca he visto nada igual en un músculo.

Mando a mis estudiantes que llamen con el busca a Patología. Suele ser difícil sacar a esa gente de sus pequeñas y desagradables guaridas, cubiertas de frascos con órganos humanos como la casa de esos asesinos en serie que muestran en la tele, pero es preciso hacer una biopsia al Tío del Culo. Les digo también que de paso avisen a Enfermedades Infecciosas, aunque es probable que ninguno de los dos servicios responda.

Y una vez que desaparecen de mi vista cierro la pantalla del escáner en el ordenador y busco en Google al cirujano de Squillante, John Friendly, sólo para escarbar un poco más en la mierda en que ando metido.

Pero sorpresa: da resultado. El hombre que busco, Friendly, ha ceñido o reducido el estómago a toda celebridad obesa de que haya oído hablar. De hecho, la revista
New York
—que debe saberlo bien, porque su función principal consiste en transmitir agentes patógenos entre las manos de los que se sientan en las salas de espera— lo cita como uno de los cinco mejores cirujanos de la ciudad. Incluso tiene un libro que no se vende mal del todo en Amazon:
El ojo de la aguja: Cocina para operados del tracto digestivo
.

Sigo buscando hasta encontrar una fotografía que confirma que esas menciones se refieren efectivamente al individuo que he conocido sólo hace un rato, porque menuda mañanita llevo. De pasada encuentro artículos más alegres. Por lo visto, Friendly acaba de hacer una colostomía al tío que hacía el papel de padre en
Paternidad virtual
.

Como si ese tipo hubiera dicho: qué alivio tan cojonudo.

Trato de imaginar hasta qué punto será un alivio. ¿Significa eso que Squillante tiene en realidad un setenta y cinco por ciento de probabilidades de superar la operación? Y en tal caso, ¿qué posibilidades hay de que cumpla su palabra y no me traicione si sobrevive? Me llaman al busca desde una habitación en donde no suelo tener pacientes.

Miro el número en la pantalla y me pregunto si será el nuevo del que me ha hablado Akfal hace unas tres horas. Entonces me doy cuenta de que es la habitación en donde está la Chica del Osteosarcoma, y echo a correr hacia la escalera de incendios.

Lo primero que me salta a la vista al encontrarme de nuevo frente a ella es que, aunque es preciosa, sus ojos no se parecen en nada a los de mi perdida Magdalena. Luego me siento molesto ante esa decepción.

—¿Qué ocurre? —le pregunto.

—¿A qué te refieres?

—Me han llamado al busca.

Deja de morderse la uña del pulgar y señala hacia el otro extremo de la habitación, cerca de la puerta.

—Me parece que ha sido por la chica nueva —dice.

Ah, claro. La cortina está echada, y a través de ella se oyen unas voces. Doy una palmadita a la Chica del Osteosarcoma en la pierna buena, llamo luego en la pared con los nudillos y abro la cortina.

Hay tres enfermeras instalando a una nueva paciente en la cama que antes estaba vacía.

Es otra mujer joven, aunque es difícil saber su edad exactamente porque tiene el cráneo rasurado y vendado, y le falta la cuarta parte de la frente. En el lado izquierdo, sólo hay una hendidura en la gasa.

Bajo el vendaje me mira con ojos azules e incoherentes.

—¿Quién es? —pregunto.

—Nueva paciente, doctor Brown —dice la enfermera de más rango—. Acaban de enviarla de Neurocirugía.

—Hola —digo a la paciente—. Soy el doctor Brown.

—Yo ooy ooy ooy —contesta ella.

Naturalmente. En todas las personas diestras, y en la mayoría de las zurdas, la personalidad radica en el lóbulo frontal izquierdo. O radicaba. El vendaje empieza a palpitar por la parte que le falta debido al esfuerzo que hace al hablar.

—Relájese ahora. Voy a leer su gráfica —le digo, y me voy antes de que pueda contestar.

O responder al estímulo, como quieran llamarlo.

La gráfica de la Chica de la Cabeza es breve. Dice:
«p/s cranectomía por absceso séptico meníngeo p/s absceso lingual p/s intervención estética voluntaria + p/s laparotomía para implante craneal»
.

En otras palabras, se le infectó un
piercing
que se había hecho en la lengua, y la infección se le pasó al cerebro. Luego le abrieron la cabeza para llegar a él, y después cogieron el trozo de cráneo que le había quitado y se lo implantaron bajo la piel del abdomen para mantenerlo vivo mientras esperaban a ver si le volvía la infección.

Llamar «intervención estética» a un
piercing
en la lengua es un poco elástico, habida cuenta de que no se lo ha hecho para estar más guapa. Se lo ha hecho porque está tan falta de cariño que no duda en causarse un grave perjuicio a sí misma para anunciar lo bien que chupa la polla.

Joder
, pienso:
sí que estoy de mala leche
.

Sólo para concluir mis investigaciones en la casa de la alegría que es la Habitación 808 Oeste, pido la gráfica de la Chica del Osteosarcoma.

No me entero de nada nuevo: un montón de «atípico» esto y «grandes probabilidades de» lo otro. A veces le sangra el fémur derecho, justo por encima de la rodilla. Pero no siempre. Y dentro de unas horas le van a amputar la pierna a la altura de la cadera.

A la gente le pasan las peores, las más increíbles putadas.

Relleno el papeleo de admisión de la Chica de la Cabeza sin mirarlo, pero antes de terminar vuelven a llamarme por el busca, esta vez a la habitación compartida por Duke Mosby y el Tío del Culo.

A propósito, el acuerdo que tenemos es el siguiente: Akfal y yo debemos admitir en sala a treinta pacientes por semana. El tiempo que pasen en el hospital depende de nosotros. Evidentemente disponemos de un incentivo para darles rápidamente el alta, y no tener que seguir atendiéndolos. Por otro lado, si vuelven a Urgencias en menos de cuarenta y ocho horas después de que los hayamos largado, debemos readmitirlos en nuestro servicio. Mientras que si acuden, digamos, cuarenta y
nueve
horas después del alta, se los distribuye al azar, como si fuera su primera visita, y hay cinco probabilidades contra una de que se conviertan en problema de otro médico.

El truco consiste en detectar el momento exacto en que el paciente se encuentra lo bastante bien como para pasar cuarenta y nueve horas fuera, y mandarlo enseguida a la calle. Parece algo fuerte —y en realidad, lo es—, pero en cuanto Akfal y yo dejemos de hacerlo, nuestro trabajo resultará imposible.

Ya lo es. Un directivo de seguros estableció hace mucho la línea precisa tras la cual no se nos puede exigir más —el tope de cuarenta y nueve horas, si ustedes quieren— y está haciendo un trabajo de primera para mantenerla ahí. Entre admitir nuevos pacientes y dar de alta a los antiguos, cosas ambas que son pesadillas burocráticas, apenas tenemos tiempo para ocuparnos de los enfermos que aún siguen con nosotros.

Lo que significa que visitar a cualquiera de los pacientes que ya hayamos visto a lo largo del día —como el Tío del Culo y Duke Mosby— es una pura y simple pérdida de tiempo. A menos que el enfermo tenga un problema puntual, que pueda arreglarse.

Lo que siempre es una remota posibilidad, y en ese caso me precipito hacia la escalera de incendios, y luego voy corriendo por el pasillo a su habitación.

Hay una multitud nada más pasar la puerta: el médico asistente (nada menos), Zhing Zhing, nuestros cuatro estudiantes y la jefa de residentes. Veo además a dos residentes que no conozco. Uno de ellos, sombríamente atractivo y con aspecto enloquecido, tiene una gigantesca jeringuilla en la mano. El otro es como un pajarito y parece estar molesto.

—Imposible —dice la jefa de residentes al de la jeringa—. Ah, no, doctor.

La jefa está entre la cama y el de la hipodérmica.

—Hola —digo, alargando el puño para que Tío del Culo lo choque con los nudillos, pero se limita a fulminarme con la mirada. Luego pregunto a los residentes—: ¿Quiénes sois vosotros, tíos?

—EI —contesta el de la hipodérmica. Enfermedades Infecciosas.

—Patología —dice el otro—. ¿Me has llamado con el busca?

—Hará una hora, más o menos —respondo—. ¿Me has llamado tú
a mí
?

—He sido yo, señor —dice uno de mis estudiantes.

—Éste quiere hacer una biopsia de las lesiones —me informa la jefa de residentes, refiriéndose al tío de EI
[28]
.

—De acuerdo —digo.


¿De acuerdo?
—inquiere la jefa de residentes—. Este paciente tiene un agente patógeno desconocido que se está
extendiendo
, ¿y quiere correr el riesgo de propagarlo aún más?

—Quiero averiguar de qué se trata.

—¿Ha pensado en informar al Centro de Control de Infecciones?

—No.

Y es verdad.

—Le ha subido del glúteo a la parte superior del tórax —me comunica el de EI—. ¿Cuánto más puede extenderse?

—¿Qué le parece toda mi puñetera sala del hospital? —le pregunta la jefa de residentes.

—¿Por qué me han llamado
a mí
? —tercia el pajarito de Patología.

La jefa de residentes no le hace caso y se vuelve hacia el asistente.

—¿Qué opina usted?

El asistente consulta su reloj y se encoge de hombros.

—Voy a inyectarle —avisa el tío de EI.

—Espere… —dice la jefa de residentes.

Pero el de EI la aparta con el codo y se acerca con la jeringa al Tío del Culo. Le da dos golpecitos en la parte superior del pecho, suscitando un grito con el segundo. EI mantiene el dedo en ese punto y clava la aguja justo al lado, tirando rápidamente del émbolo. El aullido del Tío del Culo sube de intensidad, y la cámara de la hipodérmica se llena de sangre mezclada con un líquido amarillento.

—¡Maldita sea su estampa! —grita la jefa de residentes.

El tío de EI saca la aguja de un tirón y se vuelve hacia ella, con aire de suficiencia, pero calcula mal la distancia que los separa. En realidad no hay ninguna. La jefa de residentes recibe un empujón que la echa hacia atrás, y el tío de EI y ella se enredan el uno con el otro, agitando los brazos como aspas de molino, pierden el equilibrio y empiezan a caerse los dos juntos.

Justo hacia mí.

Me aparto, pero tengo a un estudiante encogido a mi lado, aullando bajo uno de mis zuecos. Me doy contra la pared, e intento protegerme la cara levantando el brazo. Que es donde se me clava la hipodérmica, justo hasta el plástico.

Todo el mundo se queda paralizado.

Luego empiezan a incorporarse, apartándose de mí. Me pongo en pie a mi vez. Bajo la cabeza y me miro el brazo. Sigo teniendo la hipodérmica clavada, vacía, el émbolo hasta abajo. Empiezo a sentir ese dolor que dan los pinchazos importantes, cuando separan las capas de tejido. Con un súbito movimiento de torsión, me arranco la jeringa del brazo.

Rompo la aguja y la tiro al contenedor de las hipodérmicas usadas, que está en la pared, detrás de mí. Luego cojo al tío de EI por la pechera de la bata del uniforme y le meto en el bolsillo la cámara de la hipodérmica.

—Raspa lo que puedas de ahí y analízalo —le digo—. Llévate al de Patología.

—Ni siquiera sé lo que estoy haciendo aquí —gime el aludido.

—No me obligues a hacerte daño —le advierto.

—Doctor Brown —me dice el asistente.

—¿Sí, señor? —le contesto, sin quitar los ojos del tío de EI.

—¿Me da cinco minutos de ventaja?

—Usted se ha marchado hace diez minutos —lo tranquilizo.

—Es usted buena persona, muchacho. ¡Salud! —dice al marcharse.

Todos los demás se quedan paralizados.

—¡
Stat
, gilipollas de mierda! —les digo.

Estoy casi fuera de la habitación cuando me doy cuenta de que algo va mal. Algo más, quiero decir.

La cama de Duke Mosby está vacía.

—¿Dónde está Mosby?

—A lo mejor se ha ido a dar una vuelta —sugiere un estudiante a mi espalda.

—Mosby tiene gangrenados los dos pies —le recordé—. Ese tío no puede andar, ni cojeando.

Pero por lo visto puede correr.

10

Me parece haber dicho ya que Skinflick estaba enamorado de su prima hermana, Denise. Siempre lo había estado.

Era dos años mayor que él. Skinflick hablaba todo el tiempo de ella, con frecuencia en el contexto de sus gilipolleces de
La rama dorada
. De la injusticia de que Denise y él no pudiesen estar juntos sólo por un estúpido prejuicio norteamericano que no tenía base científica ni tampoco realidad histórica, y de que la expresión siciliana de «los primos para los primos» se ajustaba más a la historia además de brindar un excelente consejo
[29]
. «A los americanos les encantan las soplapolleces de los paletos», repetía en tono de queja.

Cuando Skinflick y yo acabamos el bachillerato, cruzamos el país en coche hasta Palos Verdes, al sur de Los Ángeles, para ir a verla.

El padre de Denise, Roger, era hermano de la madre de Skinflick. Empezó a desconfiar en cuanto llegamos, y no arregló las cosas el hecho de que Skinflick y Denise aprovecharan la menor oportunidad para escabullirse —fuera, o al piso de arriba— y echar un polvo.

La madre de Denise, Shirl, daba menos problemas, al menos en ese sentido. Pero en lo que se refiere a tirarme
a mí
los tejos, cuando se ponía cachonda al pensar que su sobrino se estaba follando a su hija a cada momento, constituía un problema gordo. No es que yo fuera un santo, precisamente.

Menos mal que fue a Skinflick y Denise a quienes Roger sorprendió en el pabellón de huéspedes, no a Shirl y a mí. Roger desterró de la casa a Skinflick. Denise sollozó. En cierto sentido, un tanto indecente, fue bastante romántico.

Skinflick y yo bajamos directamente a Florida, como si el objeto de nuestro viaje hubiera sido estar en la playa. Cenamos con mi padre un par de noches seguidas, cosa que fue muy agradable. Por entonces Silvio vendía barcos y bienes raíces, y se encontraba en una etapa de su vida en que no hacía más que sonreír, abrir las manos y decir: «Y eso ¿quién lo puede saber? Ya me dirás.» Puede que siga en esa fase. La última vez que hablé con él fue cuando vino a verme a la cárcel durante el juicio
[30]
.

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