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Authors: Josh Bazell

Burlando a la parca (4 page)

BOOK: Burlando a la parca
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Es una extraña maldición, cuando uno se pone a pensarlo. Estamos hechos para el pensamiento y la civilización, más que cualquier otro bicho viviente que conozcamos. Y en el fondo sólo queremos ser asesinos.

Entretanto, en torno a Acción de Gracias del 91 me empiezo a follar a la agente Mary-Beth Brennan del Departamento de Policía de West Orange. En su Crown Victoria, porque estaba casada y a los polis no les gusta salir de sus coches «patrulla» cuando están de servicio. El suyo estaba infestado no sólo de cucarachas sino de ratas, porque los mamones de los otros turnos tiraban los huesos de pollo frito a la parte de atrás, alojándolos entre los duros asientos de cuero. Aquello parecía un habitáculo de roedores domésticos.

No es que no me gustaran las relaciones que manteníamos. Era la primera vez que lo hacía, y desde luego resultaba agradable. Además, no tenía motivos para pensar que aquella experiencia sexual pudiera mejorarse, porque era muy diferente de todo lo que había visto en el cine o leído en los libros.

Pero comprendía que debía haber algo más que aplastarse la cabeza contra la radio mientras una tía que me parecía increíblemente blanda y vieja (era más joven de lo que yo soy ahora, y todos los pechos tienden a ablandarse, pero ¿quién sabía eso?) se retorcía encima de ti con los pantalones del uniforme por debajo de las rodillas, al tiempo que yo me preguntaba cuánto más podría insistir para que sonsacara a los detectives de grado tres y cuatro, que seguramente sabían
algo
sobre el asesino de mis abuelos, y me transmitiera información práctica y fiable. Además era invierno, de modo que, cuando no la tenía a mi lado, todo era helador.

Lo que la agente Brennan acabó averiguando fue lo siguiente:

Los detectives no creían que fuesen nazis, ni «neo» ni de ninguna clase, porque esa gente suele dedicarse a los
hasidim
. Tampoco se trataba exactamente de un robo, porque se llevaron poca cosa, y los ladrones evitan a la gente mayor en razón de que está casi siempre en casa y no suele guardar dinero en ella. Lo poco que
robaron
, como el aparato de vídeo, probablemente constituía un impulso de última hora o un calculado intento de despiste.

—Entonces, ¿quién ha sido? —pregunté a Mary-Beth Brennan.

—No me lo han dicho.

—Mentira.

—Es que no quiero que sufras.

—Eso no me importa, coño.

Me lo dijo. Lo más probable era que hubiesen concebido todo el asunto con el único objeto de matarlos. Los ancianos quizá no sean las mejores víctimas de un robo con allanamiento de morada, pero son fantásticos para fines homicidas. Se mueven con lentitud, pueden pasarse varios días tendidos antes de que los descubran, y, como he dicho, suelen estar en casa. Quienquiera que piense cometer un asesinato y le importe poco quién sea la víctima, se decidirá por personas como mis abuelos. Y ese tipo de criminal se incluye en una de las categorías siguientes: asesinos en serie y mafiosos en prueba.

A principios de 1992, en West Orange, estado de New Jersey, había que ser tonto del culo para apostar por los asesinos en serie.

Así que lo más probable era que hubiese sido alguien deseoso de demostrar su valía para matar, y brindar a la mafia una ascendencia estratégica sobre él a guisa de cuota de entrada. O puede que fueran dos personas, puesto que había dos víctimas y las balas que asesinaron a mis abuelos eran de pistolas diferentes.

Según uno de los detectives a quienes la agente Brennan sonsacó información para mí, eso significaba que había bastantes posibilidades de que acabaran atrapando a aquellos tíos. Esa gilipollez de la mafia, la
omertà
, funciona en ambos sentidos: los antiguos chantajean a los nuevos, y los nuevos delatan a los antiguos. De manera que la policía acabaría enterándose de que dos capullos en concreto habían entrado en la mafia al mismo tiempo, y entonces identificarían a los sospechosos.

Pero eso podría ocurrir dentro de diez años, y para entonces se habrían evaporado las pruebas, o el interés. Y eso suponiendo que aquellos tipos hubieran «aprobado» y no los rechazaran, si es que simplemente no decidieron seguir trabajando en los almacenes Best Buy o donde fuese.

El asunto tenía poco cuerpo. Era endeble. A lo mejor había sido obra de un asesino en serie después de todo. O de unos yonquis.

Pero los perros no rehúyen al zorro porque esté sarnoso. La teoría de la mafia era lo único que tenía, de modo que seguí adelante con ella.

Y además dejé de recibir información. Un día presioné demasiado a Mary-Beth, y se me puso a llorar en el pecho diciendo que sospechaba que no la quería de verdad.

Cuando uno se cría en la parte norte de New Jersey, oye muchas sandeces acerca de la mafia y de que el padre de tal o cual anda metido en ella. Pero también conoce la existencia de una academia militar diurna en Suffern, y cada vez que se tropieza con alguien que asiste a ella resulta que es un gilipollas con un deportivo Iroc-Z y un collar de oro macizo con el que puede romperse el espejito para la cocaína. Y cuando se consultan los personajes de las Cinco Familias en el
Who is Who
de New Jersey, resulta que mogollón de ellos ha ido a esa escuela.

No voy a nombrarla. Baste decir que se llama igual que una de las más famosas academias militares de Inglaterra, pese a que su fundación data de ciento cincuenta años después de la guerra de Independencia.

Contaba con ir a un instituto católico, pero en realidad daba lo mismo. Ya estaba haciendo flexiones.

Hice el traslado durante el verano. Era cara, pero con la herencia y la liquidación del seguro me sobraba dinero. Y, como ya he dicho, no tenía muchas necesidades.

Como escuela militar era una filfa. «Toque de diana» a las siete y media y a las dos y media, cuarenta minutos diarios de instrucción, desfile una vez al mes. Había un grupo de tarados que se lo tomaban muy en serio, y se apuntaban a los equipos deportivos y todo eso, pero los demás fumaban mandanga en los lavabos y salían a escondidas al Pizza Hut de la autopista para retozar con las chicas del instituto femenino, que estaba al otro lado de las pistas de tenis y el bosque. En los servicios del Pizza Hut había enseñanza mixta.

Tenías que hacer cola.

Decidí entablar amistad con Adam Locano porque era muy popular, no por sus relaciones con la mafia. No me enteré de que las tuviera hasta después, cuando le pregunté cómo le habían puesto su mote, que era «Skinflick».

Según me habían dicho, lo llamaban así porque había hecho una película porno con la canguro cuando tenía doce años.

—Qué más quisiera —me contó—. Fue con una puta en Atlantic City. Ni siquiera me acuerdo, tío, estaba como una cuba. Entonces un capullo del club de mi padre robó la cinta y se puso a hacer copias para todo el mundo. De pena.

Oí campanas, y comprendí que me había metido hasta el cuello en la mafia. Pero antes de eso no tenía ni idea, porque Locano era diferente de los demás chicos mafiosos.

Tenía quince años, como yo. A diferencia de mí, era regordete, de pezones hinchados con pliegues diagonales y una cara parecida a la del perro Droopy, con carrillos colgantes y bolsas en los ojos. Tenía el labio inferior demasiado carnoso. También a diferencia de mí, era un gallito. Era como si se tomase muy en serio el hecho de parecer —incluso con el pijama de tarados que teníamos que llevar en el desfile— que se había pasado toda la noche bebiendo. En Las Vegas. En 1960.

Otra particularidad de su encanto (que no dejaba de maravillarme) era que por lo visto siempre hablaba con absoluta franqueza y libertad. Soltaba con aire despreocupado que iba a cagar o hacerse una paja, o que estaba enamorado de su prima hermana, Denise. En cuanto se enfadaba o se sentía contrariado, te lo hacía saber, incluidas las ocasiones en que le daba rabia que yo fuese tan superior a él en los deportes o peleando.

Yo hacía lo posible por evitar esa clase de situaciones, pero, como chicos que éramos, y en particular alumnos de una presunta academia militar, surgían continuamente. Y siempre me impresionaba la gracia con que Skinflick se enfrentaba a ellas. Se ponía a aullar de cólera, reía luego a carcajadas, y no cabía duda de que ambas reacciones habían sido sinceras. Encima de lo cual, pese a la manera en que se comportaba, y su pretensión de no haber leído en la vida más que un libro de cabo a rabo, era el chaval más listo que había conocido.

Tenía además la suficiente seguridad en sí mismo para caer bien a toda clase de gente —horteras, empleados de la cafetería, todo el mundo—, lo que hacía posible intimar con él. No es que no me costara trabajo. Corté con los antiguos hábitos europeos y empecé a vestirme al estilo pijo descuidado, con unas Vuarnet y collar de coral. Empecé a hablar más despacio y en voz más baja, abriendo la boca lo menos posible. En el instituto, todo chico solitario debe encontrar un estímulo lo bastante poderoso para integrarse. Así es más fácil enrollarse.

También empecé a vender drogas. Tenía un contacto a través de un memo que conocí en mi antiguo instituto, antes de que asesinaran a mis abuelos y de que todos mis amigos dejaran de hablarme porque no sabían qué decir. El hermano mayor del memo se dedicaba al trapicheo, y me pasó ocho bolsitas de treinta gramos de hierba y unas cuantas de cocaína a buen precio. Creo que los dos pensaban que me estaba automedicando.

De todos modos, al final no tuve más remedio que venderlo a menos del precio de coste —resulta que comprar amigos no es la inversión más extraordinaria del mundo—, pero dio buen resultado. Fue por la mandanga por lo que Skinflick y yo empezamos a conocernos.

Un día me pasó en clase una nota que decía: «Hermano, ¿puedes pasarme algo?»

Seguro que soy el mayor gilipollas de la creación: un mono en unas ruinas mayas, cagándose en todo lo que no comprende, peor que un neandertal. Pero de todas las cosas vergonzosas que he hecho, la que más fácilmente entiendo es la de encariñarme con Adam Locano y su familia a los quince años.

Años después, los agentes federales intentaron llevarme al huerto con eso: cómo sólo un completo gilipollas podía pasar de encontrar a sus abuelos asesinados por unos hijoputas de la mafia a vivir y trabajar para ellos, lamerles el culo y no poder estar sin su compañía. Pero las razones eran evidentes.

Hay polis que se tuercen por setenta mil dólares y medio kilo de cocaína. Los Locano me acogieron en su
familia
. Literalmente, sin las chorradas de las películas de la mafia. Me llevaban a
esquiar
, joder. Una vez me invitaron a
París
, y luego Skinflick y yo nos fuimos a Ámsterdam en tren. No eran esencialmente simpáticos, pero sabían compenetrarse con la gente, y se portaban muy bien conmigo. Además de Skinflick y sus padres, en la familia había dos chicos menores. Ninguno tenía aire atormentado, ni aspecto de pensar continuamente en matanzas. Todos parecían mirar hacia delante, hacia un mundo lleno de vida, y no hacia atrás, a un ámbito peligroso que no podían explicar. Y por lo visto querían que los acompañase.

Yo no era ni por asomo lo bastante fuerte para dejar escapar la oportunidad.

David Locano, el padre de Skinflick, era abogado en un bufete cercano a Wall Street. Luego me enteré de que era el único de los cuatro socios que se dedicaba a asuntos de la mafia, aunque también era el que mantenía el despacho a flote. Llevaba trajes caros con aire descuidado y tenía un pelo negro que le sobresalía a los lados del cogote. Nunca logró ocultar plenamente lo listo y competente que era, pero cuando estaba con la familia parecía aturdido, como intimidado. Siempre que necesitaba saber algo —del ordenador, de si debía empezar a jugar al squash o hacer régimen o algo así—, nos preguntaba a
nosotros
.

La madre de Skinflick, Barbara, era delgada y tenía gracia. Hacía canapés con frecuencia, y o bien le interesaban realmente los deportes profesionales o se le daba bien fingirlo. «
Oh, por favor
», le gustaba decir. En frases como: «
Oh, por favor, Pietro, ¿es que ahora vas a llamarlo Skinflick?
»

(Pietro era mi nombre auténtico, a propósito. Pietro Brnwa, pronunciado «Brawno».)

Y luego estaba Skinflick. Andar con él no era exactamente como si te hicieran un lavado de cerebro, en el sentido de que el lavado de cerebro suele tener el objeto de que se acepte como deseable una realidad que, en el fondo, es una cagada, mientras que salir con Skinflick era divertido. Pero tenía el mismo efecto.

Contéstenme a esto, por ejemplo:

¿Qué valor puede darse a una fiesta nocturna alrededor de una hoguera en la playa? ¿Qué pasa si entonces tienes dieciséis años? ¿Y notas el fuego en una mejilla y el viento en la otra, y el frío de la arena desde los tobillos hasta el fondillo de los vaqueros, pero los labios de la chica que estás besando casi a oscuras abrasan y están húmedos y saben a tequila, y sientes como si te comunicaras telepáticamente con ella, y además no te acosan ni los remordimientos ni las decepciones de la vida, porque por lo que te imaginas el futuro va a ser una sorpresa, aunque sufrirás reveses, desde luego, pero cabe esperar que también haya beneficios con el correr del tiempo?

¿A qué puede renunciarse por algo así? ¿Y cómo se contrapone eso a la obligación que se tiene con los muertos?

No es complicado: echas una mirada y te marchas. Sacudes la cabeza y vuelves a ser el tipo gigantesco y solitario que no tiene abuelos. Estás contento de conservar el alma.

Yo no hice eso. Me quedé con los Locano mucho después de conseguir lo que me había propuesto sacar de ellos, hasta que mi vida se convirtió en una burla de lo que había sido mi misión en un principio. Cabría decir que el hecho de que me criaran mis abuelos me había dotado de pésimas defensas contra personas para quienes la mentira y la manipulación era una manera de vivir y entretenerse. Pero también podría alegar que estar con los Locano me volvió loco de felicidad, y no quería que aquello terminase.

Y lo cierto es que he hecho cosas mucho peores desde entonces.

3

El paciente que está en la cama del Ala Anadale es un individuo que conocí con el nombre de Eddy Squillante, alias Eddy Consol.

—Pero ¿qué
coño
es esto? —exclamo con un gruñido, agarrándolo de la pechera del camisón. Vuelvo a comprobar su gráfica—. ¡Aquí dice que te llamas LoBrutto!

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