Caballo de Troya 1 (78 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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Este Herodes era hijo del tristemente célebre Herodes el Grande, el que había ordenado la matanza de los niños menores de dos años en Belén y su entorno. Una masacre muy propia del carácter y trayectoria de aquel rey, odiado por el pueblo y al que llamaban con el despreciativo de «criado edomita». A través de numerosas pesquisas, Caballo de Troya pudo averiguar que la sanguinaria matanza de los « inocentes» alcanzó a una treintena de niños
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.

Civilis, a la cabeza, cruzó el puente levadizo. Detrás, los soldados, arropando al Maestro y formados en dos hileras. Y a escasa distancia, el resto del grupo: Caifás, el puñado de jueces, Judas Iscariote, Juan Zebedeo, el anciano José de Arimatea y yo.

Mientras salíamos de la fortaleza me volví hacia el portalón abierto en la muralla norte y la confusión reinó de nuevo en mi cerebro. Según los textos evangélicos, «una gran muchedumbre» debía acudir hasta las mismísimas puertas del pretorio. Pero, ¿cómo podía ser esto? De momento, las entrevistas con Poncio Pilato se habían celebrado poco menos que de forma privada. Sólo aquella reducida representación del Sanedrín había tenido acceso al interior de la Torre Antonia...

«Además -seguí reflexionando mientras descendíamos en dirección al barrio alto de la ciudad-, sin el expreso consentimiento del procurador o de sus oficiales, ningún hebreo podía traspasar el muro o parapeto exterior y, mucho menos, el foso que rodeaba aquella zona del cuartel general romano.»

¿Qué iba a ocurrir, por tanto, para que la multitud judía pudiera llegar hasta las escalinatas de la residencia privada de Poncio?

Juan, el discípulo amado de Jesús, informó inmediatamente a José y al mensajero de cuanto había sucedido al pie del pretorio y en el interrogatorio privado del procurador, evitando, eso si, su conversación con el romano. El joven Zebedeo había recobrado las esperanzas. Le vi optimista ante las declaraciones de Pilato. Verdaderamente llevaba razón. Si el proceso se hubiera mantenido dentro de aquella línea, prácticamente circunscrito al pequeño circulo de los sanedritas y del gobernador extranjero, quizá la suerte del Maestro hubiera sido otra. Pero las maquinaciones de Caifás y sus hombres no cesaban...

El «correo», una vez recogidas las últimas noticias sobre Jesús, se despidió de los amigos del rabí, desapareciendo a la carrera hacia el campamento de Getsemaní.

Fue al cruzar bajo la puerta de los Peces cuando el de Arimatea, al ver cómo un nutrido grupo de hebreos, presidido por varios jefes del Templo y otros fariseos, se unía al sumo sacerdote y a los saduceos, expresó su desaliento. Mientras aguardaba frente al parapeto de piedra de Antonia, José había recibido una información que venía a complicarlo todo: Anás, de mutuo acuerdo con los jueces, había empezado a repartir secretamente monedas de oro pertenecientes al tesoro del Templo. Después de anotar los nombres de cada uno de los sobornados, los tres
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o tesoreros oficiales habían impartido una consigna común:

«clamar ante Poncio Pilato la muerte del impostor de Galilea».

Al ver cómo el grupo inicial de saduceos aumentaba sensiblemente, pregunté al de Arimatea cómo pensaba Caifás introducir aquella muchedumbre en el recinto de la fortaleza.

-Dudo mucho -le dije- que Pilato y sus tropas lo autoricen.

José despejó mis dudas en un segundo. Casualmente aquella misma mañana del viernes, víspera de la Pascua, los judíos disfrutaban de una antigua prerrogativa. Cientos de hebreos tenían por costumbre subir hasta las inmediaciones del Pretorio y asistir a la liberación de un
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Antes de iniciar la misión, yo habla recibido una completa información sobre quién era este tetrarca o gobernador de Galilea: Herodes, por sobrenombre Antipas o «igual a su padre». Y la verdad es que dicho apodo encajaba a la perfección. Herodes Antipas había heredado el gobierno de las tierras del norte (Galilea) a la muerte de su funesto padre, Herodes el Grande, en el año menos 4 de nuestra Era. Tenía 17 años. Según el primer testamento de su padre, Antipas debería de haber recibido el reino de Judea. Pero Herodes el Grande cambió de idea y sustituyó a Antipas por su otro hijo Arquelao, que se hizo cargo del citado reino de la Judea. Y Herodes Antipas recibió, como digo, Galilea. Un tercer hijo, Filipo, fue designado también tetrarca de la Perea. Fue precisamente a este último a quien Herodes Antipas le quitaría su mujer, la no menos célebre Herodias, responsable, al parecer, del asesinato del primo hermano de Jesús de Nazaret, Juan el Bautista.
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preso. Esa gracia, potestad que recaía en el procurador, constituía uno de los gestos de amistad y simpatía de Roma hacia sus súbditos. Encerraba, en consecuencia, un eminente carácter festivo y, durante los días precedentes, tanto los vecinos de Jerusalén como los miles de peregrinos se hacían lenguas, apostando por uno u otro candidato. En esta ocasión, el nombre que sonaba con más fuerza entre los hebreos era el de «Barrabás». Según José de Arimatea, un miembro activo del grupo revolucionario «zelota», un «fulano de padre desconocido, vil y sanguinario, capturado por las fuerzas romanas en una revuelta»
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.

Aquella aclaración del anciano amigo de Jesús me hizo comprender muchas cosas. En primer lugar, y en pura lógica, la ciudad santa había despertado aquella mañana del viernes, 7 de abril, sin la menor noticia del prendimiento de su ídolo: Jesús de Nazaret. Sólo unos pocos lo sabían. En segundo término, la próxima e inminente manifestación de judíos ante la residencia de Pilato no tenía nada que ver con el Maestro de Galilea. Aunque Jesús no hubiera sido hecho preso, se habría celebrado de igual forma.

Fueron, como digo, las malas artes del Sanedrín y la casi total ausencia de amigos y partidarios del Nazareno en dicha reunión multitudinaria, para pedir la liberación de un reo, lo que desembocó en lo que todos ya conocemos.

El palacio de los antiguos Asmoneos -residencia provisional de Herodes Antipas durante sus breves estancias en Jerusalén- se hallaba muy cerca de la muralla que corría desde el soberbio conjunto palaciego de Herodes el Grande (en el extremo occidental de la ciudad) al Templo. Se trataba de una vetusta construcción, a base de enormes sillares de 20 codos de largo por 10 de ancho que, en palabras de Josefo, «no podían ser cavadas ni rotas con hierro, ni movidas con todas las máquinas del mundo».

A las puertas del palacio nos salió al paso una parte de la guardia personal de Antipas, integrada en su mayoría por mercenarios tracios, germanos y galos. Muchos de ellos habían servido primero con el padre del actual Herodes
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. Vestían largas túnicas verdes -de media manga- con el trono y vientre cubiertos por una especie de «camisa» o coraza trenzada a base de escamas metálicas. Casi todos portaban a la espalda sendos carcajes de cuero, repletos de flechas. (Herodes, a la vista del considerable número de soldados que llegué a detectar en el interior del palacio, debía temer por su seguridad personal.)

Civilis intercambió algunas palabras con los porteros y la guardia abrió paso a la escolta romana y a un reducido grupo de sacerdotes. El resto, incluido José de Arimatea, tuvo que esperar frente al edificio.

Una vez más, la fortuna se puso de mi lado. Antes de emprender el camino hacia el interior del palacio, el centurión me tomó por el brazo, anunciándome que el tetrarca era un entusiasta de Grecia y que, silo estimaba oportuno, él tendría sumo placer en presentarme a Herodes y hablarle de mis virtudes como astrólogo al servicio del Emperador. En principio acepté encantado, aunque en los planes de Caballo de Troya no figuraba precisamente ningún tipo de entrevista con aquel personaje.

Lógicamente, el centurión no podía imaginar que el interrogatorio de Antipas a Jesús de Nazaret resultaría tan breve como estéril.

A pesar de lo antiguo de aquel palacio, Herodes se había encargado de embellecerlo hasta límites insospechados. Desde el patio central, ocupado por un estanque rectangular y sobre cuyo enlosado picoteaba un sinfín de palomas, varios de los criados, conducidos siempre por un
somatophylax
o «guardaespaldas» de la corte herodiana (que respondía al nombre de Corinto), nos fueron guiando hasta el piso superior. En aquella primera planta del palacio, abierta en su totalidad hacia el jardín interior y cubierta por un artístico claustro de mármol, se hallaba la sala de audiencias de Antipas.

Lo primero que me llamó la atención de aquella espaciosa sala, perfectamente iluminada por tres grandes ventanales orientados hacia el norte, fue un sillón de madera negra, magistralmente tallado y situado a la derecha de la cámara. Se trataba, sin duda, de un trono.

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Al consultar los archivos de Santa Claus, el ordenador central confirmó que el nombre de «Barrabas» era de origen semítico (más exactamente arameo). Podía tener varios significados: Bar, que significa «hijo» en arameo y

«Rabba» o maestro y rabí. También cabía la explicación de «Bar Abba» o «hijo de su padre», que era un modo de llamar a cualquiera cuyo padre resultaba desconocido.
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Algunos de aquellos galos habían formado parte de la guardia de Cleopatra, reina de Egipto, cifrándose su número en más de 400.
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Había sido elevado sobre un entarimado, también de oscura madera. A corta distancia, y ocupando el centro de la sala, se abría una piscina circular de cuatro o cinco metros de diámetro y una profundidad difícil de precisar, a causa del líquido blanco que la llenaba. A los pies del trono, una veintena de individuos aparecían recostados en voluminosos y blancos almohadones de plumas. Al vernos se hizo un gran silencio.

Pero, por más que traté de identificar a Antipas, no lo logré. El Maestro fue situado por el centurión frente al sillón, de madera, entre la piscina y aquella pléyade de acicalados «primos y amigos» del tetrarca, que miraban estupefactos al galileo y a los legionarios romanos.

Caifás rompió al fin aquel violento silencio. Se adelantó hacia el grupo de cortesanos y extendió el pergamino de las acusaciones a un individuo extremadamente flaco, igualmente recostado y semioculto entre los cojines.

Al ponerse en pie apareció ante mí un Herodes difícil de imaginar. A pesar de sus 55 años, su aspecto era el de un viejo. Bajo una túnica prácticamente transparente se adivinaba un pellejo esquelético, sembrado de costras cenicientas y sucias, que los romanos denominaban la enfermedad de «mentagra»
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Aquellas úlceras -que hoy nos harían pensar en una posible sífilis- se habían hecho especialmente prolíficas en sus manos, cuello y rostro. Para colmo, Antipas lucía un cabello largo y recortado en la frente, teñido de un rubio aparatoso.

Después de examinar el pergamino, Herodes fijó su mirada en Jesús, al tiempo que el sumo sacerdote se deshacía en todo tipo de explicaciones sobre el proceso que se había seguido contra aquel impostor y sobre los deseos del procurador romano de que el tetrarca procediera al interrogatorio del galileo.

Antipas arrojó el rollo a los pies de Caifás. Este, confundido por la inesperada reacción del gobernador de Galilea, enmudeció, mientras uno de sus levitas se apresuraba a recoger el pergamino.

Y sin pronunciar una sola palabra, el enjuto tetrarca comenzó a dar vueltas en torno al Nazareno. Al final se detuvo frente a Jesús, estallando en sonoras carcajadas. Los cortesanos no tardaron en imitarle y las risas terminaron por retumbar en los muros de mármol de la estancia.

Herodes levantó entonces sus brazos y las carcajadas cesaron al instante.

Después, bajando sus manos lentamente, comentó divertido:

-Así que, al final, este milagrero presuntuoso ha terminado por visitar a la vieja zorra...

El tetrarca, evidentemente, conocía al Maestro y estaba enterado de aquellas frases pronunciadas por Jesús y en las que le había calificado de «zorra».

Antipas esperó la respuesta del prisionero. Pero el rabí, con la cabeza hundida sobre el pecho, no se dignó mirarle. Durante algo más de un cuarto de hora, el hijo de Herodes el Grande acosó a preguntas al prisionero. Pero no obtuvo ni una sola respuesta. Una de las principales preocupaciones de Antipas -a juzgar por sus preguntas- se centraba en la posibilidad de que aquel galileo fuera la reencarnación de Juan el Bautista, a quien él había ejecutado tres años antes
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. Saltaba a la vista que los remordimientos y el miedo habían hecho presa en el alma de aquel gobernante despótico y cruel.

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Plinio el Viejo, en su
Historia Natural,
describe esta enfermedad asegurando que las citadas úlceras empezaban siempre por el mentón. De ahí el nombre de «mentagra». Según nuestro computador, aquella dolencia fue importada desde Asia por un ciudadano de Perusa.
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Cuando Herodes Antipas se enamoró de la mujer de su hermano Filipo, tetrarca como él de la región de Perea, al este del Jordán, aprovechó un viaje a Roma para unirse a Herodías. Su esposa legítima, hija del jeque árabe Areta, cuarto rey de los nabateos, tuvo que salir de Israel, regresando con su familia. Desde entonces, Juan el Bautista aprovechó cuantas oportunidades tuvo para reprochar a Herodes y a su amante, Herodías, su adulterio permanente.

Las críticas del primo hermano de Jesús fueron tan duras que Antipas, posiblemente por consejo de Herodías, mandó encarcelar al Bautista en una apartada fortaleza situada en la orilla oriental del Mar Muerto y que los beduinos llaman aún el Mashnaka o «Palacio Colgado». Allí sería decapitado poco después. Desde entonces, Antipas vivió consumido por el miedo creyendo que el fantasma de Juan el Bautista regresaría algún día para hacer justicia. Según nuestras investigaciones, era muy improbable que Antípas hubiera accedido a degollar al Bautista a raíz de la famosa danza de Salomé, la hija de Herodias. En aquella época, Salomé debía ser una adolescente. El verdadero nombre de la hijastra de Herodes nos es conocido gracias al testimonio de F. Josefo y a la inscripción de una moneda en la que aparece junto a su marido Aristóbulo. Según los historiadores, la versión más racional v verosímil es que Juan el Bautista fuera encarcelado y ejecutado como consecuencia de sus agrias críticas contra el tetrarca y contra la esposa de Filipo.
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m.)

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