Caballo de Troya 1 (77 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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Muy astutamente, los saduceos habían preparado aquellas tres acusaciones, de forma que el procurador romano se viera inevitablemente involucrado en el proceso.

Poncio pidió a Civilis que se aproximara y le susurró algo al oído. El centurión asintió con la cabeza. (Aquella consulta confidencial -según supe por el comandante en jefe de la legión- se había centrado en las informaciones que obraban en poder del procurador y que, tal y como todos sabíamos, señalaban que el complot contra el Nazareno tenía unas raíces pura y estrictamente religiosas.)

Pilato comprendió al momento que aquel «cambio» en la estrategia de los sacerdotes obedecía únicamente a su fanatismo y ciego odio hacia aquel visionario, que había sido capaz de desafiar la autoridad del sumo pontífice, ridiculizando a las castas sacerdotales. Sin proponérselo, Caifás y sus esbirros habían conseguido con aquel engaño que Poncio Pilato se inclinase ya, desde un principio, no en favor de Jesús -a quien prácticamente ignoraba- sino en contra de aquella «ralea de mala madre», según palabras del propio romano. (Era sumamente 246

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importante tener en cuenta estos hechos, de cara a la conducta y a los sucesivos intentos del representante del emperador por liberar al Maestro. Nada hubiera satisfecho más su desprecio hacia la suprema autoridad judía que hacerles morder el polvo, poniendo en libertad al prisionero.)

Pero los acontecimientos -a pesar del procurador- iban a tomar caminos insospechados...

Poncio guardó silencio. Dirigió una mirada de desprecio a los jueces y descendiendo los escalones por segunda vez se abrió paso hasta el Galileo. Una vez allí, ante la expectación general, preguntó al Maestro qué tenía que alegar en su defensa. Jesús no levantó el rostro.

Civilis, que había seguido los pasos de su jefe, levantó el bastón de vid, dispuesto a golpear al Galileo por lo que consideró una falta de respeto. Pero el procurador le detuvo. Aunque su confusión y disgusto eran cada vez mayores, el romano comprendió que aquél no era el escenario más idóneo para interrogar al prisionero. La sola presencia de los sanedritas podía suponer un freno, tanto para él como para el reo. Y volviéndose hacia el primer centurión dio las órdenes para que condujeran al gigante al interior de su residencia.

Civilis hizo una señal al soldado que custodiaba al rabí y ambos, en compañía de Juan Zebedeo y de algunos de los domésticos del Sanedrín, siguieron a Pilato y a los oficiales.

Caifás y los jueces permanecieron en el patio. La contrariedad reflejada en sus rostros ponía de manifiesto su frustrado deseo de acompañar a Jesús de Nazaret y asistir al interrogatorio privado. Pero su propio fanatismo religioso acababa de jugarles una mala pasada (por supuesto, dudo mucho que Pilato hubiera autorizado su presencia en el citado interrogatorio).

Al cruzar junto a mí, el procurador me hizo un gesto, invitándome a que le acompañase.

-Dime, Jasón -me preguntó Poncio mientras atravesábamos el «hall» en dirección a la escalinata frontal-, ¿conoces a este mago?... ¿Crees que puede resultar un «zelota»?

Aquél fue un momento especialmente delicado para mí. Hubieran sido suficientes unas pocas explicaciones para inclinar definitivamente la balanza del inestable procurador a favor del Maestro. Pero aquél no era mi cometido. Y respondí a su pregunta con otra pregunta:

-Tengo entendido que tus hombres fueron destacados anoche hasta una finca en Getsemaní y con el propósito de registrar un posible campamento «zelota». ¿Encontraron a esos guerrilleros?

El procurador, a quien le costaba trabajo subir las 28 escaleras, se detuvo jadeante.

-Y tú, ¿cómo sabes eso?

Mientras Civilis dirigía al Nazareno y al reducido grupo por un luminoso corredor de mármol númida, sembrado a derecha e izquierda de estatuas que descansaban sobre pedestales de Carrara, tranquilicé a Poncio, narrándole mi «casual» encuentro con los dos legionarios que perseguían a uno de los simpatizantes del «mago».

El procurador me confesó entonces que sus informes sobre el tal Jesús de Nazaret se remontaban a años atrás, especialmente desde que uno de sus centuriones le confesó cómo aquel mago había curado a uno de sus sirvientes más queridos, en Cafarnaúm. Poco a poco, Poncio Pilato había ido reuniendo datos y confidencias suficientes como para saber si aquel grupo que encabezaba el rabí era o no peligroso desde el único punto que podía interesarle: el de la rebelión contra Roma.

Los agentes del procurador cerca del Sanedrín le habían advertido de las numerosas reuniones celebradas para tratar de prender y perder al Nazareno. Pilato, por tanto, estaba al corriente de las intenciones de los que esperaban en el patio y del carácter «místico y visionario» -según expresión propia- del movimiento que encabezaba Jesús.

-¿Por qué iba a satisfacer a esos envidiosos -concluyó Pilato-, deteniendo a unos pobres diablos cuyo único mal es creer en fantasías y sortilegios?...

Aquellas revelaciones del gobernador de la Judea me abrieron definitivamente los ojos.

Estaba claro que, por mi parte, también había subestimado el poder de Poncio. Era lógico que en una provincia como aquélla, tan levantisca y difícil, el poder de Roma tuviera los suficientes resortes y tentáculos como para saber quién era quién. Y, evidentemente, Poncio sabía quién era el Maestro.

-Sin embargo -tercié con curiosidad-, ¿por qué accediste a enviar un pelotón de soldados a Getsemaní?

El procurador volvió a sonreír maliciosamente.

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-Tú no conoces aún a esta gente. Son testarudos como mulas. Además, mis relaciones..., digamos «comerciales», con Anás, siempre han sido excelentes. No voy a negarte que la procuraduría recibe importantes sumas de dinero, a cambio de ciertos favores...

No me atreví a indagar sobre la clase de «favores» que prestaba aquel corrupto representante del César, pero el propio Poncio me facilitó una pista:

-Anás y ese carroñero que tiene por yerno han hecho grandes riquezas a expensas del pueblo y del tráfico de monedas y de animales para los sacrificios... Te supongo enterado del descalabro sufrido por los cambistas e intermediarios de la explanada del Templo, precisamente a causa de ese Jesús. Pues bien, mis «intereses» en ese negocio me obligaban en parte a salvar las apariencias y ayudar al ex sumo sacerdote en su pretensión de capturar al mago...

Aquel descarado nepotismo de la familia Anás -situando a los miembros de su «clan» en los puestos clave del Templo- era un secreto a voces. La actuación del procurador, por tanto, me pareció totalmente verosímil.

Al llegar al final del corredor, Civilis abrió una puerta, dando paso a Pilato. Detrás, y por orden del centurión, entraron Jesús, Juan Zebedeo, otros dos oficiales y yo. El legionario y los criados permanecieron fuera.

Al irrumpir en aquella estancia reconocí al instante el despacho oval donde había celebrado mi primera entrevista con el procurador. El ala norte de la fortaleza se hallaba, pues, perfectamente conectada con la sala de audiencias de Poncio. Ahora comprendía por qué no había visto guardias en aquella puerta: era la que comunicaba posiblemente con las habitaciones privadas y por la que había visto aparecer, en la mañana del miércoles, al sirviente que nos anunció la comida.

Poncio Pilato fue directamente a su mesa, invitando al Nazareno a que se sentara en la silla que había ocupado José de Arimatea. Juan, tímidamente, hizo otro tanto en la que yo había utilizado. Los oficiales se situaron uno a cada lado del rabí, mientras Civilis ocupaba su habitual posición, en el extremo de la mesa, a la izquierda del procurador. Yo, discretamente, procuré unirme al jefe de los centuriones.

La luz que irradiaba por el gran ventanal situado a espaldas del romano me permitió explorar con detenimiento el rostro del Maestro. Jesús había abandonado en parte aquella actitud de permanente ausencia. Su cabeza aparecía ahora levantada. La nariz y el arco zigomático derecho (zona malar o del pómulo) seguían muy hinchados, habiendo afectado, como temía, al ojo. En cuanto a la ceja izquierda, parecía bastante bien cerrada. Los coágulos de sangre de las fosas nasales y labios se habían secado, ennegreciendo parte del bigote y de la barba.

Pilato retomó el hilo de la conversación, indicando al rabí que, para empezar y para su propia tranquilidad, «no creía en la primera de las acusaciones».

-Sé de tus pasos -le dijo con aire conciliador- y me cuesta trabajo creer que seas un instigador político.

Jesús le observó con aire cansado.

-En cuanto a la segunda acusación, ¿has manifestado alguna vez que no debe pagarse el tributo al César?

El Maestro señaló con la cabeza a Juan y respondió:

-Pregúntaselo a éste o a cualquiera que me haya oído.

El procurador interrogó al joven Zebedeo con la mirada y Juan, atropelladamente, le explicó que tanto su Maestro como el resto del grupo pagaban siempre los impuestos del Templo y los del César.

Cuando el discípulo se disponía a extenderse sobre otras enseñanzas, Pilato hizo un gesto con la mano, ordenándole que guardara silencio.

-Es suficiente -le dijo-. ¡Y cuidado con informar a nadie de lo que has hablado conmigo!

Y así fue. Ni siquiera en el texto evangélico escrito por Juan muchos años más tarde se recoge esta parte de la entrevista del procurador romano con Jesús. (Es más, el escritor sagrado no hace siquiera mención de su presencia en dicho diálogo. Si esta parte del interrogatorio -tal y como se desprende del Evangelio de San Juan- tuvo lugar en el interior del pretorio y, por tanto, en privado, ¿cómo es posible que el Zebedeo la describa, refiriéndose a los ya conocidos temas del «reino» y de la «verdad»?
(Juan
18, 28-38). Sólo podía haber una explicación: que él, precisamente, hubiera sido testigo de excepción.) Pilato se dirigió nuevamente al Galileo:

-En lo que se refiere a la tercera de las acusaciones, dime, ¿eres tú el rey de los judíos?

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El tono del procurador era sincero. Esa, al menos, fue mi impresión. Y el Maestro esbozó una débil sonrisa. Al hacerlo, una de las grietas del labio inferior volvió a abrirse y un finísimo reguerillo de sangre se precipitó entre los pelos de la barba.

-Pilato -repuso el rabí-, ¿haces esa pregunta por ti mismo o la has recogido de los acusadores?

El procurador abrió sus ojos indignado.

-¿Es que soy un judío? Tu propio pueblo te ha entregado y los principales sacerdotes me han pedido tu pena de muerte...

Poncio trató de recobrar la calma y mostrando sus dientes de oro añadió:

-Dudo de la validez de estas acusaciones y sólo trato de descubrir por mí mismo qué es lo que has hecho. Por eso te preguntaré por segunda vez: ¿has dicho que eres el rey de los judíos y que intentas formar un nuevo reino?

El Galileo no se demoró en su respuesta:

-¿No ves que mi reino no está en este mundo? Si así fuera, mis discípulos hubieran luchado para que no me entregaran a los judíos. Mi presencia aquí, ante ti y atado, demuestra a todos los hombres que mi reino es una dominación espiritual: la de la confraternidad de los hombres que, por amor y fe, han pasado a ser hijos de Dios. Este ofrecimiento es igual para gentiles que para judíos.

Pilato se levantó y golpeando la mesa con la palma de su mano, exclamó sin poder reprimir su sorpresa:

-iPor consiguiente, tú eres rey!

-Sí -contestó el prisionero, mirando cara a cara al procurador-, soy un rey de este género y mi reino es la familia de los que creen en mi Padre que está en los cielos. He nacido para revelar a mi Padre a todos los hombres y testimoniar la verdad de Dios. Y ahora mismo declaro que el amante de la verdad me oye.

El procurador dio un pequeño rodeo en torno a la mesa y. situándose entre Juan y el prisionero, comentó para sí mismo:

-¡La Verdad!... ¿Qué es la Verdad?... ¿Quién la conoce?...

Y antes de que Jesús llegara a responder, hizo una señal a Civilis, dando por concluido el interrogatorio.

Los oficiales obligaron al rabí a incorporarse y Poncio abrió la puerta, ordenando a sus hombres que llevaran al Nazareno a la presencia de Caifás. Cuando avanzábamos nuevamente por el corredor, Pilato se situó a mi altura, haciendo un solo pero elocuente comentario:

-Este hombre es un estoico. Conozco sus enseñanzas y sé lo que predican: «el hombre sabio es siempre un rey».

Después de aquel razonamiento, deduje que el romano estaba dispuesto a liberar a Jesús. Al presentarse por segunda vez ante los judíos, su actitud me confirmó aquel presentimiento.

Poco antes de las nueve de la mañana, Poncio se asomaba a la terraza y, adoptando un tono autoritario, sentenció:

-He interrogado a este hombre y no veo culpabilidad alguna. No le considero culpable de las acusaciones formuladas contra él. Por esta causa, pienso que debe ser puesto en libertad.

Caifás y los saduceos quedaron desconcertados. Pero, al instante, reaccionaron, gritando y haciendo mil aspavientos. Civilis interrogó a Poncio con la mirada, al tiempo que echaba mano de su espada. Pero el procurador volvió a, pedirle calma. Uno de los oficiales regresó precipitadamente al interior del pretorio, posiblemente en busca de refuerzos.

Muy alterado, uno de los sanedritas se destacó del grupo y ascendiendo tres o cuatro escalones, increpó a Pilato con las siguientes frases:

-¡Este hombre incita al pueblo!... Empezó por Galilea y ha continuado hasta Judea. Es autor de desórdenes y un malhechor. Si dejas libre a este hombre lo lamentarás mucho tiempo...

Sin pretenderlo, aquel saduceo acababa de proporcionar a Pilato un motivo para esquivar el desagradable tema, al menos temporalmente. El procurador se acercó entonces a su centurión-jefe, comunicándole:

-Este hombre es un galileo. Condúzcanle inmediatamente ante Herodes...

Civilis se dispuso a cumplir la voluntad de Poncio y, cuando se dirigía hacia el legionario encargado de la custodia del Maestro, Pilato se volvió desde lo alto de la plataforma, añadiendo:

-¡Ah!, y en cuanto le haya interrogado, traedme sus conclusiones.

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En esta ocasión fue el propio Civilis quien se responsabilizó de la custodia del Maestro. Los ánimos de los judíos se hallaban tan alterados que, con muy buen criterio, el centurión se rodeó de una pequeña escolta de diez legionarios, emprendiendo el camino hacia la residencia de Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y, como Pilato, visitante en aquellas fechas en Jerusalén.

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