Caballo de Troya 1 (80 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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Caballo de Troya

J. J. Benítez

previa autorización de la guardia-, ninguno de aquellos israelitas sabía lo que estaba ocurriendo. Fue allí, a la vista de Jesús y de los sacerdotes, donde se dejaron arrastrar por la hábil y oportuna intervención de Caifás y los saduceos. Si el juicio contra Jesús se hubiera producido en otro momento o en otra jornada, sin la presencia de aquella turba, es posible que el Sanedrín no se hubiera salido con la suya.

Pilato sabía de la llegada de aquel gentío. De hecho, la colocación de la tarima y de la silla sobre el embaldosado de la terraza obedecían única y exclusivamente a la ceremonia de la tradicional amnistía. Pero Poncio, dejándose llevar de su buena fe, cometió un grave error. Tras evacuar una serie de consultas con sus centuriones se levantó de la silla y, elevando la voz, preguntó a la multitud el nombre del preso elegido.

«¡Barrabás!», respondió el pueblo como un solo hombre.

Hasta ese momento, ni Pilato ni los jueces habían pronunciado el nombre de Jesús. Aquello significaba, tal y como suponía, que los hebreos habían llegado hasta el pretorio con la intención premeditada de solicitar la liberación del terrorista y así lo manifestaron antes de que el procurador les pidiera silencio y les explicara cómo los sacerdotes habían llevado a Jesús a su presencia y de qué le acusaban. En suma: aquel gentío -aun no estando presente el rabí de Galilea- hubiera clamado por Barrabás, el «zelota». Pero, como ya anuncié, la oportuna intervención de Caifás y sus secuaces y el oro que había sido repartido entre un puñado de judíos, mezclado estratégicamente entre aquella multitud, terminaron por inclinar la balanza hacia el Sanedrín.

Cuando Poncio terminó de explicar a la muchedumbre la presencia de Jesús en aquel tribunal, dejando bien claro que «él no veía en aquel hombre razones que justificaran dicha sentencia», formuló una segunda pregunta:

-¿A quién queréis que libere? ¿A Barrabás, el asesino, o a este Jesús de Galilea?

Por un instante, los cientos de hebreos quedaron atónitos. No se produjo una respuesta fulminante. Aquella gente, eso fue evidente, dudó.

Caifás y los saduceos se dieron cuenta del grave riesgo que suponía aquel silencio y, adelantándose hacia Pilato, gritaron con fuerza:

-¡Barrabás...! ¡Barrabás!

La iniciativa de los sanedritas tuvo un rápido eco. Desde diferentes puntos del atestado patio se levantaron otras voces, pertenecientes sin duda a los judíos sobornados, que clamaron también por la liberación del revolucionario. Y en cuestión de segundos, la masa entera imitó a los sacerdotes, uniéndose al coro de Caifás.

Fue inútil que Juan Zebedeo se quebrara casi la garganta, gritando el nombre de su Maestro.

Su voz quedó sepultada por un «¡Barrabás!» rotundo y generalizado, repetido una y otra vez hasta que el procurador, levantando los brazos, pidió silencio.

En los ojos de Poncio había una llamarada de odio hacia aquellos saduceos, flagrantes inductores de una masa amorfa e ignorante. Como dije, la irritación del procurador romano no tenía su origen en el hecho circunstancial de que aquel galileo pudiera ser o no sentenciado. Lo que le encolerizaba era, precisamente, que su decisión de poner en libertad al Maestro se viera olímpicamente despreciada por la casta sacerdotal.

Pero el error de Pilato, ofreciendo a Jesús como posible candidato a la liberación, aún era susceptible de rectificación. Y tomando nuevamente la palabra les recriminó su alevosa conducta:

-¿Cómo es posible escoger la vida de un asesino -dijo señalando directamente a Caifás-contra la de este galileo cuyo peor crimen es creerse rey de los judíos?

El resultado de aquellas palabras fue totalmente contrario a lo que podía esperar Pilato. Los jueces se mostraron sumamente ofendidos por lo que consideraron un insulto a su soberanía nacional, instigando a la muchedumbre a que clamara con mayor fuerza por la libertad del

«zelota». Y así ocurrió. Aquellos hebreos, en su mayoría gente inculta, bataneros, cargadores, mendigos, peregrinos desocupados y, por supuesto, levitas libres de servicio en el templo, levantaron de nuevo sus voces, exigiendo a Barrabás.

Aquella súbita explosión popular hizo dudar al procurador, quien, acompañado de sus oficiales, se retiró a deliberar.

Ahora estoy convencido que si Poncio no hubiera mezclado al Nazareno en aquella elección, seguramente no se habría visto comprometido ante los dignatarios sacerdotales.

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Jesús, entretanto, permanecía tranquilo, de cara a la multitud. Aquellos minutos de espera -

y los que siguieron- fueron decisivos para Caifás. Aprovechando la momentánea ausencia del procurador se las ingenió para que sus compañeros de complot se desparramaran entre los allí congregados, incitándoles sin cesar a pedir la suelta del popular Barrabás. Era triste y decepcionante observar a aquellas gentes, muchos de los cuales conocían y habían admirado las palabras y valor del Galileo «limpiando», por ejemplo, la explanada de los Gentiles del sacrílego comercio de los cambistas e intermediarios. En un instante y, sin el menor criterio personal, se habían vuelto contra el indefenso Jesús.

Poncio retornó a su silla y observó al gentío. Había apoyado los codos en los brazos del asiento, sosteniendo la cabeza sobre sus manos entrelazadas, en actitud reflexiva. Como medida de precaución, Civilis había dado la orden de que la puerta de la muralla fuera cerrada, desplegando varias unidades armadas en torno a la muchedumbre. Fue una lástima que los judíos no se percataran a tiempo de esta maniobra de los romanos. Conociendo como conocían la crueldad de Pilato, quizá al observar cómo eran sigilosamente cercados se hubieran preocupado más por su seguridad que por la liberación de nadie.

El comandante en jefe de la legión acababa de cursar órdenes precisas a sus legionarios. Si el orden se veía amenazado tenían autorización para desenvainar sus espadas.

Durante algunos minutos, el gobernador romano guardó silencio. La multitud le imitó, en espera de una decisión. Y en eso estábamos cuando uno de los sirvientes del pretorio apareció en la terraza, entregando una misiva lacrada a Civilis, al tiempo que le comunicaba algo. El centurión inspeccionó la pequeña hoja de pergamino y avanzó hacia la silla, sacando a Poncio de sus pensamientos. El procurador abrió la nota y, tras leerla detenidamente, se puso en pie.

Caifás, los jueces y todos los allí reunidos quedamos intrigados. Poncio parecía dudar. Dio un par de cortos paseos por la terraza y, al fin, parándose ante la multitud, anunció que había recibido una carta de su esposa, Claudia Prócula, y que deseaba leerla en público. El viento le obligó a sujetar el pergamino con ambas manos. Y con voz clara y potente procedió a su lectura:

-Te ruego no intervengas para nada -decía la misiva- en la condena del hombre íntegro e inocente que se llama Jesús. Esta noche, durante mi sueño, he sufrido mucho por él.

Al conocer el contenido de la carta, José de Arimatea pareció alegrarse sobremanera. Aunque el anciano no llegó a confesármelo abiertamente, todos los indicios apuntaban hacia el importante hecho de que la esposa de Poncio conocía y aceptaba las enseñanzas del Maestro de Galilea (según pude entender, algunos de sus sirvientes formaban parte del primigenio grupo de seguidores de Jesús)
1

Al principio, al notar la intensa mirada de Civilis, no asocié el texto de la misiva de Prócula con la aguda superstición que dominaba al procurador y con el augurio que yo me habla atrevido a formular en presencia del centurión. Fue poco después, cuando nos dirigíamos al patio central de la fortaleza para asistir a la flagelación del Maestro, cuando el oficial-jefe recordó mis palabras sobre el extraño suceso celeste que yo había pronosticado para aquella mañana, vinculándolo al misterioso «sueño» de la mujer del procurador. Todo aquello, al parecer, había influido -y no poco- en Poncio. Quizá por ello, tras la lectura del mensaje de su esposa, el gobernador, con voz temblorosa, se dirigió nuevamente a la multitud, preguntándole:

-¿Por qué queréis crucificarle...? ¿Qué daño os ha causado?

Los sacerdotes percibieron inmediatamente la creciente debilidad del representante del César y se ensañaron con él, vociferando sin descanso:

-¡Crucifícale...! ¡Crucifícale...!

El paroxismo de los judíos llegó a tal extremo que la siguiente pregunta de Poncio apenas si fue oída:

1
Aunque en el aquel primer «gran viaje» de Caballo de Troya no llegué a coincidir con Claudia Prócula o Procla, todas nuestras informaciones señalaban el origen de esta mujer como «distinguido» y, posiblemente, entroncado -

según Tác¡to- en la rama de los Próculos, pertenecientes como Poncio al orden ecuestre. Fueron muy conocidos Ticio Próculo, amigo dc Sila; Cervario Próculo, que conspiró contra Nerón; Licinio Próculo, servidor de Otón y prefecto del Pretorio y Volusio Fróculo, que mandó la flota de Mesina. Una de las tradiciones hacía a Prócula descendiente de los

«Claudios», oriundos a su vez de las Galias, y quizá emparentada lejanamente con Tiberio. Si esto fuera cierto, quizá pudiera explicarse por qué Poncio Pilato fue desterrado a las Galias por Calígula después del fallecimiento de Tiberio.

(N. del m.)

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-¿Quién quiere testimoniar contra él?

La muchedumbre sólo sabía repetir una única palabra:

-¡Crucifícale!

En vista de aquel tumulto, Civilis desenvainó su espada y, levantándola por encima de su casco, se dispuso a dar la señal para que sus hombres entraran en acción. Pero Pilato obligó al centurión a envainar su arma. Y agitando las palmas de sus manos pidió silencio. Poco a poco, aquellos fanáticos fueron recobrando la calma. Y el procurador, haciendo caso omiso de las anteriores peticiones del populacho, repitió su pregunta:

-Os pido una vez más que me digáis qué preso deseáis que liberemos en este día de Pascua.

La respuesta fue igualmente monolítica y contundente:

-¡Entréganos a Barrabás!

Pilato quedó silencioso y moviendo la cabeza en señal de desaprobación insistió:

-Si suelto a Barrabás, el asesino, ¿qué hago con Jesús?

Aquel nuevo signo de debilidad por parte del gobernador fue acogido con un brutal estallido de violencia. Y la palabra «¡Crucifícale! » se levantó como un trueno.

La turba, con los puños en alto, siguió clamando, cada vez con más fuerza:

-¡Crucifícale...! ¡Crucifícale...! ¡Crucifícale!.

El vocerío impresionó tanto a Poncio que, asustado, se retiró de la terraza, perdiéndose en el interior de su residencia. Uno de los oficiales, siguiendo las instrucciones de Civilis, se apresuró a seguir al procurador. Y al rato, mientras la multitud, poseída por la idea de matar al Maestro, continuaba con su funesta petición de crucifixión, aquel centurión que había acudido en pos de Pilato reapareció en la entrada del pretorio, cursando una trágica orden a Civilis.

El centurión jefe asintió con la cabeza y alzando sus brazos en un gesto autoritario ordenó silencio. La multitud obedeció, consciente del poder y de la extrema dureza de aquel extranjero.

Una vez hecho el silencio, Civilis pronunció unas breves pero dramáticas palabras, que helaron el corazón de José y Juan:

-La orden del procurador es ésta: el prisionero será azotado...

Y con el más absoluto de los desprecios giró sobre sus talones, haciendo un gesto a sus hombres para que condujeran al reo al interior del pretorio.

Sin pararme a pensarlo me lancé tras Civilis, uniéndome a la escolta que cruzaba ya el

«hall» de la residencia.

Eran las diez y media de la mañana...

Aquella vez, Juan Zebedeo no acompañó al Maestro. Y me alegré profundamente. El espectáculo que estaba a punto de presenciar hubiera terminado con su decaída moral.

Giramos por la escalinata de la derecha, adentrándonos en un largo y húmedo pasadizo, apenas iluminado por algunas lámparas de aceite, cuyas llamas oscilaron al paso de la escolta.

El centurión, visiblemente disgustado por el curso que estaban tomando los acontecimientos, se lamentó de la debilidad del procurador. Si de él hubiera dependido, el proceso contra aquel galileo habría concluido sin contemplaciones...

-Entre este visionario y un «zelota» asesino -me aseguro mientras salvábamos los últimos metros del pasadizo-, Roma no hubiera dudado. Y mucho menos cuando ese manojo de serpientes tiene el atrevimiento de desafiar la autoridad del César...

Al salir de aquel túnel reconocí en seguida el patio porticado que había cruzado en la mañana del miércoles, cuando José y yo nos disponíamos a entrevistamos con Poncio. Desde el «hall»

del Pretorio podía accederse, por tanto, al mencionado patio y al túnel abovedado de la entrada oeste de la fortaleza, recorriendo simplemente aquel pasadizo de cincuenta escasos metros. La salida se hallaba exactamente en la esquina nororiental del patio, a la derecha de las escaleras de mármol que llevaban al despacho oval de Pilato.

Siguiendo, al parecer, una costumbre harto frecuente, los soldados llegaron al centro del patio, deteniéndose junto a la fuente circular de la diosa Roma. El centurión advirtió que retiraran los caballos que estaban siendo cepillados y, mientras los jinetes procedían a desatar las riendas, varias decenas de legionarios libres de servicio fueron aproximándose. La noticia de la inminente flagelación de aquel judío -que se autocalificaba como «rey» de los hebreos- se había extendido rápidamente entre la guarnición, que, lógicamente, no quiso perderse el acontecimiento.

Civilis me sugirió que me apartase.

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-Poncio quiere un castigo... especial -añadió el centurión con una sarcástica sonrisa-. ¡Y por Zeus que lo va a tener!

Las palabras del oficial me hicieron temblar. Miré a Jesús, pero el gigante seguía ausente e inmóvil, con los ojos fijos en el chorro de agua que saltaba de la pequeña esfera que sostenía la diosa en su mano izquierda.

Los cascos de los caballos, alejándose hacia una de las esquinas del recinto, marcaron el principio de aquella tortura. De entre los legionarios se habían destacado dos, especialmente fornidos. Ambos sostenían en sus manos sendos
flagrum
o látigos cortos, formados por mangos de cuero y metal de apenas 30 centímetros de longitud. De uno de ellos partían tres correas de unos 40 o 50 centímetros cada una, armadas en sus extremos de sendos pares de astrágalos
(tali)
o tabas de carnero. El otro verdugo acariciaba los anillos de hierro de su
plumbata,
del que salían dos tiras de cuero, provistas de un par de bolitas de metal (posiblemente plomo) en cada punta.

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