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Authors: Blue Jeans

Tags: #Relato, Romántico

Cállame con un beso (20 page)

BOOK: Cállame con un beso
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—Pues sí.

—¿Crees que te escribirán y te dirán que lo han encontrado?

—Ni idea. Nunca se sabe. Quedan pocos románticos en el mundo.

—Estos parecían muy enamorados.

A ella también le encantaría pasear con él como si fueran novios. Cogidos de la mano y susurrarle cosas al oído. Darle un beso y reírse de lo mismo. Y darle más besos hasta que no pudiera respirar.

¿Cómo será darle un beso a un chico? No lo sabe. A sus diecisiete años aún no ha besado a ninguno. Tampoco ha tenido oportunidades. Ni tentaciones. Es algo que hasta que conoció a Álex nunca se había planteado. Pero desde aquel instante se convirtió en su sueño. Un sueño imposible que jamás podrá realizarse.

—Sí, lo parecían. Pero eso no significa que lo estén o que sean románticos. No todo lo que parece es, Panda. Recuérdalo.

—Es algo que también me dice mi madre.

—Pues hazle caso.

—¿A mi madre?

—Sí. Ese es un buen consejo.

Si hiciera caso de todo lo que su madre le dice…, no tendría vida. Se quedaría encerrada todo el día en casa estudiando. No lo habría conocido a él, no habría disfrutado de aquella tarde mágica. No estaría enamorada. Aunque quizá eso preferiría que no hubiese pasado.

Capítulo 28

Hace un año y algo, un día de finales de noviembre, en un lugar de la ciudad

Entran en el Manhattan. No hay demasiada gente: un par de chicas sentadas escribiendo en sus portátiles, un treintañero leyendo un libro de Agatha Christie y una mujer pensativa tomando café.

Paula examina el lugar desde la entrada y esboza una gran sonrisa. No es muy grande ni muy luminoso, pero el ambiente que se respira es muy agradable. Le sorprenden las siete estanterías rebosantes de libros colocadas en las paredes laterales del local. Hay novelas de todo tipo, incluso algunas en inglés y en francés. También diccionarios y una enciclopedia.

De fondo suena un piano
chill out
muy relajante.

—¿No se duermen los clientes con esta música? —pregunta la chica sacando la lengua, divertida.

—Para eso servimos un magnífico café. La música relajante les obliga a pedirlo para que no se duerman sobre las mesas —responde ingenioso Álex, que sonríe—. Ven, te voy a presentar a Sergio.

Los chicos se dirigen hacia la barra, donde un camarero alto y rubio, vestido completamente de blanco, los recibe.

—Hola, jefe. Ya te tengo preparado los que me pediste.

—Genial, muchas gracias… Te presento a mi amiga Paula.

—Encantada.

—Igualmente.

El joven se inclina sobre la barra y se estira para darle dos besos a la chica.

—Sergio es uno de los tres camareros que trabajan en el Manhattan. Y es el mejor.

—Eso nos lo dice a todos para motivarnos —aclara el camarero.

Los tres ríen.

—¿Quieres tomar algo mientras voy a buscar lo que Sergio me ha preparado? —le pregunta el escritor a Paula.

—No, muchas gracias.

—Vale, pues espérame un minuto.

—No me moveré de aquí.

Álex y Sergio entran juntos en el pequeño almacén del bibliocafé. La chica, mientras, se sienta en uno de los taburetes que están en la barra y mira a su alrededor. Nunca hubiera imaginado que se aventurara a abrir un sitio así. Aquel lugar tiene su sello: libros, música y buen gusto en cada rincón.

Ahora desaparece y va en busca de algo ¿Qué estará tramando esta vez? Seguro que es sorprendente, como todo lo que tiene que ver con él. Nunca ha conocido a nadie con su imaginación.

—Ya estamos aquí —dice Álex saliendo del almacén con una bolsa de plástico llena de botellitas vacías de zumo.

Sergio lleva otra, aunque más pequeña y menos pesada.

—¿Y esto? —pregunta Paula, que no comprende nada, algo que por otra parte ya esperaba.

—Son botellas de zumo.

—Eso ya lo veo. Pero ¿qué vamos a hacer con ellas?

—Te lo explico ahora mismo. A ti te toca llevar esa.

Paula resopla. Lo intuía. Se acerca hasta Sergio que, sonriente, le pasa la bolsa más pequeña.

—Toda tuya.

—Gracias.

—No pesa mucho. La que lleva el jefe tiene casi el doble de botellas que esta.

—Claro. No pretendería que yo llevara la que más pesa —indica suspirando—. Él, además, está fuerte.

El camarero ríe y vuelve detrás de la barra.

—Y eso que no lo has visto sin camiseta… —apunta el joven, guiñándole un ojo.

—Y tú tampoco —aclara Álex, que se cuelga en ese instante su mochila en la espalda—. Nos vamos, Sergio. No sé si volveré a la noche. Si necesitas cualquier cosa, llámame al móvil.

—Muy bien, jefe. Sin problema —dice haciendo la señal de OK con el pulgar—. Hasta luego, Paula. Espero verte más por aquí.

—Seguro que vendré más veces.

—Eso espero.

La chica sonríe y se despide dándole dos besos.

Álex le abre la puerta del Manhattan para que pase delante y juntos abandonan el bibliocafé.

—Muy simpático el chaval.

—¿Sergio? Es un buen chico. Y trabaja muy bien.

—Es mono.

—Sí, es verdad. Es muy guapo.

—¿Tiene novia?

—Novia, exactamente, no —comenta con una de sus sonrisas—. Novio.

—Ah, vaya.

—¿Decepcionada?

—Pues sí. Todos los guapos o están cogidos o son gays.

—Este cumple con las dos cosas.

—En fin, ¡qué le vamos a hacer!

—No te preocupes, eres muy joven. Ya aparecerá el hombre de tu vida en cualquier esquina.

¿En cualquier esquina? ¿O en cualquier librería? ¿O tal vez en alguna cafetería?

Paula observa a su amigo. Sigue igual de guapo que cuando lo conoció. Igual de misterioso. Sin embargo, su vida ha experimentado un giro radical desde entonces. Ha logrado llegar a la meta, ha cumplido su sueño: publicar una novela. Ella, en cambio, continúa bastante perdida. Sobre todo en lo que a los chicos se refiere. No ha dado con el adecuado y en los últimos tiempos, además, tampoco es que lo haya intentado. Solo quería divertirse y no pillarse de nadie. Sí, solo tiene diecisiete años, pero quizá va siendo hora de pensar un poco más en otras cosas.

—¿Crees que la mujer de tu vida ya ha aparecido? —pregunta tras unos segundos en silencio.

—Ni idea. Es muy difícil saberlo. Tal vez la conozca y aún no sepa que esa va a ser la mujer de mi vida.

Paula se queda pensado: ¿y si fuera ella? Si le propusiera salir…, ¿aceptaría? Seguramente, no. Álex debe estar escarmentado de lo que sucedió en marzo. Además, no se le olvida que antes, en el Starbucks, le contó que hay algo con otra chica. ¿Quién será la afortunada? De todas formas, parece que él no tiene muy clara esa relación.

—Bueno, tú también eres joven. No hay prisas, ¿no?

—¡Claro que soy joven! Aunque ya hay quien me habla de «usted» —comenta, fingiendo desilusión—. El otro día, en la firma de libros, algunas de las chicas más jóvenes me trataron como si yo fuera alguien mucho mayor que ellas.

—Pero eso es porque te ven como un ídolo, no como un señor mayor.

—Eso es porque me hago viejo.

—¡Si solo tienes veintitrés años! —exclama—. Y aparentas menos. Unos… veintidós.

Álex se tapa los ojos con la mano que tiene libre y mueve la cabeza de un lado para otro. Luego, mira a Paula y sonríe.

—En fin. Dentro de poco estaré cubierto de arrugas y lleno de patas de gallo. Mejor cambiemos de tema.

—Qué exagerado eres.

Una nueva sonrisa entre ambos.

—¿Quieres que te explique lo de las botellitas?

—Claro. Porque ya me dirás, si no, para qué voy cargada con esta bolsa. Pesa bastante.

—Qué quejica eres…

—¡Ey! No soy…

—¡Qué tarde se ha hecho! ¡Así no llegamos! —la interrumpe Álex, mirando el reloj. Se ha dado cuenta de que, si no se dan prisa, no podrán hacer lo que pretende.

—¿No llegamos adónde?

—Adonde tenemos que ir.

—Pero ¿adónde vamos? ¿Has quedado con alguien? Si es que nunca me cuentas nada hasta que…

—No hay tiempo. Luego sigues quejándote. Ahora… ¡corre! —grita el chico mientras la coge de la mano.

A pesar de que Paula no entiende qué sucede, se deja llevar por Álex, que tira de ella.

—¿Qué pasa? ¡Explícamelo! —insiste la chica—. ¿Por qué corremos?

—Tenemos que coger un tren.

—¿Un tren?

—Sí. Y faltan cinco minutos para que salga.

—¿Qué?

—Ya tengo los billetes. Pero si no nos damos prisa, no llegaremos.

¡Un tren! ¡Billetes! ¿Adónde la lleva? Ese chico se ha vuelto loco. ¿A otra ciudad? Espera que no sea muy lejos. No ha avisado a sus padres. Solo les dijo que salía por ahí a dar una vuelta. ¡Pero no que iba a hacer un viaje en tren!

—Hay que ir más rápido.

—¿Más?

—Un poco más.

—¡Las botellas pesan!

La pareja entra en la estación a toda velocidad. Corren por el vestíbulo hasta que se encuentran con los paneles que indican las llegadas y las salidas. Álex sonríe. Allí está el suyo. Andén número tres. Paula lo observa nerviosa. Todavía no entiende nada.

—¿Hemos llegado tarde? —pregunta jadeante, apoyando la bolsa de botellas en el suelo y flexionando las rodillas.

—No. Va con quince minutos de retraso —contesta, aliviado.

—¡Joder! ¡Y para eso tanta prisa! No puedo ni respirar…

—Respira, respira…

La chica toma aire y vuelve a ponerse recta. Se quita la chaqueta y la coloca doblada sobre un brazo. Está sudando, y eso que fuera hace bastante frío. Pero no está acostumbrada a aquellas carreras.

—Bueno, y ahora, ¿me vas a explicar qué es lo que te propones?

—Sí, te lo cuento camino del andén número tres.

Capítulo 29

Hace un año y algo, un día de finales de noviembre, en algún lugar lejos de la ciudad

El sol va escondiéndose despacio entre unas cuantas nubes blancas, aunque todavía hay bastante luz en aquella tarde de noviembre. El tren se detiene en una vieja estación en la que el cartel que reza su nombre apenas se puede leer. Nadie se baja, salvo dos jóvenes: una chica y un chico que llevan una bolsa de plástico cada uno llenas de botellas, aunque estas ya no están vacías. No son novios, pero podrían serlo. Hacen buena pareja. Eso es lo que han pensado todos los viajeros de ese tren que continúa su camino. Los han visto sentados juntos, cómplices. Riendo, charlando, escribiendo. Pero sin besos, sin caricias, sin abrazos. Ni tan siquiera se daban la mano.

—¿Cómo se te ocurren estas cosas? —le pregunta Paula cuando pone los pies en el suelo de la vieja estación—. Y traerme hasta aquí para esto. ¡Estás loco!

—Creo que es el mejor sitio en el que podíamos hacerlo. Y no está tan lejos de la ciudad.

—¡A cuarenta minutos! ¡Voy a llegar a mi casa a las tantas!

—Le dices a tus padres que has estado conmigo.

La chica arquea una ceja y busca el móvil. ¡Desconectado! No recordaba que lo apagó para que el calvito no la molestara. Lo enciende y, mientras caminan por un sendero de tierra, escucha la musiquita que anuncia los mensajes.

—Mierda. ¡Dieciocho llamadas perdidas…!

—¡Sí que estás solicitada!

—Una es del teléfono de casa y el resto de un pesado que no me deja tranquila.

—¿Es con el que me confundiste ayer?

—Sí. Espera, ahora te lo cuento todo.

Primero, Paula llama a sus padres para decirles que está bien y que llegará algo tarde esa noche. Que no se preocupen. Cuando cuelga, le relata a Álex la historia del chico al que dejó tirado en una cafetería la semana pasada. Fue el mismo día que volvieron a encontrarse en aquella librería.

—Menos mal que no fuiste, si no, no nos hubiéramos visto.

—Ya, pero ahora él está vengándose por el plantón. Y no para de molestarme a todas horas. Sé que metí la pata, pero se está pasando.

Sin que la chica le diga nada, el escritor le arrebata el móvil y examina la lista de perdidas. Coge su teléfono y marca nueve dígitos. Antes, se asegura de que la llamada aparecerá en el destinatario como «número desconocido».

—¿Sí? ¿Quién es? —contestan al otro lado. Es una voz de hombre, pero demasiado aguda.

—¿Es usted Javier Castillo?

—Sí, soy yo. ¿Quién es usted?

—Soy el… sargento Vidal, de la Guardia Civil.

Entonces se produce un gran silencio en la línea.

Paula se tapa la boca con las manos, sorprendida al oír lo que Álex acaba de decir. ¿¡Qué está haciendo!?

—¿Y qué… desea? —pregunta por fin el chico, que parece nervioso.

—¿Conoce usted a la señorita Paula García?

Un nuevo silencio, este más prolongado. El joven casi se echa a reír pero la particular voz de Javier regresa y consigue evitarlo.

—No, no la conozco.

—¿Está seguro? No es lo que tengo entendido.

—Bueno, yo…

—Ella dice que sí se conocen.

—No lo sé. Conozco a mucha gente. Quizá sí la conozca…

—¿En qué quedamos? ¿La conoce o no la conoce?

—Sí, la conozco, la conozco.

—Bien. Pues según el informe que tengo delante, hay una queja hecha por la señorita García y por sus padres hacia usted —logra decir Álex, aguantando la risa al terminar la frase.

—Ah…

—¿Usted la ha llamado por teléfono en repetidas ocasiones durante la última semana?

—Yo…

—¿Sabe usted que es menor de edad?

—Pues… yo…, lo cierto…

Paula se muerde los labios. Está escuchando atenta la conversación entre el calvito pesado y el escritor. No imaginaba que pudiera actuar de esa manera y fingir ser un sargento de la Guardia Civil.

—De momento no vamos a intervenir porque la chica no le ha denunciado porque no quieren demasiado alboroto ni juicios. Solo es una queja. Pero si usted persiste en sus llamadas tendrá un serio problema por acoso a una menor. No sé si me ha comprendido o quiere que se lo repita.

—No, no, ha quedado muy claro.

—Muy bien. Espero entonces, por su interés y el de la señorita García, que las llamadas cesen.

—Entendido. ¿Alguna cosa más?

—No. Nada más. Buenas tardes.

—Buenas ta…

Y sin esperar a que Javier Castillo se despida, Álex cuelga y se echa a reír descontroladamente. Paula lo observa boquiabierta.

—No me puedo creer lo que acabas de hacer…

—¿Por qué? Ha sido divertido. Y ese tío no te molestará más.

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