—Ya.
El chico se ha venido abajo. Ha visto tan contenta a Miriam, riendo, fumando…, sin tener en cuenta que sus padres están sufriendo mucho desde que se fue. No es justo. Ella pasa de todo y terminará mal. Es lo que se está buscando. Pero por lo menos podía dar la cara y hablar con ellos.
—¿Qué hacemos?
—No lo sé.
—¿Llamamos?
—No lo sé.
El chico está muy serio. Han llegado hasta allí, han encontrado a Miriam y ya saben que está con Fabián Fontana, su novio. ¿Y ahora, qué?
—¿No te sientes bien, verdad?
—No demasiado.
—Es normal, cariño —indica Diana acariciándole el pelo mojado—. Esto que está pasando te tiene que afectar. Pero hay que ser fuertes.
—No la entiendo. Ha tenido todo lo que ha querido siempre y se comporta como una egoísta incapaz de pensar en los demás.
—La compañía tiene mucho que ver.
—Pero la compañía se la ha buscado ella. Es su culpa y su responsabilidad. Además, Miriam no hace las cosas bien desde hace tiempo, desde mucho antes de conocer a ese tipo.
Desde aquella pelea con Cris, su forma de ser cambió radicalmente. Nunca había sido una buena estudiante, ni se esforzaba demasiado en nada. Pero era una chica noble y sin maldad. Sin embargo, el verano pasado su mejor amiga la traicionó liándose con Armando, el que por aquel entonces era su novio. Y eso, la mayor de las Sugus jamás lo superó.
—Son rachas. A veces no nos comportamos como queremos. Lo digo por experiencia.
—Tu caso y el de ella son diferentes.
—Ya lo sé, pero en el fondo las dos hacemos daño a la gente que nos rodea.
En ese instante, la puerta de la nave se abre. Mario y Diana se ven sorprendidos y se quedan sin reacción. Inmóviles. Un chico alto, de casi un metro noventa, con el pelo muy corto y rubio, camina hasta ellos. Lleva pendientes y viste con ropa muy ceñida. Impone. Debe tener unos treinta años.
—¿Qué hacéis aquí? —pregunta de forma poco amable—. ¿Os habéis perdido?
Los chicos no dicen nada. Se miran el uno al otro indecisos. Es Mario el que por fin se decide a hablar.
—¿Eres Fabián Fontana?
El joven se sorprende al oír su nombre. Sus increíbles ojos celestes resaltan en aquella noche oscura y lluviosa.
—¿Y tú quién eres?
—¿Lo eres o no?
—Sí, soy yo.
—Yo me llamo Mario Parra. Soy el hermano de Miriam.
—¡Anda, qué sorpresa! Tú eres el empollón pesado del que ella habla —señala sonriendo irónico—. Encantado.
—He visto que mi hermana está ahí dentro. ¿Le puedes decir que salga?
Fabián ignora las palabras de Mario y observa a Diana de arriba abajo. No está nada mal aquella jovencita. Mejor que su novia.
—¿Y tú cómo te llamas, preciosa?
—¿Y a ti qué te importa? —responde la chica dándole la mano a su novio—. Dile a mi amiga que salga. Queremos hablar con ella.
—No puedo hacer eso.
—¿Por qué?
—Porque ella no quiere hablar con vosotros. Ahora está conmigo.
Otro joven sale de la nave y cierra la puerta cuando lo hace. Fabián y los dos chicos ven cómo se aproxima hasta ellos.
—¿Qué pasa aquí? —pregunta mientras camina—. ¿Quiénes son esos dos?
El recién llegado es bastante más bajo, está rapado y lleva barba. Posee un tatuaje en el cuello y tiene pinta de pasarse mil horas en el gimnasio. Si Fabián impone, este asusta.
—No te preocupes. Son amigos.
—Yo no soy tu amiga —indica Diana, apretando con fuerza la mano de Mario—. Decidle a Miriam que salga. Sus padres están muy preocupados por ella.
—Ya te he dicho, guapa, que Miriam no quiere hablar con nadie de su familia. Ya os llamará ella cuando lo crea oportuno.
—Si no sale, llamaremos a la policía —señala la chica, valiente.
Mario la mira con preocupación. ¡Qué acaba de hacer!
—¿Qué vas a llamar a quién? —pregunta Fabián, que se ha puesto muy serio de repente.
—¡A la policía!
—No vas a hacer eso.
—¿Por qué? ¿Tú me lo vas a impedir?
Fabián susurra algo en voz baja a su amigo, que introduce una mano en el bolsillo de su vaquero.
—Yo no, pero Ricky…
El rapado saca una navaja del pantalón y avanza hasta los chicos que se echan hacia atrás asustados.
—Venga, solo queremos hablar con mi hermana. No queremos nada más —insiste Mario tratando de suavizar el ambiente.
—Ya os hemos dicho que Miriam no quiere hablar con vosotros. Así que es mejor que os vayáis a casa.
El más bajo de los dos continúa avanzando hasta la pareja, que sigue retrocediendo de espaldas. Salen del pórtico en el que se cubrían de la lluvia cogidos de la mano. Entonces, sin que ninguno de los tres lo espere, Diana se suelta de su chico y grita el nombre de su amiga lo más fuerte que puede. Todo pasa muy deprisa. Ricky se lanza sobre ella y le tapa la boca con la mano. Mario reacciona rápidamente y se tira sobre el rapado cachas, dándole un puñetazo en el brazo. Sin embargo, apenas consigue hacerle daño, algo que sí logra Diana, que le muerde un dedo en la confusión. El joven grita de dolor y, muy enfadado, extiende su brazo con la navaja en la mano para intentar herir a la chica.
—¡Ahhh!
Un alarido en la noche. La sangre gotea en el suelo. Pero no es de Diana, sino de Mario, que se ha puesto delante para evitar que le claven la navaja a su novia. Ricky la saca de su cuerpo y mira a Fabián desconcertado.
—Idiota, no tenías que haberle pinchado. Solo era para darles un susto.
—Esa zorra me ha mordido.
Mario se arrodilla, le duele mucho el brazo izquierdo.
—¡Gilipollas! ¡Qué habéis hecho! —grita Diana agachándose al lado del chico herido.
—Vosotros os lo habéis buscado —comenta Fabián—. Yo de ti me lo llevaría rápido a un hospital. Y espero por vuestro bien y el de Miriam que no digáis nada de esto a nadie. Esto no es un juego de detectives. Avisados estáis.
—Esto no quedará así.
—No, puede empeorar. De vosotros depende.
—Sois…
La chica ayuda a incorporarse a Mario. El joven se apoya en ella y caminan hasta la moto. El dolor que siente es cada vez más intenso.
—¡A siete kilómetros de aquí tenéis un hospital! ¡Está indicado en un cartel en cuanto lleguéis a la carretera principal! —grita Fabián mientras Diana ayuda a su novio a montarse en la moto.
Luego sube ella y alza el dedo corazón, dedicando el gesto a los dos jóvenes que contemplan cómo se alejan en aquella vespa granate bajo la lluvia.
—No tiene nada, es solo un rasguño —señala Ricky dándose la vuelta y andando hacia la nave.
—No estoy tan seguro. Le has clavado la navaja en el brazo y sangraba bastante.
—Seguro que está bien.
—Más nos vale; si avisan a la policía, estamos perdidos.
—No dirán nada. Se lo has dejado muy clarito.
Fabián y su amigo entran de nuevo en la nave.
—No lo sé. La chica tiene un par de ovarios bien puestos.
—¿Y si nos deshacemos de Miriam? Si se va, nos dejarán tranquilos.
—No podemos hacer eso.
—¿Por qué?
—Tenemos las joyas de su abuela. Hasta que no las vendamos nos puede acusar de robo si regresa a casa con sus padres; entonces, sí que no tendríamos nada que hacer con la policía.
—¿Entonces?
—He quedado la semana que viene con un tío que me las comprará. Son más de diez mil euros. Cuando las hayamos vendido, nos quitaremos de encima a Miriam. Mientras, debemos hacer lo posible para que no se mueva de aquí.
Los dos llegan hasta donde están las chicas.
—¿Os habéis enterado de algo? —pregunta Fabián a la joven morena que está aspirando de la cachimba.
—Yo, sí; Miriam, no —apunta con los ojos casi cerrados—. Se ha quedado dormida hace cinco minutos. No tiene aguante. En cuanto fuma un poco y se toma algo, le entra el bajón.
—Mejor así.
—He oído muchos gritos. ¿Qué ha pasado?
—Nada. Unos chicos que han venido a molestar un poco. Pero ya nos hemos ocupado de todo.
E inclinándose sobre la morena, Fabián le obsequia con un beso en la boca. Los dos sonríen. A continuación es Ricky quien se sienta a su lado y la besa. Una vez tras otra.
Fabián los observa. Sonríe, aunque está preocupado. No le ha gustado nada de nada lo que ha pasado esa noche. No se fía de esos dos. Tendrá que tomar precauciones para que las cosas no empeoren.
Esa noche de diciembre, en un lugar de Inglaterra
—Ya estoy aquí otra vez.
—Ya te veo.
—Yo también a ti.
Paula ha regresado del cuarto de baño con el pijama puesto. Álex continúa sin camiseta.
Los dos sonríen sin saber muy bien qué decir después de lo que acaba de pasar. Cada uno en una habitación, cada uno en un país, cada uno en una cama diferente.
—¿Te encuentras bien? —le pregunta Álex aún sorprendido.
—Sí, claro —responde Paula, echándose una manta por los hombros.
—¿No te sientes algo rara?
—Un poco. Pero imagino que es normal, ¿no?
—Sí. Lo imagino.
—¿Tú te sientes raro?
—Un poco.
Los chicos se quedan de nuevo en silencio. Miran fijamente a la pequeña cámara de sus respectivos portátiles. Se ven, se oyen. Sonríen. Pero continúan lejos el uno del otro. Virtualmente han estado cerca durante unos minutos, más que nunca, pero de nuevo sienten esa frialdad que da la distancia. Esa frialdad de teclado y monitor.
Pasada la pasión, a Paula acuden de nuevo esos sentimientos de nostalgia, de melancolía permanente. Y le echa de menos.
—Me has dicho que hoy no has escrito, ¿verdad? —pregunta por preguntar.
—No. Hoy no he escrito demasiado. He estado con Pandora haciendo lo que te he contado de los globos.
Pandora: ¿debe preocuparse? Según lo que Álex le ha contado de ella, no mucho. Es solo una amiga que de vez en cuando toma café en el Manhattan. De todas formas, le habría gustado ser ella la que le hubiera ayudado a inflar globitos, como lo hizo con las botellas con mensaje y con los cuadernillos.
—¿Y ha nevado mucho?
—Un poco. Pero no ha cuajado.
—Aquí hace mucho frío, pero no ha nevado todavía.
—Tú es que eres muy friolera.
—Hace mucho frío, cariño. De verdad.
Y más estando sola, sin él. Y enero será igual de frío, y febrero. Y también marzo. Llegará mayo y continuará siendo frío. Porque necesita su calor. El calor que solo él le puede dar.
Cuando pasen las Navidades, estará otros seis meses sola.
—¿Paula? ¿Qué te pasa?
Los ojos de la chica vuelven a brillar. Enrojecen. Álex se da cuenta enseguida.
—No me pasa nada.
No quiere que la vea llorar, pero en esta ocasión no se va a ocultar. No puede esconderse más de lo que siente. Y sobre todo, no va a escondérselo a él.
—Estás llorando.
—Se me habrá metido algo en el ojo.
—Vamos, cariño. Cuéntame qué te pasa.
La chica chasquea la lengua y mira hacia otro lado. Se seca las lágrimas con la manta y suspira. Luego vuelve a centrar sus ojos en la cámara.
—No es fácil estar aquí. Tan lejos de todo —indica sollozando—. No me acostumbro a esto.
—Te queda poco para volver, solo unos días. Tienes que aguantar lo que falta y concentrarte en los exámenes.
—Eso es fácil de decir, pero muy difícil de hacer.
—Son solo unos días, cariño. Las vacaciones de Navidad ya están aquí.
—Sí. Pero ¿y luego? Son seis meses más. Otros seis meses… sin ti. Y eso no me lo puedo quitar de la cabeza. No sé si seré capaz de soportarlo. De hecho, creo que no podré soportarlo.
El escritor se frota los ojos y luego lleva las manos hasta su boca. Él es la causa de que esté así.
—Sé que me echas de menos, pero yo a ti lo mismo. También me gustaría estar contigo ahora.
—Ya lo sé. Pero…
—¿Tienes miedo de algo? ¿De que me vaya con otra? ¿De que deje de quererte?
—No. Confío cien por cien en ti. Y sé que no harías nada que me hiciera daño. Y menos liarte con otra.
—¿Entonces?
—Es por mí. Soy yo, Álex.
—¿Eres tú qué? ¿Qué es por ti?
Las lágrimas de Paula mojan el colchón sobre el que está sentada. Caen descontroladas. Sin fin.
—Estoy sufriendo —explica con la voz desgarrada—. Lo estoy pasando muy mal. Y no seré capaz aguantar otros seis meses así. Porque cada día que pasa te echo más de menos y la distancia se hace mayor, más angustiosa. Cuando anoche vi el vídeo que me mandaste, comprendí que por mucho que tú hagas o que haga yo, este vacío que tengo dentro, esta soledad en la que me encuentro constantemente, no se irá. Crecerá y crecerá, día a día.
No hay marcha atrás en sus palabras. Está soltando todo lo que lleva dentro. Lo que ha acumulado en aquellos tres meses en Inglaterra.
—¿Y qué podemos hacer? —pregunta el escritor, muy serio.
—No lo sé, amor. No lo sé. Lo único que sé es que estoy mal y que por más que intento pensar en que tengo que concentrarme en mis estudios, que pronto estaré contigo…, no logro quitarme esta sensación de tristeza de encima. Y así… no puedo seguir.
No puede seguir de esa forma. No. Ya no. Y ahora que lo ha soltado por fin, menos. Los kilómetros entre uno y otro han hecho añicos su corazón. Él es lo mejor que tiene. Lo ama más que a nada. Pero a pesar de que han hablado a diario, de que se han visto por sus cámaras, e incluso, hace un rato, han tenido sexo de una forma que nunca hubieran imaginado, a pesar de todo eso…, no puede más.
Ninguno dice nada. Ni siquiera tienen puestos sus ojos en la imagen del otro. Piensan en silencio. ¿Una solución? ¿Una salida?
Un final.
«No es un final feliz, tan solo es un final».
—¿Quieres que lo dejemos?
Aquella frase llega a los oídos de Paula como un hacha golpeando contra su pecho. Jamás la habría querido oír. Sin embargo, en el fondo de su alma, agradece que haya sido él el que lo haya preguntado.
—No quiero. Pero creo que debemos dejarlo, cariño.
El sonido de su voz es hueco. Como si no fuera ella quien pronunciara aquella sentencia final. ¿Quién habla entonces? Su corazón destrozado. Su mente agotada. Sus ojos exhaustos.
—¿Crees que dejándolo estarás mejor?
—No. Estaré mucho peor… —susurra casi sin poder hablar—. Pero unos días. Es una medida a largo plazo.