—Eso es porque aún no he empezado.
—Ah, pues no te preocupes por mí y desayuna tranquilo.
Diana se sienta sonriente en el sofá del salón y coge el mando a distancia. Quita las carreras de caballos y zapea por la TDT. Mario no sabe qué hacer. Mira de reojo, preocupado, hacia la puerta de la cocina. Espera que a Claudia no le dé por hacer una locura. Será mejor ir a advertirla de que permanecerán allí unos minutos más de los previstos.
—Voy a la cocina, ¿quieres tomar algo?
—No, muchas gracias… Bueno, sí: un vaso de agua —señala la chica—. Pero espera, tú siéntate y desayuna, que ya voy yo.
—¡No! ¡No! —exclama alarmado—. Yo estoy de pie, déjame a mí, cariño.
—Está bien, está bien… Cuánta amabilidad.
El joven sonríe y se inclina para darle un beso en la frente. Diana lo recibe encantada mientras continúa buscando en la tele un canal de su gusto.
Ha faltado poco.
Mario resopla aliviado y entra en la cocina. Allí, sentada sobre la encimera, encuentra a Claudia riendo.
—Mira que si llega a venir tu novia por el vaso de agua…
—Shhh. ¡No hables!
—Vale… Shhh.
El chico se aproxima hasta ella y le murmura en el oído. Le gusta tenerlo tan cerca, como si estuviera a punto de darle un mordisco en el cuello. ¿Y si le muerde ella misma? No, eso no sería una buena idea. Se tendrá que conformar con sus susurros.
—No te muevas de aquí hasta que subamos a mi habitación. Trataré de desayunar lo más rápido posible para que así puedas irte cuanto antes.
Claudia asiente con la cabeza, aunque antes de que se aparte, lo sujeta del brazo. Mario tiene delante su precioso rostro, enmarcado dentro de una gran melena negra. ¿No querrá otra vez…? La chica es quien ahora se inclina sobre él y le dice algo en el oído:
—No te olvides del vaso de agua.
Y se echa hacia atrás y le guiña el ojo. Ya está convencido, no tiene ninguna duda. Claudia se lo está pasando genial aquella mañana.
Llena un vaso y sale de la cocina tras despedirse con un gesto con la mano de la chica. Diana sigue cambiando de canal. Está seria, pero, en cuanto lo ve, sonríe.
—Me he comido una de las dos tostadas, ¿me perdonas? —comenta poniendo voz de niña pequeña que acaba de cometer una travesura.
—No pasa nada. Aquí tienes tu vaso de agua.
Esta lo coge y da un trago. Mario se sienta a su lado y coloca la bandeja sobre su regazo. Ya hay una rebanada de pan menos, así que podrán subir antes a la habitación.
—Cris me ha escrito un privado al Tuenti esta mañana. No hay noticias de tu hermana —comenta su novia, dejando el vaso sobre la mesa.
—Imaginaba que no conseguiría nada.
—Luego le mandaré yo otro SMS, a ver si a mí me hace caso esta vez.
—No servirá de nada.
—¿No? ¿Tú crees?
—Sí. Me parece que la única solución es que volvamos a aquel sitio e intentemos hablar con ella en persona.
—Eso no será sencillo.
—No, pero es lo único que nos queda si queremos que Miriam vuelva a casa.
En cuatro mordiscos, Mario se come la tostada. Luego, de una vez, se bebe el Cola Cao ante la asombrada mirada de Diana.
—Sí que tenías hambre. No debería haberme comido tu tostada.
—No te preocupes. Estoy satisfecho —señala, sonriente—. ¿Nos vamos a mi habitación?
—¡Ah! ¡Ya comprendo por qué te has dado tanta prisa!
—¿Sí?
¿Lo ha descubierto? ¿Se ha asomado Claudia por la puerta de la cocina y se ha dado cuenta de que está allí? ¿Les ha pillado? Pero no es esa la respuesta que está en la cabeza de Diana. Aparta la bandeja de su pantalón, la pone sobre la mesa y, echándose encima de su novio, le da un profundo beso en la boca.
—Vamos arriba y seguimos. ¿O es que hay otra razón para que te hayas bebido de esa manera el Cola Cao?
Esa mañana de diciembre, en un lugar de Londres
—Los españoles sois demasiado competitivos.
—¡Fuiste tú la que quisiste apostar!
—¿Y qué? Te has empleado a fondo para ganarme. ¿O no?
Paula se tapa la boca para ocultar una sonrisilla de satisfacción. Valentina tiene razón. Puso todo su empeño para que no la ganara en el juego del chocolate con churros. ¡Y lo consiguió! Cuando se miraron, no hubo ninguna duda. Hasta los que presenciaron el duelo entre las amigas en la cafetería la daban a ella como clara vencedora.
—Por supuesto. Pero tú no te quedaste atrás, ¿eh? Hasta me mordiste un dedo.
—¡Porque tus dedos parecen churros!
—Serás…
Las dos chicas llegan al final de la escalera y caminan por la tercera planta de la residencia hasta su habitación. A pesar de que se han pasado un buen rato en el baño de la cafetería limpiando todo el chocolate que tenían en la cara, brazos, cuello e incluso en el pelo, con la ropa no han podido hacer nada. El chándal amarillo de la española acumula numerosas manchas marrones tanto en la parte de arriba como en el pantalón. Y la sudadera y las mallas de Valentina están igual. Aunque lo que más le ha dolido a la italiana son los goterones de chocolate que han ensuciado sus maravillosas zapatillas rosas.
Entran en el cuarto, deseosas de cambiarse cuanto antes.
—Si no te importa, paso yo primero a la ducha, que tengo muchas cosas que hacer luego. Incluido ayudar a limpiar a ese pesado de Luca Valor —comenta Valentina quitándose su sudadera.
—No hace falta que me sustituyas. Ya lo haré yo.
—¡No! ¡Una apuesta es una apuesta!
—Solo era un juego.
—Para mí, no. Cumpliré con lo que pactamos. Nos dimos la mano y yo perdí. Así que cuando me toque ir a limpiar, lo haré.
—Pero…
—Nada, nada… Hay que respetar las apuestas.
Y a cabezota no le va a ganar esta vez. Así que lo más razonable es no llevarle la contraria.
—Está bien. No discutiré más sobre el tema.
—Mejor,
Paola
, mejor.
La italiana coge una toalla limpia del armario y se dirige hasta el cuarto de baño en ropa interior. Paula la observa, sentada en la cama, ya sin la chaqueta del chándal amarillo puesta.
—Oye, Valen, ¿sigues enfadada conmigo?
Esta se gira y sonríe.
—Claro, aunque menos que ayer y que hace un rato. Pero más que cuando salga de la ducha.
—Bueno, espero el momento en que no te quede ni un solo gramito de rencor hacia mí.
—Mmm… Puedes hacer algo para que el enfado se me pase casi del todo.
—¿Sí? ¿El qué?
¿Ahora es cuando le va a pedir de nuevo que le diga el secreto de Luca? Sin embargo…
—Encárgate de mi ropa sucia. Con tanto que tengo que hacer, no sé si me dará tiempo.
Paula sonríe y asiente con la cabeza. Valentina se da otra vez la vuelta y entra en el cuarto de baño.
Bueno, si es para que esté menos enfadada… De todas maneras tenía que ir a lavar hoy.
—¡Valen, vengo ahora! —grita después de amontonar toda la ropa sucia de las dos y meterla en un cesto.
Cargada, atraviesa la tercera planta y baja la escalera hasta llegar al sótano, donde se encuentra la habitación de las lavadoras. Fue uno de los lugares que más le llamó la atención cuando llegó a la residencia: una habitación con seis enormes lavadoras y otras tantas secadoras, disponibles para todos los estudiantes del centro. Cada residente, a comienzos de cada mes, tiene a su disposición doce fichas, siete de lavado y cinco de secado, para hacer la colada.
No hay nadie en la sala, así que puede utilizar dos. Una para la ropa de color y otra para la blanca. Paula elige las lavadoras número cinco y número seis, y empieza a llenarlas. Pero cuando introduce un suéter de color azul, le viene a la cabeza algo que la entristece. Y es que, aunque a veces consigue aparcar los recuerdos que le llevan a él, Álex sigue muy presente en su vida y, sobre todo, en su memoria.
Hace un año, una noche de diciembre, en un lugar de la ciudad
Todavía le cuesta asimilar lo que ha ocurrido. Se sienta sobre la cama de su dormitorio y se encoge, clavando los codos en las rodillas y tapándose la barbilla con las manos. Su suéter azul todavía huele a su esencia. Aspira el aroma y sonríe. Está muy feliz. Rematadamente feliz.
¡Álex la ha besado! «Cállame con un beso», le dijo. Qué tonta. Pero resultó bien. Todo ha ido mejor de lo esperado. Mucho mejor.
¿Aquella es la primera página de una relación? Parece que al escritor también le gusta, tanto como a ella le gusta él. En cambio, hay muchas cosas que resolver todavía. No cree que Abril se dé por vencida así como así. Pobre Álex… Menudo marrón tiene ahora encima para explicarle a la mujer de la editorial que lo suyo con él se ha terminado. ¡Después de haber abandonado a su marido y todo!
Pero el amor es así. Unos ganan y otros pierden: no existe el empate. Y pocas veces todo el mundo termina contento. ¡Ya era hora de que a ella le tocara ganar alguna vez! Suena la musiquita de su teléfono, es un SMS. ¡Es de él! Se pone histérica antes de abrirlo. ¿Qué querrá decirle? Espera que sea algo bueno. Solo hace diez minutos que la dejó en su casa y se despidieron. No le habrá dado tiempo ni a llegar a su piso. ¡Qué nervios! «¿Estás segura de que me quieres?». ¿Ya está? ¿Eso es todo?
Revisa el mensaje para comprobar que no hay más texto o que su móvil no se ha bloqueado en la primera línea. Pues no, no hay ningún error. Ese es el SMS completo. ¡Vaya preguntita! Podía haber incluido algún beso o alguna palabra que indicara que ha disfrutado con ella. Soso.
Se levanta y camina por su habitación con el teléfono en la mano, leyendo y releyendo aquellas seis palabras. ¿De verdad piensa que iba a decirle todas esas cosas y a abrirle su corazón si no estuviera segura de sus sentimientos?
Teclea en su móvil al tiempo que recorre su cuarto una y otra vez, de pared a pared. No quiere poner ninguna tontería ni ser demasiado melosa. Tampoco resultar ansiosa ni que parezca que está desesperada por verle de nuevo. Ya está. Lo examina y… enviar. «Estoy completamente segura. Ha sido una noche muy especial. Espero repetirla pronto. Llámame cuando pienses en mí. Un beso».
Su teléfono le anuncia que el mensaje que ha mandado ha llegado correctamente. ¿Le responderá? No tarda en averiguarlo. Aunque ahora la sintonía es diferente. Tiene una llamada. Paula, sonrojada, responde.
—Hola.
—Hola —silencio en la línea, hasta que Álex vuelve a hablar—. Como me has escrito en tu mensaje que te llamara cuando pensara en ti…, pues llevo un rato que no dejo de pensar en otra cosa.
—A mí me pasa lo mismo.
La chica se sienta en una silla de su habitación y cruza las piernas. No se le borra aquella sonrisa tonta de la boca.
—¿Quieres que quedemos? —propone él.
—¿Ahora?
—Ahora.
—¿Otra vez?
—Otra vez.
—¡Si acabamos de vernos!
—¿Y qué?
—Pues que… es tarde. Hace frío… Mañana hay clase.
—Todo son excusas. Di que no te apetece quedar conmigo directamente y ya está.
¡No es eso! Es que no quiere estropear nada de lo que ha pasado esa noche. Ha sido increíble, un sueño, algo para recordar siempre. ¿Y si lo fastidian por verse cuando no toca? Además, ¿cómo le cuenta a su madre que va a irse otra vez con él?
—Álex, sabes perfectamente que me encantaría estar ahora a tu lado.
—¿Y a qué esperas?
—A que sea el momento.
—Es el momento.
«Hago chas y aparezco a tu lado».
Y el timbre de su casa suena. ¡No puede ser! ¿Será él? ¡Se ha vuelto loco! Baja la escalera como un rayo para anticiparse a sus padres al abrir. Demasiado tarde: su madre ya ha abierto. ¿Es él?
—Hola de nuevo, señora Mercedes. ¿Está su hija?
¡Sí, es él!
La cara de la mujer presenta casi tanto asombro como la de Paula, que se dirige hasta ellos a toda prisa.
—Mamá, ya me ocupo yo.
—Bueno. La cena está preparada, estábamos a punto de empezar. Si quieres, puedes quedarte.
—No. No te preocupes, mamá. Si Álex ya se…
—Muchas gracias, pero precisamente venía a recoger a Paula para llevarla a cenar a un restaurante —añade el joven con la mejor de sus sonrisas—. Si a usted no le importa, claro.
Madre e hija se miran confusas. ¿Cenar en un restaurante? ¿Como si fueran novios?
—Pues… la verdad es que… es un poco tarde, y mañana Paula tiene que madrugar para ir al instituto.
—Solo cenar y la traigo de vuelta en cuanto terminemos.
Una nueva mirada entre la mujer y la chica, que no es capaz de decir nada, ni a favor ni en contra de la propuesta de Álex. Le encantaría ir a cenar con él, pero no está segura de que aquella forma sea la mejor.
En ese instante, el padre de Paula aparece por la escalera y observa la escena. Se extraña muchísimo al ver que su mujer y su hija están conversando con un joven en la entrada de la casa. Aquel muchacho no es…
—Mira, ya estamos todos —comenta Mercedes con una sonrisa—. Pregúntale a Paco sobre lo que queréis hacer. Si él está de acuerdo…, yo no tengo inconveniente.
—Hola, señor —le saluda Álex en cuanto llega hasta ellos.
—Hola, cuánto tiempo… —dice el hombre estrechándole la mano—. ¿Qué es lo que me tienen que preguntar?
Paula continúa sin articular palabra. De aquello no puede salir nada bueno. Solo espera acontecimientos. Y ahora que, además, ha llegado su padre, las cosas se complican todavía un poco más.
—Le estaba pidiendo permiso a Mercedes para llevarme a Paula a cenar fuera.
—¿Hoy? ¿Tan tarde?
—Sí. No tardaremos mucho. Cenar y regresar en cuanto terminemos.
—Mmm… Está bien —responde Paco—. Pero volved pronto.
—Gracias, señor. Lo antes posible.
—Eso espero.
La sorpresa de Paula es enorme. No solo se va a cenar con Álex, sino que sus padres le han dado permiso para hacerlo. ¿Desde cuándo en su casa son tan comprensivos con los chicos con los que sale? Todavía recuerda aquella comida con Ángel y lo tenso que estuvo su padre todo el tiempo con su ex.
Lo que ella no sabe es que hace una semana, leyendo el periódico, Paco se encontró con un artículo que hablaba del joven Alejandro Oyola, uno de los más prometedores escritores del momento. Después de leer esto, buscó en Internet información de aquel chico, del que se acordaba de aquella vez que fue a su casa a ver a su hija y con el que estuvo un rato dialogando. Descubrió entonces que la red está llena de opiniones, la mayoría buenas, de su libro y de la forma en la que consiguió publicar su novela. Y ahora lo tiene allí delante… otra vez.