—Sí. Philipp es el padre de mi sobrino Luca y el marido de mi hermana.
—Encantado de conocerte. Me han hablado mucho de ti.
Paula no puede creerse que le esté estrechando la mano y conversando con todo un embajador. ¿Y le han dicho cosas sobre ella? ¡Qué vergüenza! Seguro que sabe que, por su culpa, su hijo lleva un parche en el ojo.
—El placer es mío, señor Valor.
—¿Tiene algo que hacer, aparte de comprar una chocolatina? —pregunta Robert Hanson desanudando un poco el nudo de la corbata.
—Estudiar… Mañana empiezan los exámenes.
—Los estudios son lo más importante. Por eso solo la entretendremos unos minutos. Nos gustaría hablar con usted.
—No hay problema. ¿En mi habitación?
Ya tiene una nueva excusa para no abrir los libros. Además, siente curiosidad por saber qué hace el padre de Luca en la residencia. Solo hay un inconveniente: ¡se va a quedar sin chocolatina!
—No. Mejor vamos a mi despacho. Allí estaremos más tranquilos los tres.
—Muy bien.
La chica y los dos hombres bajan la escalera y atraviesan recepción. Luego se introducen por un pasillo que conduce hasta el despacho de Robert Hanson. Este saca una llave de uno de los bolsillos de su pantalón y abre la puerta. Deja que pase primero Paula, luego el embajador y finalmente entra él, que se dirige directamente a su sillón.
La joven y el padre de Luca ocupan las dos sillas que están delante de la gran mesa en la que trabaja el director de la residencia.
Es una gran presión para la española, que no imagina sobre qué quieren hablar con ella. Aunque esta situación le es familiar. No hace mucho que también tuvo un cara a cara con el señor Hanson.
—Verás, Paula… —Sorprendentemente para ella, quien comienza a hablar es Philipp—. Robert me ha puesto al corriente de todo lo que ha sucedido en esta semana.
—Lo sabe todo —apostilla el otro hombre, sonriente.
—Y siento mucho todo lo que Luca te ha hecho pasar durante estos tres meses.
Increíble: el embajador disculpándose en persona por las trastadas de su hijo.
—Es agua pasada —contesta tímidamente la chica.
—No. No lo es —indica muy serio—. Cuando Robert me puso al día de lo sucedido, le pedí inmediatamente que te liberara del castigo. No era justo que tuvieras que cargar tú con algo que pasó accidentalmente después de mil y una provocaciones.
—Sin embargo, yo no quise hacerle caso.
No entiende nada de nada. ¿El señor Valor le exigió al señor Hanson que le perdonara el castigo aun sabiendo lo que había pasado con su hijo?
—No quiso hacerlo porque pensaba que tú eras la persona perfecta para conseguir que Luca de una vez por todas sentara la cabeza. O al menos, que mejorara su actitud.
—Como a ti, le dije que esperara al domingo.
—Sí. Y por fin es domingo.
Y finaliza el castigo. Es libre. El pacto que hizo con el director de la residencia se cumple hoy. Ya no tendrá que limpiar más ni… compartir con Luca Valor aquellas dos horas al día. Pero es muy raro. Cuando piensa que eso se acabó, siente una extraña melancolía. Empezó siendo una pesadilla. Y han terminado siendo… casi amigos. Dicen que el roce hace el cariño, aunque no imaginaba que tanto.
—Queríamos saber, tanto Philipp como yo, qué tal ha resultado todo. ¿Cómo ves a Luca? Porque las noticias que tenemos nosotros es que mi sobrino se ha ido comportando mejor contigo y, en general, con todos. Hasta ha llamado por teléfono a su madre para preguntar cómo estaba. Es la primera vez que lo hace desde que está en la residencia.
—Es cierto eso. Luca ha ido siendo más amable conforme avanzaba la semana —señala Paula risueña—. Creo que fue a partir del miércoles cuando las cosas cambiaron radicalmente. Pero no estoy segura de qué pasó para que eso sucediera.
No está segura, pero lo intuye. Valentina tiene mucho que ver.
—¡Eso es fantástico! —exclama Philipp Valor.
—Sí que lo es —añade el señor Hanson quitándose las gafas.
—¡Tenías razón, Robert!
—¡Te lo dije! Nunca me equivoco con estas cosas.
Los tres sonríen. En realidad, a la chica todo aquel jolgorio le parece un poco surrealista. Muy desesperados debían estar para que reaccionen de esa manera.
—Bueno, ¿y entonces? ¿Cuándo vendrás a casa a conocer a mi mujer?
¡Aquella pregunta sí que es surrealista! ¿Para qué querrá que conozca a su esposa?
—Estoy de exámenes ahora… y luego me voy a España de vacaciones en Navidad —indica aún algo desconcertada.
—Vaya… Pues en enero, cuando regreses, te invitamos a comer o a cenar. O puedes venir cuando tú quieras.
—Muchas gracias, señor.
—Llámame Philipp, por favor. Y las gracias te las damos nosotros a ti.
Hay algo que no encaja en tanta amabilidad. Está bien que le agradezcan que Luca haya mejorado en su carácter si piensan que ella ha tenido algo que ver. Pero presentarle a su madre, invitarla a su casa y tanta alegría desbordada, ¿no es un poco extraño?
Paula se levanta de la silla para marcharse. Los dos hombres también lo hacen y la acompañan hasta el pasillo. Se despiden de ella y vuelven a entrar en el despacho.
—¿Qué te dije? Es fabulosa.
—Sí, es muy guapa. Y muy agradable.
—Tu hijo no tiene mal gusto.
—¡Como su padre! —exclama el embajador quitándose la chaqueta—. Es justo lo que le hacía falta a Luca, una chica así.
—Ella lo ha hecho cambiar. Ahora solo falta que empiecen a salir juntos.
—Pero estás seguro de que mi hijo se ha enamorado de ella, ¿verdad?
Robert Hanson sonríe de oreja a oreja y vuelve a ponerse las gafas.
—Cien por cien. ¿Por qué crees que ha cambiado tanto? —indica orgulloso de haber acertado con su intuición—. Se lo vi en los ojos cuando la miraba. Estaba absolutamente convencido de que esta chica era la primera a la que querría de verdad y le calmaría los humos. No hay nada como una mujer para templar el carácter. El amor nos atonta, cuñado. Además, no soy el único que piensa que mi sobrino está enamorado de la señorita García. Mi fuente, que ha vigilado esta relación desde el principio, no tiene ninguna duda y me asegura que Luca está loquito por Paula.
Hace unos días, en ese mismo despacho, una mañana de diciembre
—No le diga nada a ella.
—Tranquilo, señor.
—Quiero un informe detallado, día a día, de cómo van evolucionando las cosas. Qué dicen, cuándo, cómo y por qué. Tengo que estar al corriente de todo lo que mi sobrino y esa chica van haciendo de aquí al domingo.
—Perfecto.
—Esto debe funcionar.
—Funcionará. No tengo dudas. Yo pienso lo mismo que usted: que a él le gusta.
—Es bastante obvio que sí. ¿Se ha fijado en cómo la mira?
—Sí, me he fijado.
—Hay que intentar que Paula se entere, que sepa acerca de sus sentimientos. No vamos a obligarla a que se enamore de él, pero hay que dejarle caer cosas. Quizá así se termine convenciendo de que Luca y ella podrían acabar saliendo juntos.
El hombre sonríe satisfecho. Aquel cubito de hielo ha servido para trazar un plan que no puede fallar. Su sobrino le confesará tarde o temprano lo que siente a Paula y es cuestión de tiempo que esta también le coja cariño y que hasta se enamore de él. Pero eso vendrá después. Con paciencia y tranquilidad. Ahora, lo primero es lo primero. Que Luca cambie su actitud. Y para ello el amor es el mejor antídoto.
—Bueno, señor. Me tengo que ir. ¿Necesita algo más?
—Nada más. La semana que viene tendrá su premio por ayudarme en esto. Aunque, ¿está segura de que no quiere algo mejor?
—¿Mejor? No hay nada mejor que saborear la comida de mi país tan lejos de casa, entre tanta carne roja y tanto vegetal hervido. ¡Será genial comer pasta hasta que vuelva a Italia!
Y deseando disfrutar de la promesa del señor Hanson, que encargará a las cocineras que incluyan la semana que viene a diario pasta en el menú de la residencia, Valentina sale del despacho del director con una gran sonrisa y una misión por realizar. Solo deberá acompañar a su amiga durante esos siete días el máximo tiempo posible y controlar todos sus movimientos, sobre todo cuando Luca Valor esté de por medio. Será muy divertido.
Ese día de diciembre, por la noche, en un lugar apartado de la ciudad
Aparcan el BMW a un lado de la carretera. Temen acercarse mucho a la nave y que se escuche el motor. Eso los alertaría y perderían el factor sorpresa.
—Alguien se tiene que quedar vigilando el coche —indica Alan—. Me da miedo dejarlo aquí solo. No tiene pinta de que pase nadie y me roben. Pero ¿y si pasa?
—Yo me quedo —señala Diana, que le entrega al francés el martillo que cogió de su casa—. Mario y tú tenéis más fuerza que yo por si acaso se ponen las cosas feas. Y Cris puede ser clave para convencer a Miriam de que se venga con nosotros o que llame a mis padres.
—¿Estás segura?
—Sí. Me gustaría ir y me da un poco de miedo quedarme aquí, con esto tan oscuro. Pero es lo mejor.
A su novio no le gusta nada la idea de dejarla allí sola, pero no va a llevarle la contraria. No hay tiempo para debates ni discusiones. Además, por otro lado, si Diana no va con ellos, no tendrá que enfrentarse con esos tipos y no correrá peligro de que le ocurra algo.
La pareja se mira, pero no se dicen nada.
—Si pasa cualquier cosa, llámame al móvil —indica Cris, dándole la mano a su amiga.
—No te preocupes. No pasará nada.
Hacía mucho tiempo que no se veían y jamás imaginaron que su reencuentro fuera tan movido. Las chicas se despiden con un beso y Cristina se reúne con Alan y con Mario. Los tres caminan hacia la nave sigilosamente mientras Diana los observa muy preocupada.
—Espero que no se hayan ido de aquí y hayan huido a otro lugar —comenta la chica en voz baja.
—No se han ido. Mira.
El francés señala un todoterreno que está allí aparcado.
—Ese cuatro por cuatro es el que estaba el otro día cuando vinimos —susurra Mario—. También había un audi negro, pero no sé cuál pertenecía a cada uno.
—Enseguida lo averiguaremos.
Alan indica que caminen hacia una de las paredes de la nave donde se ve una ventana por la que se refleja una luz. El resto de persianas están echadas. Él mismo es el que se asoma y mira a través del cristal. Echa una ojeada y observa a Miriam sentada en una cama de matrimonio y a un tipo en un sillón jugueteando con un móvil.
—Tu hermana sigue ahí —le dice sonriente a Mario—. Y también hay un tío con la cabeza rapada.
—Ese es Ricky —aclara—. ¿Y Fabián?
—No está. O al menos yo no lo veo.
Ahora es Mario el que se coloca delante de la ventana y con cuidado, para no hacer ruido, observa el interior de la nave. Ve a Miriam. No parece demasiado contenta. Y cerca de él está el pelado que le hirió con la navaja. Seguramente la llevará encima. De Fabián no hay rastro.
—Es verdad, no está. Habrá salido a hacer cualquier chanchullo.
—Mejor. Así las cosas serán más fáciles.
—No nos fiemos. Seguro que el rapado va armado.
—Tienes razón. No hay que fiarse nunca de esta clase de tipos.
Los tres chicos se apartan de la ventana y se dirigen de nuevo al pórtico de la entrada.
—¿Lo hacemos entonces como habíamos hablado? —pregunta Cris, que es la que está más nerviosa.
—Sí. Yo me encargo de este y vosotros os vais a por Miriam —señala Alan, abrazando a su novia que tiembla—. Tranquila, que todo irá bien.
—Ten mucho cuidado, por favor.
—Tranquila.
El chico la besa y le pide que se vaya. Está asustada y muy inquieta. Y todavía más cuando lo deja solo frente a la puerta. Corre agachada detrás de Mario y los dos se esconden en una de las paredes laterales de la nave. Desde ahí no puede verlo.
—Toma —le dice el chico sonriendo y entregándole el bate de béisbol que cogió del armario de su habitación—. Si se te acerca ese tío, le atizas fuerte.
—No sé si podré.
—Claro que podrás. Tú cierra los ojos y piensa que estás golpeando una piñata.
Cris sonríe y asiente con la cabeza. Espera no tener que usarlo. Nunca le ha pegado a nadie. Y aunque aquel sujeto sea un delincuente, no le gustaría tener que darle un golpe con el bate de béisbol.
Alan, por su parte, visualiza lo que tiene que hacer y que decir. Es su hora. Toma aire delante de la puerta de la nave y lo expulsa de golpe. Él también se ha puesto algo nervioso. No es la idea que tenía para pasar el fin de semana. Pero su novia le ha insistido tanto en que debían ayudar a sus amigos que no se iba a negar. Por ella haría cualquier cosa. Cosas como esta.
No hay ni llamador ni timbre, así que deberá golpear con fuerza en el metal con el que está fabricada la puerta. Reza algo en francés y, con la mano abierta, llama dos veces. El ruido metálico retumba en toda la zona. Incluso Diana lo escucha desde donde está.
La puerta no se abre inmediatamente, pero sí oye unos pasos y cómo el cabeza rapada le dice algo a Miriam. No puede entender qué es, pero no parece demasiado amable con ella. Alan insiste y llama de nuevo dando violentamente otra palmada sobre el metal.
—¿Quién es? —preguntan por fin desde dentro.
—Hola, vengo a hablar con Miriam. Soy un amigo suyo.
Ricky no responde. Sin embargo, sí que se escucha cómo la chica corre hacia la puerta y grita.
—¡Hola! ¿Quién…?
—¡Cállate, estúpida! —la interrumpe el otro.
Alan no ve lo que está pasando dentro, pero por los sonidos que escucha intuye que le está tapando la boca con la mano para que no hable. Es muy extraño. ¿Qué ha pasado para que las cosas lleguen a ese punto? Por lo que se ve, la chica ya no está en aquel sitio por voluntad propia. Todo es muy confuso.
—Si no me dejas hablar con ella, llamaré a la policía. Y no es ningún farol.
—¡Tú no vas a llamar a nadie! —grita Ricky, que se empieza a poner algo nervioso—. ¡Márchate de aquí!
—No pienso marcharme hasta que hable con ella —insiste el francés.
—¿Alan? ¿Eres tú?
La voz de Miriam denota una gran sorpresa y también alegría. Sin embargo, de nuevo el tipo de la cabeza rapada la hace callar.
—¡Sí, soy yo! Solo quiero hablar contigo. Luego podrás quedarte aquí si quieres. Pero necesito que hables conmigo.
Silencio. Nadie en el interior de la nave dice nada más. Solo se oyen ruidos inidentificables. Alan insiste llamando a Miriam, pero esta no contesta. Tampoco Ricky responde, ni siquiera cuando el francés golpea con todas sus fuerzas la puerta de metal. Cris y Mario cada vez están más tensos y nerviosos. No pueden ver qué está pasando y tampoco deben acudir hasta él. Ellos actuarán por sorpresa en cuanto el chico les dé la orden. Mientras, tienen que ser pacientes.