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Authors: Laura Connors

Tags: #Romántico

Canción de Nueva York (18 page)

BOOK: Canción de Nueva York
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—¿Y no tendrá fiebre amarilla? —dijo la anciana—. Hemos estado este verano visitando a mi sobrina en Singapur y desde que volvimos, mi Albert no levanta cabeza.

—Le he dicho ya tres veces que los perros no tiene fiebre amarilla, señora Middleton —respondió Trudy, desesperada—. La fiebre amarilla es una enfermedad de humanos y Albert es un chihuahua de tres kilos.

—Precisamente por eso —siguió la anciana—. Si está tan flaco seguro que tiene algo malo y en Singapur había mucha fiebre amarilla… ¡Lo sé de buena tinta!

El perro gruñó y lanzó una rápida dentellada contra la mano enguantada de Trudy, que, prevenida, la retiró un instante antes de recibir el mordisco.

—Te lo dije. Le has hecho enfadar con la jeringa. Albert es muy sensible —dijo la anciana con tono reprobador.

Trudy meneó la cabeza y decidió no responder. La señora Middleton era una mujer muy agradable y se interesaba mucho por sus animales, demasiado. Había desarrollado una extraña hipocondría hacia sus mascotas que le hacía estar en la clínica veterinaria de Trudy más tiempo que en su propia casa. En realidad, la señora Middleton se había convertido en la principal fuente de ingresos de Trudy. Era viuda y muy rica, y convivía con un ejército de pequeñas ratas: nueve chihuahuas y ocho bichones malteses, que competían entre ellos en agresividad y mala leche.

—¿No te tomas una pastita, hija mía? Las ha hecho Gladis con mucho cariño —dijo la señora Middleton tendiéndole una cestita de mimbre tapada con un paño de ganchillo.

—Muchas gracias, señora Middleton, pero hoy tengo el estómago revuelto.

Y en esta ocasión no era una excusa para evitar tragarse una de aquellas pastas duras como una piedra. Después del incidente con Maya y John de esa mañana, Trudy se fue del hotel llorando y hecha polvo. Si alguien le hubiese contado lo que había pasado, Trudy no le habría creído, pero lo había visto con sus propios ojos. De John podía llegar a creérselo e incluso esperarlo, al fin y al cabo solo se habían visto unas cuantas veces, y ni siquiera se podía decir que fuesen pareja. Pero de Maya, no. Nunca habría imaginado que fuese capaz de hacer algo semejante. La había traicionado miserablemente.

Así que después de vagar por las calles durante una hora, rumiando y sufriendo por lo que había pasado, Trudy se paró frente a un escaparate y miró su reflejo en el cristal. Tenía cuarenta años y mucha vida por delante, de nada valía lamentarse. Trudy se arregló el pelo y decidió que lo mejor sería seguir con su vida, como si nada hubiese sucedido. Dicho y hecho. Trudy cogió el transbordador que cruzaba el río Hudson y se fue a la clínica veterinaria que tenía en Jersey. Así lograría distraer su mente. Y a fuerza de atender señoras Middleton y Alberts, lo había conseguido, al menos en parte. Pero cada vez que dejaba de concentrarse en una herida, en un tratamiento para la sarna o en los testículos de un dóberman, una imagen volvía a su mente una y otra vez: Maya, medio tapada con una bata roja, abriendo la puerta de la habitación de John.

Trudy apartó esa visión de su cabeza y se concentró en su pequeño paciente. Tenía que extraerle un poco de sangre para realizarle una analítica y la operación se presentaba arriesgada. Aquel bicho maligno estaba más dispuesto a extraer un litro de sangre de Trudy a mordiscos que a dejarse quitar ni un mililitro de la suya propia.

En ese momento se escuchó una discusión en la recepción. Trudy no entendía lo que decían las voces, pero no hizo falta esperar demasiado para saber qué estaba sucediendo. La puerta de la consulta se abrió y Maya, esta vez vestida, apareció acompañada de Ania.

Ania dio un paso al frente y puso los brazos en jarras.

—Trudy MacAllyster, vas a escuchar lo que tienen que decirte —dijo muy seria.

—¿Es una inspectora de Hacienda, Trudy? —dijo la señora Middleton—. ¿No has pagado tus impuestos?

Trudy se quedó desconcertada unos segundos. Maya y John llevaban llamándola toda la mañana por lo que finalmente decidió apagar el teléfono. Verla ahora allí, acompañada de Ania, era lo último que esperaba y quería. Albert notó su momento de debilidad y aprovechó para lanzar sus fauces sobre el brazo desprevenido de Trudy, hincándole los colmillos en la carne.

—¡Joder! —se quejó Trudy.

La veterinaria se quitó de encima instintivamente al agresor, que debido a su pequeño tamaño, cruzó volando y gimoteando la sala de consultas.

—¡Albert! —chilló aterrada la señora Middleton—. ¡Albert!

Ania se movió rápidamente y cogió por el pescuezo al diminuto perro antes de que se estrellase contra el suelo.

—¡Lo tengo! —dijo.

Pero ya era demasiado tarde, al menos para la señora Middleton. La anciana había sufrido un ataque de nervios y comenzó a derrumbarse. Trudy logró sostenerla y con la ayuda de Maya la subió a pequeña camilla que había en la sala de consultas. A los pocos segundos, la señora Middleton se recuperó lo suficiente como para abrir los ojos.

—Lo siento, señora Middleton. Ha sido un acto reflejo, no quería hacerle daño a Albert, se lo aseguro —se disculpó Trudy.

—¡Qué disgusto! ¡Qué disgusto!

Media hora más tarde, la señora Middleton se encontraba tranquilamente en su casa, reposando en su sofá preferido. Albert roía un hueso de juguete en su regazo, aparentemente indiferente a lo que había sucedido. Su único recuerdo era una pequeña molestia que sentía en el cuello, allí donde las manos de Ania le habían atrapado. Por lo demás, se había librado de recibir un pinchazo, así que estaba todo lo feliz que puede estarlo un chihuahua de tres kilos.

Mientras, en la clínica veterinaria, se desarrollaba una escena bien diferente. Trudy escuchaba las explicaciones de Maya, bajo la atenta mirada de Ania, que no perdía detalle.

—Te lo juro, Trudy, no ocurrió nada.

—¿Y qué hacías entonces en su habitación? Llevabas su bata y no tenías ropa interior debajo. —Trudy estaba sentada en su sillón de piel, parapetada tras su mesa de trabajo.

—Fue todo un malentendido, Tru. Yo fui a su habitación… llegué…

—Corta el rollo, Maya —le dijo Ania, sin contemplaciones—. Cuéntaselo todo desde el principio. Cuéntale lo de Paul.

Entonces Maya le contó toda la historia desde el momento en el que le había pedido la mano a Paul. Le habló de la llamada de teléfono y de la fuga de Paul y de cómo había ido luego a buscarle a su piso. Le contó que había visto a una mujer con él, a Sarah Kerrigan, y le relató cómo se enteró de que estaban prometidos. Maya trató de no llorar pero no pudo evitarlo. Trudy hizo ademán de levantarse, pero algo la contuvo.

—Después me fui a un bar, no sé a cuál y me tomé cinco copas de golpe —siguió Maya—. Estuve andando sin rumbo por la ciudad, totalmente borracha, hasta que pasé cerca del hotel de John.

Trudy la miraba sin decir nada. Maya lo interpretó como una señal para seguir con su historia. Ahora llegaba la peor parte. Maya no podía mentir, Trudy no se lo merecía.

—No sé por qué subí a verle. Estaba furiosa con Paul, quería vengarme de él, hacerle pagar por lo que me había hecho… y además no quería sentirme sola. John se portó muy bien conmigo. Yo le pedí que me sirviese otra copa, pero él se negó. Quería saber qué me ocurría. Le dije que solo se lo contaría si me servía otra copa.

Trudy se removió incómoda en su asiento.

—Yo… casi le obligué a besarme… pero John se apartó y… —dijo Maya con la voz temblando—. No pasó nada, Trudy.

Maya se frotó los ojos, cansada. Tenía una resaca horrible y no conseguía alejar de su mente la imagen de Paul abrazando a su prometida. Pero ahora tenía que intentar arreglar las cosas con Trudy.

—Yo estaba demasiado borracha. John me metió en la cama y él se fue a dormir al salón —continuó Maya—. Si te hubieses quedado habrías visto una almohada y una sábana sobre el sillón. Yo… yo no quiero nada con John, Trudy. Cometí un error al subir y créeme que lo siento de veras. No tenía que haber sucedido.

Trudy seguía mirándola atentamente sin pronunciar palabra, pero Maya se dio cuenta del temblor en los labios que Trudy intentaba controlar. Era rabia.

—Se está disculpando de corazón, Trudy. ¿No vas a decir nada? —intervino Ania, visiblemente irritada ante el silencio de su amiga.

Trudy se levantó de la silla y las miró fijamente.

—Sí, voy a decir algo —dijo Trudy, sin rastro de emoción en la voz—. Quiero que las dos os vayáis inmediatamente de aquí. Y Maya no quiero que ni John ni tú volváis a llamarme, nunca.

—Me parece que no has entendido… —comenzó a decir Ania.

Maya cortó la protesta de raíz.

—Tiene razón —admitió—. Será mejor que nos vayamos. Lo siento mucho, Tru. Creí que debías saber lo que había ocurrido.

Ania protestó, pero Maya la obligó a salir de la consulta, dejando a Trudy a solas. A los pocos minutos, Trudy salió a la recepción y ordenó pasar al siguiente paciente. La veterinaria pasó las tres horas siguientes atendiendo frenéticamente a su clientela animal. Nunca, desde sus días en la universidad, había puesto tanto empeño ni tanta atención en cada paciente. Al finalizar la jornada, le dijo a su auxiliar que se fuese a casa, que ella cerraría la clínica. En la soledad de su despacho, Trudy rompió a llorar como una niña.

Ania y Maya tomaban un café en el Bianca. Estaban en su mesa de siempre, pero no era lo mismo. Dos de las cuatro sillas estaban vacías. Beth había quedado con ellas a las cuatro, pero llevaba más de media hora de retraso y aún no había llegado ni contestaba al teléfono. Trudy no iba a venir y Maya no sabría si volvería a verla allí sentada alguna vez.

El teléfono de Maya sonó una vez más. Era la quinta vez en menos de una hora.

—¿Otra vez Paul? —preguntó Ania.

Maya asintió.

—Apagaría el teléfono, pero estoy preocupada por Beth. Tal vez me llame.

—¿No vas a cogérselo?

—No —contestó Maya, tajante.

—¿No vas a hablar con él?

—No hay nada de qué hablar.

—No sé, Maya, todo esto me parece muy raro. Es difícil imaginarse a Paul haciendo algo semejante. Hay algo que no encaja. ¿Y si todo ha sido un malentendido?

—¿Un malentendido? Paul me abandona la noche en la que le pido que se case conmigo y descubro que se ha ido con otra, su prometida. Y después el portero de su casa me confirma que se van a casar la semana que viene. ¿Dónde ves el malentendido?

Ania rumió unos segundos la respuesta.

—¿Y si el portero es medio tonto? Quiero decir, hay mucha gente buena que ofrece ese tipo de trabajos a personas con… problemas. A fronterizos.

Maya la fulminó con la mirada, mostrando a las claras que si había algún fronterizo en todo este asunto, se sentaba ahora mismo en frente de ella, con un bolso de Louis Vuitton en el brazo y bebiendo un capuchino expreso.

—Sigo pensando que deberías hablar con él, Maya. No pierdes nada por hacerlo —insistió Ania.

—Por lo que a mí respecta, Paul Miller murió ayer por la noche a la una de la madrugada. No quiero saber nada más de él. Te pido que no vuelvas a mencionarle jamás —dijo Maya muy seria—. Ya he perdido una amiga en todo esto… y no querría perder otra.

—Lo siento, Maya, solo quería…

—Lo sé. Solo querías ayudarme y… te lo agradezco —dijo Maya tomando la mano a su amiga. Había sido demasiado dura con ella.

En ese momento Beth entró en el local. Llevaba una gabardina negra empapada por la lluvia y el rostro ceniciento. Las ojeras le llegaban hasta el suelo y un halo de tristeza la rodeaba como un enjambre de abejas a un panal. Beth anduvo hacia ellas y se derrumbó en la silla, sin quitarse siquiera el abrigo.

—Beth, ¿qué te ocurre? —preguntó Maya, preocupada.

Su amiga tardó unos segundos en contestar.

—Se trata de Ryan.

—¿Qué ha pasado?

Beth se sonó ruidosamente antes de responder.

—Ayer por la noche hablé con él. Se lo puse claro y muy fácil. Si quería que siguiésemos juntos debíamos establecer unas nuevas reglas. Le dije que quería ir más en serio, que quería formar una familia con él, en resumen, asentarnos y tener hijos. —Beth gimoteó—. Ryan sabía lo que le iba a decir. Me dijo que él también había estado dándole vueltas y me pidió más tiempo para pensarlo.

—Eso es bueno, ¿no? —dijo Ania, cándidamente.

Beth negó con la cabeza.

—Esta mañana me llamó —continuó—. Quería quedar conmigo para decírmelo a la cara pero tenía que volar a Chicago, así que me lo ha dicho por teléfono… Quiere que lo dejemos.

—¿Pero… por qué? —preguntó Maya.

—¡Será cabrón! —dijo Ania.

Beth no contestó. Volvió a sonarse la nariz y sollozó.

Maya no supo qué decir para consolar a su amiga. Acababa de pasar por una situación muy parecida y sabía que no había demasiado que hacer, salvo dejar que se desahogase. Después de unos segundos, Beth continuó.

—Me ha dicho que no está preparado para algo así y que no quiere enfrentarse a ello sin tenerlo claro. Y yo, al oírle, he sido débil. Le he pedido que lo reconsiderase, que se tomase un poco más de tiempo para contestarme. Pero me ha respondido que lo tenía muy claro —dijo Beth, intentando no llorar—. Entonces me ha entrado pánico y le he pedido que siguiésemos como estábamos antes, que se olvidase de lo que había pasado.

—¿Y qué ha contestado? —preguntó Ania.

—Ha… dicho que ya era imposible. Ha… ha conocido a otra mujer —dijo, rompiendo a llorar.

Maya se abrazó a su amiga y trató de consolarla con su contacto. A los pocos segundos, un muro de contención se rompió en su interior y, sin poder evitarlo, comenzó a sollozar junto a su amiga. Ania las miraba indecisa, sin saber qué hacer. Al final, por empatía, comenzó a llorar con ellas.

—La fiesta de esta noche… la cancelamos, ¿verdad? —dijo en voz baja, asiendo su bolso de marca.

Capítulo 20

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