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Authors: Laura Connors

Tags: #Romántico

Canción de Nueva York (7 page)

BOOK: Canción de Nueva York
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—¿Esos dos forman parte de la exposición? —dijo Ania señalando a los góticos.

—Habla más bajo, te van a oír —repuso Maya.

—Lo dudo, están embelesados mirando esa especie de… ¿pastel de manzana con gafas?

En ese momento Trudy apareció entre la multitud, acompañada por un hombre moreno y muy apuesto, de pelo largo. Tenía la piel tostada por el sol, que contrastaba con una sonrisa llena de dientes blancos.

—Hola, chicas —dijo Trudy sonriente—. Quiero presentaros a Paolo, el artista que expone esta noche. Paolo, estas son Maya y Ania.

—Encantado —dijo Paolo con un marcado acento extranjero, italiano probablemente, pensó Maya.

—Le estaba diciendo a Maya lo interesante que es tu obra —mintió Ania con descaro—. Muy… polisémica.

—Me alegro de que te guste. ¿Y a ti qué te ha parecido? —dijo Paolo dirigiéndose a Maya.

—Solo soy una aficionada, pero hay varios cuadros que me han gustado mucho.

Paolo la observó atentamente mientras respondía. Tenía los ojos negros y la mirada muy profunda.

—En mi país decimos que no hay obra de arte más bella que una mujer bella —dijo mirándola fijamente—. Y se puede comprobar la realidad del dicho observando a cualquiera de vosotras tres —añadió con una sonrisa cautivadora.

—En tu país sois todos unos charlatanes mujeriegos —rio Trudy.

—¿Eres italiano? —se interesó Maya.

—Casi. Soy español, pero mi madre era italiana y muy cabezota. Mi padre me puso Pablo, pero a los dos meses, el pobre hombre ya me llamaba Paolo, porque si no, mi madre le hacía la vida imposible.

—Italia, España… —dijo Trudy— ¿Qué más da? Todos los mediterráneos estáis cortados con el mismo patrón.


Touché
—dijo Paolo.

—Ania, mira quién está allí —dijo Trudy de repente, señalando hacia un grupito de gente—. Disculpadnos, chicos, Ania y yo tenemos que saludar a unos amigos.

—¿A quiénes? —dijo Ania, desconcertada. Trudy la agarró por el brazo y tiró de ella. Sus amigas se perdieron rápidamente entre la gente, antes de que Maya tuviese tiempo de decir nada. Paolo se acercó más a ella y Maya pudo percibir el aroma que despedía el pintor. Era varonil y fresco. Seductor.

—Me ha dicho Trudy que tú también eres artista —dijo Paolo.

—No, no. Ni mucho menos. Pinto en mis ratos libres, soy solo una aficionada.

—Eso no es lo importante. Lo que de verdad importa es la pasión que seamos capaces de verter sobre el pincel, el sentimiento que logremos plasmar en el lienzo, ¿no crees? El tiempo que le dediquemos o lo que obtengamos a cambio es lo de menos.

—Pues entonces soy una aficionada que le pone mucha pasión… en los cinco minutos mensuales que le puedo dedicar.

Paolo sonrió.

—Ven. Quiero enseñarte una cosa —dijo tomándola del brazo.

Las manos de Paolo eran fuertes y bien formadas, con dedos largos y flexibles que se cerraban con firmeza sobre su brazo.

—¿Dónde vamos?

—Quiero que veas algo más. Algo distinto. Me encantaría conocer tu opinión.

Cruzaron la sala de exposiciones y llegaron a una puerta de metal situada en el fondo de la estancia. Paolo abrió y entraron en un almacén poco iluminado y repleto de lienzos. La puerta se cerró tras ellos alejándoles del bullicio. El pintor retiró unas lonas y dejó al descubierto varios lienzos que llevaban su sello característico. Uno de ellos era realmente impresionante.

—Fíjate en estos —dijo el pintor—. Para mí son los más brillantes. Lo mejor que he hecho nunca.

—¿Y por qué no están en la exposición?

—Porque según mi agente y el propietario de la sala de exposiciones, no son suficientemente comerciales. No se venderán tan bien como los otros. ¿Y me importa? No. Solo valoro las cosas por lo que he aprendido haciéndolas, por la satisfacción que me da el propio cuadro, no por el dinero. Es mejor vivir el día a día y pensar que no habrá un mañana.

—Pues te aseguro que habrá un mañana. Y yo tendré que ir una reunión muy importante con alguien al que no quiero ni ver. No es lo que más me gustaría pero es lo que hay.

—Vivir así es perder el tiempo, Maya. Hay que dejarse llevar.

Maya, en el fondo de su corazón, pensaba que Paolo tenía razón. Era absurdo disfrazarse cada mañana de abogada, salir a trabajar todo el día para volver a casa extenuada y tomarse una cena precocinada mientras veía la televisión, sola. Siempre había fantaseado con la idea de dejarlo todo y viajar a Europa. Alquilar una caravana y visitar las ciudades del Viejo Continente con tranquilidad, disfrutando de cada momento. Se imaginaba en una mañana de primavera en París, desayunando en la terraza de un pequeño café del Barrio de los Artistas. O en Praga, visitando la ciudad vieja mientras caían las hojas de los árboles. Había fantaseado con recorrer los rincones más apartados del zoco de Estambul, regateando con los tenderos, o dando de comer a las palomas de la plaza de Viena con el sol desapareciendo tras los viejos tejados. Y en los últimos meses había aparecido un nuevo elemento a su sueño viajero que escapaba a su control, una persona que la acompañaba, que compartía y disfrutaba con ella de todos esos momentos, haciéndolos más intensos e inolvidables. Paul.

—No es una mala filosofía. Pero no siempre es fácil llevarla a cabo.

—Hay que intentarlo al menos. Hay que dejarse llevar, fluir. ¿Tú te dejas llevar, Maya?

—Bueno, a veces. Pero trato de pensar siempre si lo que hago es correcto o no. Desgraciadamente todo lo que hacemos tiene consecuencias.

—Error.

Paolo se abalanzó sobre ella y la besó en la boca. A Maya le pilló tan desprevenida que en un primer momento ni siquiera le rechazó. Los labios de Paolo eran cálidos y mullidos y sus brazos se deslizaron por la espalda de Maya atrayéndola hacia él. Llevaba mucho tiempo sin besar a nadie, casi un año, y por un instante estuvo a punto de dejarse llevar. Pero no lo hizo.

—Pero, ¿qué estás haciendo? —dijo Maya separándose bruscamente.

—Vivir el día a día. Dejarme llevar. Tú deberías hacer lo mismo.

Esto era el colmo.

—¿Y si me quisiera dejar llevar pero no contigo? Estoy prometida —mintió.

—Eso no es un problema —dijo Paolo sonriente—. No para mí.

—¿Qué?

—Si tu chico está en la exposición, puedes decirle que venga. Le podemos hacer sitio y organizarnos. También podríamos invitar a tus amigas.

Maya le miró anonadada. El tipo lo decía totalmente en serio y por la expresión confiada de su rostro, debía de tener mucho éxito cuando hacía ese tipo de propuestas.

—Serás… ¡Serás capullo!

Maya abandonó el almacén dando un portazo y llena de rabia. Aquello había sido obra de Trudy, de eso no había duda. Buscó a su amiga por la exposición, pero no la encontró. En su lugar se cruzó con Beth, que charlaba con una pareja de chicos cogidos por la mano. Al verla, Beth se despidió de sus amigos y se fue hacia ella.

—¿Qué sucede? Tienes mala cara —le dijo su amiga.

Maya le contó brevemente el incidente que acababa de suceder con Paolo en el almacén de la exposición.

—Sí que tienen la sangre caliente estos latinos —dijo Beth.

—Y lo peor es que estuve a punto de dejarme llevar. Si no fuese porque… —Maya no acabó la frase.

—Ven, vamos a tomar el aire —dijo Beth—. Nos vendrá bien a las dos.

Al principio, Beth se había tomado la historia a broma, pero ahora veía que Maya estaba más afectada de lo que había creído.

Las dos mujeres salieron al balcón. Hacía frío y el cielo estaba completamente despejado de nubes. La exposición ocupaba la última planta de una antigua fábrica y desde su ático había unas vistas increíbles del cielo nocturno de Nueva York. Los edificios aparecían vestidos de luces en medio de la noche y a la derecha se podía ver el reguero plateado que trazaba el río Hudson.

—¿Qué te pasa, Maya? Y no me estoy refiriendo al incidente con el casanova ese. ¿Qué te ocurre en realidad?

Maya se apoyó en la barandilla y suspiró. Las lágrimas amenazaban con desbordarla, pero hizo un esfuerzo y las retuvo.

—No lo sé, Beth. Me siento completamente desubicada. Tengo cuarenta años. Cuando era más joven siempre creí que a esta edad mi vida estaría completamente resuelta. Estaba convencida de que tendría a mi lado a una persona que me llenase, que me complementase, alguien con quien crear una familia y con el que pasar el resto de mi vida. Y mírame. No tengo nada.

—Ya sé que no es un consuelo, pero hay mucha gente de nuestra edad que se encuentra en tu misma situación. Las relaciones cada vez son menos estables, la vida es más complicada y la gente cada vez es más egoísta. Es difícil encontrar a alguien que te complemente y te llene, pero no por eso hay que dejar de creer en que es posible.

—Pero lo mío… lo mío es peor —dijo Maya sin poder evitar que una lágrima rodase por su mejilla—. Yo dejé pasar esa oportunidad. Peor aún. La aparté de mi lado.

—¿Lo dices por Paul? Vamos, Maya, erais muy jóvenes. No puedes saber en qué habría terminado todo. Fíjate en tu matrimonio con Michael. No me digas que no te casaste enamorada de él. Siempre me has dicho que al principio fuisteis muy felices, que creías que podía ser el hombre de tu vida. Y al final, después de unos años, os separasteis. ¿Quién te dice que con Paul no te habría pasado algo igual?

—No lo sé, había algo especial con Paul, algo que nunca llegué a encontrar en Michael —dijo Maya pensativa—. Y todas esas cartas… Paul estuvo esperándome quince años sin saber nada de mí, sin recibir nunca una contestación a sus cartas. Y aun así, esperó.

—Pues entonces ve a hablar con él, Maya. Si crees que aún puede haber algo, prueba suerte. No tienes nada que perder, ¿no?

—No lo sé. No me parece muy justo. No sé si ahora tendrá novia y no querría molestarle ni entorpecer su relación.

—¿Ni siquiera quieres darle la oportunidad de que sepa lo que sientes, lo que has sentido todos estos años? Él ya es mayorcito y tomará su propia decisión.

Maya se quedó callada, reflexionando.

—¿Quieres saber la verdad? —dijo finalmente.

Beth asintió.

—Tengo miedo —dijo Maya—. Miedo a que se haya enamorado de otra persona. Me aterra pensar que después de tantos años se haya olvidado de mí por completo y haya rehecho su vida con otra persona. Sé que es muy egoísta por mi parte, pero ¿qué puedo esperar después de quince años sin verle? Es ridículo, pero estoy aterrada.

—Comprendo tu preocupación, pero sigo creyendo que lo mejor sería que hablases con él. Si no lo haces, vas a seguir viviendo en la incertidumbre y sin saber qué siente Paul.

Maya meditó las palabras de su amiga.

—Puede que tengas razón —suspiró—. Tal vez lo mejor sea afrontar la situación y ver qué pasa. Muchas gracias, Beth.

—Anda, ven aquí —replicó su amiga cariñosamente.

Las dos mujeres se dieron un abrazo en la terraza. Si Paolo las hubiese visto en aquel instante, probablemente les habría propuesto un trío.

Capítulo 7

Per Se
era uno de los restaurantes más caros y exclusivos de Nueva York, y se trataba del lugar que había elegido John Walls para quedar con ella. John le había mandado dos mensajes para invitarla a comer. Al primero no había contestado, pero al segundo no le quedó más remedio que hacerlo. Hubiera sido descortés no responderle después de lo bien que se había portado con ella, y sería una compañía muy agradable con quien pasar un buen rato y desconectar. Además, el segundo mensaje había logrado arrancarle una sonrisa.

«Estoy muy mareado, es el aire de Nueva York. Necesito a alguien que me enseñe a vomitar comida de primera».

Maya entró al restaurante y un hombrecillo repeinado y estirado acudió de inmediato a atenderla.

—¿Tiene usted reserva…, señorita? —le preguntó el
maître
. El hombre le había mirado discretamente las manos antes de dirigirse a ella. Al no ver anillo de compromiso se decidió por un cortés «señorita».

—No… Sí. He quedado con el señor John Walls a las doce y media.

—¿Su nombre, por favor? —dijo el hombrecillo con afectación.

—Maya Kowalsky.

—Oh, por supuesto, señorita. El señor Walls tiene reservada su mesa de siempre. Acompáñeme, por favor, la están esperando.

Maya atravesó la lujosa sala siguiendo al hombrecillo, que caminaba tan erguido que parecía que se podría romper en cualquier instante. Maya no llegaba a relajarse en ambientes tan pomposos y recargados como aquel; le gustaban los sitios más sencillos y sin tanta ceremonia. Allí, el cubierto costaba más de doscientos dólares y si pedían un buen vino, la cuenta se dispararía aún más.

Abandonaron el salón principal y entraron en una sala contigua, casi tan grande como la anterior, salpicada por unas pocas mesas muy distanciadas entre sí. Solo una de ellas estaba ocupada por un hombre trajeado y muy apuesto. John. Al verla, el hombre se levantó del asiento y se dirigió hacia ella.

—Maya, me alegro mucho de verte. He tenido que utilizar todos mis encantos para conseguir una cita —dijo con una sonrisa.

—La verdad es que he estado muy atareada: el nuevo trabajo, los amigos y un montón de compromisos, ya sabes. No creí que volver a casa fuese a resultar tan duro.

—¿Y qué tal con tu madre? ¿Qué tal la vuelta al hogar?

—Esa es una cuenta que aún tengo pendiente. No fui capaz de ir a su casa y aún cree que sigo en Los Ángeles. Necesito algo más de tiempo para estabilizarme antes de verla.

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