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Authors: Laura Connors

Tags: #Romántico

Canción de Nueva York (3 page)

BOOK: Canción de Nueva York
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Aun así, tomar aquella decisión fue lo más duro a lo que se había enfrentado en toda su vida. La idea de separarse de Paul se le hacía casi imposible de soportar. Pero sacó fuerzas de su estúpido orgullo y una tarde de diciembre habló con él. Estaba segura de que podía recordar casi todas las palabras que se dijeron el uno al otro.

—Es una gran oportunidad, Paul. No puedo decir que no —había dicho ella.

—Lo sé, pero es muy probable que aquí encuentres una oportunidad igual de buena en poco tiempo —argumentó Paul—. Vamos, Maya, sabes que en cualquier momento te harán socia en tu bufete.

—Tuvieron una buena oportunidad y no la aprovecharon —dijo Maya, molesta.

—Pues busca trabajo en otro bufete de Nueva York. Tienes una gran reputación y muchos estarían dispuestos a hacerte socia. Al menos inténtalo, y si no lo consigues, siempre podrás hablar con ese abogado de Los Ángeles.

Paul tenía razón. Ni siquiera había intentado buscar en otros despachos de abogados de Nueva York. Había hecho extensible su fracaso y frustración a toda la ciudad, comportándose como una niña estúpida y mimada.

—Ninguno de ellos puede ofrecerme nada parecido —le rebatió Maya—. Juegan en otra liga.

Paul la miró fijamente y, por un instante, Maya creyó que él iba a explotar. Tal vez hubiese sido mejor que él le hubiera gritado, que le hubiera dicho que no podía marcharse y tirarlo todo por la borda. En lugar de eso, Paul se mordió el labio y acabó sonriendo.

—Bien —dijo pausadamente—. Pues entonces tendré que buscar un buen hospital en Los Ángeles. Me han dicho que se come muy bien por allí. Además, así podré practicar
surf
todos los días —añadió.

Maya casi se echó a llorar. Paul estaba dispuesto a tirar su carrera por la borda con tal de seguir juntos. Prefería abandonar años y años de durísimo sacrificio y dejar su carrera a un lado por la mujer a la que amaba. En ese instante algo se rompió en su interior. Se sintió como una auténtica zorra, la mujer más despreciable de la Tierra. Y aunque sabía que era absurdo, una vocecita en su interior le decía que si se sentía así, era en parte por culpa de Paul. La realidad era que, en comparación con él, ella se sentía poco más que una piltrafa humana.

Así que no quiso ser la culpable de que Paul tirase por la borda su futuro en la Medicina. En el Presbiteriano lo había demostrado todo y tenía un gran futuro por delante. Si se iba con ella a Los Ángeles, tendría que empezar de cero. Por eso, pese al ofrecimiento de Paul de marcharse con ella, Maya decidió que lo mejor sería terminar con la relación. Se lo dijo ese mismo día. Paul no se lo podía creer, pensaba que le estaba gastando una broma de mal gusto, que algo así no era posible. Pero se equivocaba. Ella le devolvió a Paul el anillo de compromiso. Él se negó a aceptarlo.

—Quiero que te lo quedes —le dijo Paul—. Para qué me lo vas a devolver si dentro de poco volveremos a estar juntos.

—No estás siendo realista, Paul, me voy a iniciar una nueva vida. Ten, tómalo.

—Sí que estoy siendo realista, sé que acabaremos juntos.

Maya se quedó con el anillo y se marchó de casa. Arregló todo en pocos días, y en cuanto pudo, cogió el primer avión hacia Los Ángeles. Sabía que si no lo hacía rápido, no lo haría nunca.

Los inicios fueron muy duros, no paraba de pensar en Paul y en varias ocasiones estuvo a punto de llamarle, incluso una vez compró un billete de vuelta a Nueva York, pero no llegó a utilizarlo. Estuvo dos semanas prácticamente sin comer nada. Perdió mucho peso y enfermó. Paul la llamaba a diario pero ella nunca respondió. Sabía que estaría destrozado, pero creía que lo mejor para todos sería que no hablasen durante una temporada. Con el tiempo, Paul se olvidaría de ella y conocería a alguien con quien compartir su vida y formar una familia. Alguien mejor que ella.

Después de tres semanas, Paul dejó de llamarla por teléfono. Maya pensó que ya se había olvidado de ella y eso le hizo sentir una punzada involuntaria de celos. ¿Tan poco la quería que ya la había borrado de su memoria? Imaginarle con otra mujer la ponía enferma, no lo podía soportar. Otra vez su estúpido egoísmo, pensaba.

Días después, el trece de febrero, le llegó una carta a su nueva dirección en Los Ángeles. Era de Paul. Maya dudó entre abrirla o tirarla directamente a la basura. Finalmente, pudieron las dudas. La carta estaba encabezada por la letra de la canción de la película en la que se conocieron.

Don't know much about history

Don't know much biology…

La carta era sencilla, no demasiado larga y muy directa. Se podía resumir brevemente: Paul comprendía lo que Maya había hecho, la disculpaba y le decía que la seguía queriendo. Es más, decía que no volvería a molestarla, pero que cada año, en esa misma fecha, le volvería a escribir de nuevo. Paul le decía que estaba dispuesto a esperar el tiempo que hiciese falta, que sabía que acabarían juntos antes o después, y que ella, en el fondo, sabía que sucedería.

Maya siempre se lo había negado a sí misma, pero durante todos estos años, en su interior, existía un pequeño rincón donde le conservaba oculto, y cada vez que recibía una de esas cartas, el sentimiento crecía y se reforzaba un poco más. Pero este año, cuando más lo necesitaba, no había recibido ninguna carta.

Un taxi paró a su lado y Maya volvió a la realidad. Miró el reloj. Llevaba casi una hora esperando delante de la puerta del hospital, sin atreverse a entrar y sin atreverse a marcharse. Estaba totalmente empapada.

—¿La llevo a alguna parte, señorita? —dijo el taxista. No era Arún. Al ver el vehículo había pensado por un instante que podría tratarse del taxista hindú, pero no era así.

—No, gracias, estoy bien aquí.

El taxista la miró extrañado.

—La he estado observando un buen rato. Está usted calada. ¿Por qué no sube y la llevo a algún lugar caliente?

—Estoy… esperando a un amigo —mintió.

—Como quiera, señorita, pero va usted a enfermar. Debería irse a casa.

El taxi se alejó entre la lluvia. El hombre tenía razón, debería marcharse a casa. Había sido una locura presentarse en el hospital donde trabajaba Paul y esperarle en la puerta como una colegiala mientras no paraba de diluviar. ¿Qué se creía?, ¿que Paul iba a aparecer por la puerta del hospital y, al verla, saldría corriendo y la estrecharía entre sus brazos?

—¡Pero qué estúpida! —dijo meneando la cabeza.

Maya cogió sus maletas, decidida a marcharse. En ese momento la puerta del hospital se abrió, y un hombre moreno y delgado apareció en la entrada. Maya se le quedó mirando fijamente. Era Paul. Maya no le había visto en quince años, pero él apenas había cambiado, o eso le parecía desde la distancia. Tenía el pelo un poco más largo, media melena rizada, y las facciones se habían vuelto algo más duras y afiladas. El hoyuelo de la barbilla destacaba en su cara, y aunque no podía apreciarlo desde donde estaba, Maya imaginó sus ojos verdes y chispeantes.

Paul miró en su dirección y se quedó observándola fijamente unos segundos. Por un instante, el corazón estuvo a punto de salirse del pecho. Maya soltó las maletas y dio un paso hacia delante, abandonando la acera e internándose en la carretera asfaltada que les separaba. La puerta del hospital se abrió y salió una chica alta y joven. Era muy guapa. La mujer llamó a Paul y este se dio la vuelta, sonriendo. La joven le cogió de la cintura y comenzaron a andar entre risas hacia el aparcamiento. Paul volvió la mirada hacia ella un instante, pero en seguida se giró y siguió caminando. Maya no sabía si la había reconocido. Al principio creyó que sí, pero ya no estaba segura. No sabía qué hacer, si ir tras él o quedarse allí bajo la lluvia.

¿Y quién era aquella mujer tan guapa que le había agarrado por la cintura? ¿Era su… novia? La sola idea de que Paul tuviese pareja le produjo una punzada en el estómago. ¿Pero qué se creía? ¿Cómo era tan ingenua? Nadie esperaba quince años sin recibir ni una sola señal de vida.

Maya tuvo un impulso súbito y comenzó a cruzar la calle. Necesitaba hablar con Paul, no le importaba quién fuese la joven ni la posible relación que pudiese haber entre ellos. Pero escogió el peor momento. Un coche pasaba por la carretera y Maya, ensimismada, no lo vio. El conductor giró en el último segundo evitando atropellarla. El coche atravesó un gran charco y el agua salió despedida hacia ambos lados, empapándola completamente. Maya se echó hacia atrás instintivamente y uno de sus tacones golpeó contra el bordillo, haciéndole perder el equilibrio. La mujer cayó hacia atrás y soltó el paraguas para amortiguar la caída. El golpe en el trasero fue doloroso y probablemente al día siguiente tendría un buen moratón. Maya se quedó tendida en la acera bajo el aguacero, con las piernas abiertas y el paraguas roto a varios metros. El hombre que había estado a punto de atropellarla sacó la cabeza por la ventanilla y le gritó furioso.

—¿Pero estás chalada o qué? Si quieres suicidarte tírate por el Puente de Brooklyn.

Maya se disculpó entre balbuceos. El hombre refunfuñó algo y arrancó de nuevo. Cuando Maya volvió a mirar hacia el aparcamiento, ya no había ni rastro de Paul ni de su guapa acompañante. Una lágrima rodó por su mejilla empapada y se fundió con la lluvia. Tal vez fuese mejor así, pensó.

Capítulo 2

Maya abrió los ojos y se encontró frente a frente con David Beckham semidesnudo. El hombre la miraba insinuante mientras se tocaba con la mano unos calzoncillos de Armani. El póster ampliado ocupaba gran parte del techo de la habitación. El resto estaba salpicado de pósteres más pequeños y fotografías de los ídolos adolescentes del momento: Justin Bieber, el vampiro chupado de
Crepúsculo
y otros muchos que ella no conocía.

—Son muy guapos, pero algo jóvenes para ti, aunque no para mí —dijo una voz conocida a su lado.

—Tru, ¿qué haces aquí? —dijo Maya incorporándose en la cama.

—Bueno, es la habitación de mi hija y ahora que tú la ocupas te considero mi segunda hija —contestó su amiga Trudy con una sonrisa de oreja a oreja—. Además, tengo que ocuparme de que no te mueras de una pulmonía. Ten, ponte esto —añadió, tendiéndole un termómetro.

—No es necesario. Ya estoy mejor.

—Póntelo inmediatamente o me veré obligada a ponértelo yo misma. Y recuerda que soy veterinaria. No querrás que te lo introduzca por el mismo lugar por el que se lo meto a Tobby… —Trudy sonrió mientras acariciaba a su perro.

Maya se puso el termómetro bajo la axila a regañadientes. La noche anterior, después del chapuzón a la puerta del hospital, se había sentido tan estúpida que lo último que había querido era ir a casa de su madre. Así que, haciendo de tripas corazón, la llamó por teléfono y le contó que no había podido coger el vuelo.

—Ha surgido un problema en el bufete y me han pedido que me quede una semana más en Los Ángeles, mamá. No he tenido más remedio que aceptar —le había dicho a su madre.

—Qué incordio —dijo su madre visiblemente molesta. Odiaba que las cosas no saliesen según lo previsto—. Avísame en cuanto sepas cuándo vuelves. Tengo preparada tu antigua habitación.

—Claro, mamá.

Su madre presumía de ser capaz de detectar cualquier mentira, así que o le comenzaba a fallar su detector infalible o simplemente lo había dejado pasar. Maya no pudo evitar sentirse culpable por mentir a su madre, pero no se encontraba con fuerzas para enfrentarse a ella. Todavía no.

Iba a parar un taxi para ir a cualquier hotel del centro, cuando su amiga Trudy la llamó por teléfono. Al escuchar su voz, Maya se derrumbó. Trudy se presentó en el hospital en menos de diez minutos, afortunadamente no vivía demasiado lejos. Maya insistió en que la dejase en un hotel, pero Trudy no quiso ni oír hablar del tema.

—Mi hija ha ido a pasar una temporada con su padre, así que te quedarás en su habitación —insistió su amiga.

—No quiero ser una molestia, Tru.

—Nada de eso. Estoy un poco aburrida últimamente y me vendrá bien algo de compañía femenina… para variar —añadió con una sonrisa pícara.

Así que se encontraba en una habitación decorada a partes iguales por ositos de peluche y pósteres de jóvenes semidesnudos. No era exactamente lo que había planeado, pero teniendo en cuenta cómo habían salido las cosas, no se podía quejar.

Pi, pi, pi, pi, pi
. El sonido del termómetro la sacó de su ensimismamiento.

—Trae. Déjame ver —dijo Trudy, quitándole el termómetro de las manos—. Tienes treinta y siete y medio de fiebre. Te ha bajado mucho pero tendrás que seguir en reposo.

—Vamos, Tru, ya no soy una niña —dijo Maya saliendo de la cama—. Además, tengo que ir al bufete. No quiero llegar tarde en mi primer día de trabajo.

—Como quieras. Pero tómate una de estas con el desayuno y otra con el almuerzo —dijo Trudy dándole un pequeño bote de pastillas.

Trudy cogió una bandeja de la mesilla y se dirigió hacia la puerta de la habitación.

—Tru, espera —dijo Maya—. Quería… darte las gracias por dejarme pasar unos días contigo.

Trudy la miró solemnemente.

—Hay una buena forma de que me lo agradezcas —dijo con seriedad—. Pero te la diré al mediodía, comiendo con las chicas. A las doce en Bianca, ¿de acuerdo? —añadió con una sonrisa.

Maya suspiró y acabó afirmando con la cabeza. Le daba miedo pensar en lo que Trudy se disponía a pedirle.

—De acuerdo —concedió finalmente.

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