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Authors: Laura Connors

Tags: #Romántico

Canción de Nueva York (4 page)

BOOK: Canción de Nueva York
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Trudy quería que las antiguas amigas se reuniesen a comer en el sitio de siempre, un pequeño restaurante italiano llamado Bianca, situado en el East Village. Las chicas estaban como locas por verse juntas de nuevo, pero Maya no estaba muy convencida. Sería su primer día de trabajo en el nuevo bufete y tenía una reunión muy importante con su mejor cliente. En principio, tendría tiempo de sobra, pero no sabía con qué se podría encontrar en el trabajo.

Maya se quitó el pijama y se contempló unos instantes en el espejo. A sus cuarenta años no se podía quejar. Últimamente había ganado algunos kilos pero aún conservaba la buena figura de su juventud. Trataba de cuidar su alimentación, y aunque aborrecía el gimnasio, hacía todo el deporte que podía. Ahora que había vuelto a Nueva York, saldría a correr otra vez por Central Park. Maya se pasó una mano por el pelo revuelto. Era largo y castaño y caía sobre una cara demasiado pálida para su gusto. Tomaba poco el sol y aborrecía las máquinas de rayos UVA. Tenía los labios gruesos y una nariz recta y pequeña de la que estaba muy satisfecha. Los finos surcos de las arrugas habían comenzado a aparecer en las comisuras de los labios y alrededor de los ojos. Pero lo peor eran las ojeras. Desde hacía semanas no conseguía conciliar bien el sueño. Le costaba dormirse y se levantaba a las pocas horas, inquieta. Casualmente o no, el comienzo de sus episodios de insomnio había coincidido con el día en que la carta de Paul tendría que haber llegado. Pero no lo hizo y las ojeras aparecieron para, aparentemente, no abandonarla por mucho tiempo. La mujer suspiró. Aquellos círculos oscuros alrededor de sus ojos azules le daban el aspecto de uno de los protagonistas de
The walking dead.
Maya se dio una ducha y trató de disimular lo mejor posible su lúgubre aspecto. Se esforzó con el maquillaje durante media hora, pero el resultado no la dejó demasiado satisfecha. Se le había ido la mano con la sombra de ojos y con el carmín, pero al menos ya no se parecía tanto a un zombi. Después seleccionó uno de los vestidos que Trudy le había prestado, el que le pareció más discreto, y se lo probó. Toda la ropa de Maya se había empapado la noche anterior y ahora daba vueltas en la lavadora. Al menos había tenido suerte en algo, ya que Trudy y ella usaban la misma talla, aunque sus gustos eran completamente opuestos.

Cuando terminó de vestirse se miró al espejo y dio un grito involuntario. Estaba horrible. Parecía una becaria con pretensiones de impresionar a sus jefes a fuerza de enseñar escote y piernas. El maquillaje exagerado tampoco ayudaba a mejorar su imagen. Con esa pinta no habría desentonado en ningún club de alterne de Los Ángeles.

Trudy entró en la habitación atraída por el grito.

—¡Guau! Estás espectacular —dijo riéndose.

—¿Estás de broma? No puedo ir así vestida el primer día de trabajo. Van a pensar que soy una…

—¿Una mujer madura y atractiva? Pues claro —la interrumpió Trudy sin dejar de reír—. A más de uno de los socios se le va a saltar la cremallera del pantalón en la reunión de hoy. En realidad me parece que vas demasiado discreta. ¿Por qué no te pones este otro conjuntito? —continuó, tendiéndole una falda corta que parecía más cinturón que falda y una camisa muy escotada.

—Vamos, Tru. ¿No te lo puedes tomar en serio? Es un bufete de abogados centenario y muy tradicional. El socio mayoritario es pastor de la iglesia adventista.

—Pues así vestida lo más probable es que consigas sacarle de esa secta —dijo con una sonrisa de oreja a oreja.

Maya suspiró y volvió a mirarse al espejo. Tal vez, si se pusiese una camiseta por debajo y se estirase el vestido… La reunión era demasiado temprano por lo que no tenía tiempo de pasar por ninguna tienda a comprarse ropa. Tenía una cita a las nueve de la mañana en Whitehall y no podía llegar tarde. El señor Winterbrook, el socio mayoritario y hombre de la iglesia, quería que conociese a uno de sus clientes más importantes. Maya había estado estudiando el caso los días previos a su regreso y estaba segura de haber encontrado una buena estrategia de defensa. Al fin y al cabo era muy buena en su trabajo. Pero vestida de aquella manera…

Al final optó por un vestido con un poco menos de escote aunque bastante corto. Las medias de Trudy eran demasiado
sexy,
todas con liguero. Maya seleccionó las más largas y se subió los ligueros hasta casi la altura de las ingles. Estaba muy incómoda y se sentía ridícula, pero no le quedaba otra opción. Tenía la piel demasiado pálida como para mostrarla con esa falda tan corta. Al menos Trudy tenía una gabardina bastante discreta que la taparía durante el trayecto al trabajo. Después intentaría llevarla encima el máximo tiempo posible, hasta que se sentasen en la mesa y pudiese estar más protegida detrás de la madera. Eso sí, era muy importante no cruzar las piernas ni abrirlas demasiado si no quería protagonizar la segunda parte de
Instinto básico.

Maya cogió el metro y llegó a Whitehall en menos de media hora. Durante el trayecto, repasó las notas sobre su cliente, el señor Sharpe, y meditó la estrategia que seguiría en su encuentro. Se mostraría seria y distante, y demostraría un conocimiento absoluto del caso y de las necesidades de su cliente. No sería servil, ni le diría al señor Sharpe lo que este quisiera escuchar, si no la cruda realidad de su difícil situación. Ese era el mejor método para ganarse la confianza de un hombre como el señor Sharpe.

Al llegar al bufete, David, uno de los abogados, salió a recibirla. Le explicó que el señor Winterbrok había tenido que salir urgentemente por un problema personal, pero se reuniría con ella esa misma tarde. David la presentó al resto de abogados y le hizo un
tour
de bienvenida por el bufete, incluyendo una visita al despacho de Maya. La estancia era amplia, agradable y tenía una pequeña placa con su nombre escrito en letras doradas sobre la puerta.

—Emily, tu secretaria, ha llamado diciendo que se encontraba muy enferma —le explicó David—. Es la primera vez que falta desde que está con nosotros. Ya es mala suerte para ser tu primer día. Primero el señor Winterbrook tiene un percance y no puede recibirte personalmente y ahora Emily se pone enferma.

—Si que es mala suerte, sí.

Maya sonrió. Su nuevo compañero aun no sabía lo que era de verdad la mala suerte. David resultó ser mucho más agradable de lo que Maya le había imaginado. Antes de su llegada, habían intercambiado unos cuantos correos electrónicos acerca de su nuevo cliente. David le había parecido bastante eficiente, aunque demasiado seco y reservado. De hecho, él había llevado los asuntos del señor Sharpe durante los últimos seis meses, pero no había conseguido dar con la tecla adecuada para mantenerle satisfecho. En su descargo había que aducir que no había sido el único en tener dificultades con aquel cliente.

—En los últimos tres años, el señor Sharpe ha cambiado siete veces de abogado —le informó David—. ¿Quieres dejar aquí el abrigo?

—No, gracias. Tengo un poco de frío —se excusó Maya.

David la miró extrañado.

—Como quieras.

—¿Pero por qué sigue confiando en nuestro bufete? —continuó Maya—. ¿Por qué no ha buscado otro equipo de abogados?

—Nadie lo sabe exactamente, aunque tengo una teoría al respecto.

—Adelante.

—Verás, la esposa del señor Sharpe murió hace cinco años —dijo David—. Tenía una gran fortuna. Era una mujer muy estricta y tradicional, y le gustaba cómo manejábamos sus asuntos. Por lealtad a su memoria, el señor Sharpe no ha tocado nada desde entonces en la mansión que compartían. Todo sigue exactamente igual que cuando ella murió. Y lo mismo ocurre con sus abogados. No quiere deshacerse de nosotros aunque no nos trague, pero a cambio, nos hace la vida imposible.

—¿De verdad es tan duro?

—Bueno, no quiero influir en ti. Ya te harás una idea cuando hables con él, si es que te deja hablar. Vamos, debe de estar a punto de llegar.

Al menos David parecía muy distinto a como se lo había imaginado, y eso era positivo. Había pensado que el abogado la vería como su competencia directa y que trataría de ponerle la zancadilla a la menor oportunidad, pero parecía que se había resignado o incluso que se había liberado al perder aquel cliente. Maya echó un vistazo a David. Debía de tener su misma edad, unos cuarenta. Era alto, ancho de espaldas y fornido, pero tenía una ligera barriguita que no lograba disimular bajo su traje de marca. Los pantalones le quedaban demasiado ajustados y una pequeña papada colgaba debajo de su barbilla. Además, las gafas de pasta, demasiado grandes para su gusto, le daban un aspecto anticuado. Aun así, Maya estaba convencida de que, de joven, David habría sido muy guapo y que aún conservaba parte de ese encanto.

Al entrar en la sala de reuniones, un hombre de unos sesenta años les esperaba con el ceño fruncido, sentado en una de las sillas de cuero. David le miró con estupefacción y abrió la boca sorprendido.

—¡Señor Sharpe! —exclamó David.

—¿No se suponía que aún no había llegado? —le dijo Maya discretamente al oído.

David se encogió de hombros y carraspeó.

—Buenas días, señor. No me habían avisado de que ya estaba aquí, aunque teníamos la reunión prevista para dentro de media hora.

—He llegado antes porque tengo mucha prisa, así que no me entretengan con bobadas —gruñó el hombre.

—Claro, señor. ¿Quiere un café? ¿Zumo? ¿Té? —dijo David con una amabilidad que rayaba en la servidumbre.

El señor Sharpe negó con la cabeza. Tenía sesenta y dos años y el gesto de un
bulldog
que acababa de comerse un kilo de limones amargos. Le dedicó una mirada larga y belicosa a Maya, que permanecía de pie sin saber bien qué hacer. La mujer había previsto quitarse el abrigo de forma discreta y sentarse a esperar al señor Sharpe protegida tras el mobiliario, pero ni siquiera la mesa le iba a servir de mucha ayuda. Era de cristal.

—Por supuesto, señor Sharpe, seremos breves y directos, como siempre —dijo David—. Le presento a la señorita Maya Kowalsky, nuestra más reciente incorporación al bufete. La señorita Kowalsky es una reputada abogada que viene de la firma Blackmore & Coopers, en Los Ángeles. Ha trabajado con los clientes más importantes de la Costa Oeste, banqueros, actores, productores de cine, músicos famosos, etcétera, y está especializada en…

—Corte el rollo, abogado —le cortó el señor Sharpe—, va a tardar más tiempo en presentármela que yo en despedirla.

—Vaya, encantada de conocerle yo también, señor Sharpe —intervino Maya, perpleja y molesta por los modales de su cliente.

El hombre obvió su sarcasmo y la miró de arriba abajo.

—Señorita, ¿eh? Tiene usted edad de sobra para estar casada —dijo reprobador.

—Estoy divorciada —contestó Maya—. Desde hace poco —añadió sin saber por qué.

—Kowalsky es un apellido ruso —gruñó el señor Sharpe.

—Es polaco —le corrigió Maya—. Mi familia emigró a Estados Unidos hace más de sesenta años.

—Polacos o rusos, ¿qué más da? Son todos unos comunistas. Aunque con el presidente que tenemos ahora, qué podemos esperar. Es peor que todos ellos juntos.

David carraspeó y echó hacia atrás una silla, invitando a Maya a sentarse.

—¿Me permites el abrigo? —dijo gentilmente.

Maya dudó unos instantes y finalmente se quitó la gabardina poco a poco. Cuando hubo acabado, la reacción no se hizo esperar. Al verla vestida de aquella manera, el señor Sharpe le clavó la mirada desde el otro lado de la mesa y torció el gesto con reprobación. David también la observó fijamente, y aunque su boca se abrió, no llegó a emitir ningún sonido inteligible.

Maya se sentó en la silla con la cara roja y se parapetó detrás de su carpeta de trabajo mientras el señor Sharpe no paraba de escrutarla de arriba abajo a través de la mesa de cristal.

—Bien, señor Sharpe —empezó Maya, titubeante—. He estudiado su caso detenidamente y tengo algunas sugerencias que hacerle para mejorar su defensa.

—¿Mejorar mi defensa?

—Así es. He realizado un informe exhaustivo en el que se explica al detalle todos los puntos que considero que hay que cambiar en nuestra estrategia —dijo Maya intentando recuperar su tono profesional y serio.

Maya abrió su maletín y sacó unos papeles.

—Este es el informe —dijo tendiéndoselo al señor Sharpe, que lo cogió con desconfianza, como si el documento fuese a convertirse en un escorpión y le picara la mano.

El hombre se puso unas gafas pequeñas de pasta sobre la punta de la nariz y comenzó a leer entre dientes.

—No voy a engañarle, señor Sharpe —continuó Maya—. Va a ser un juicio muy difícil y tenemos que cambiar muchas cosas, especialmente su actitud y su comportamiento cuando vaya a declarar. Tendrá que hacer todo lo que yo le diga si quiere que salgamos airosos. Tenemos que dar una mejor imagen.

David la miró con los ojos abiertos de asombro, negando con la cabeza. El señor Sharpe se quitó las gafas y torció la boca.

—¿Mi comportamiento? ¿Quiere que yo dé una mejor imagen? —dijo Sharpe con las venas del cuello a punto de estallarle—. ¿Viste usted como una fulana para dar mejor imagen?

Maya se puso de pie. Ya había tenido suficiente, estaba más que harta del comportamiento impertinente y agresivo de aquel hombre. Se merecía que le pusiesen en su sitio. Se disponía a replicar cuando uno de sus ligueros cedió ante la presión extrema a la que estaba sometido. La goma se rompió con un chasquido y salió despedida pasando cerca de la cara del señor Sharpe.

—¿Qué ha sido eso? —dijo el hombre recogiendo una goma negra del suelo.

David contemplaba la escena, hipnotizado, incapaz de abrir la boca.

La media de Maya, una vez perdida toda sujeción y totalmente dada de sí, comenzó a deslizarse pierna abajo hasta acabar arrugada en el tobillo. Una pierna desnuda y blancuzca quedó totalmente expuesta, contrastando con el color negro de la otra.

—¡Joder! —exclamó David.

Maya se agachó rápidamente tratando de recomponerse la media. Toda la rabia que había sentido y que se disponía a descargar contra el señor Sharpe había desaparecido de repente.

—Si los abogados de Los Ángeles son así, ahora entiendo por qué la ciudad se ha convertido en un nido de vicio y degradación —dijo el señor Sharpe—. Hasta ahora he tenido mucha paciencia con ustedes, pero esto ya es el colmo. Están despedidos.

—Pe… pero, señor, déjeme que le explique —dijo David suplicante.

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