Casi la Luna (4 page)

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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Casi la Luna
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La había visto salir a por el periódico y minutos más tarde se había presentado en nuestra casa con un ramo de tulipanes morados. «¡Que había plantado su esposa!», solía repetir mi madre. Recuerdo que su oferta me entusiasmó tanto que cuando mi madre lo rechazó me sentí tentada de correr a su casa para ver si, aunque fuera de otra generación, estaba dispuesto a mantenerla.

Cuando el señor Donnellson murió mi madre se regodeó en su victoria. «Me habría tocado limpiarle la baba durante cinco años y después enterrarlo», decía. El día de su entierro, mi madre culpó de las lágrimas que le asomaban a los ojos a las cebollas que había estado cortando con su viejo cuchillo de cocina afilado a mano.

Las tres hijas de Peter Donnellson vendieron la casa y mi madre se fue haciendo a la idea de que la derribarían. Pese a lo evidente —la zona llevaba años de capa caída—, mi madre temía que Phoenixville se llenara de nuevos ricos. Le preocupaban sus enormes arces, cuyas raíces se extendían hasta el jardín del señor Donnellson. Le preocupaba el ruido y la idea de vivir rodeada de niños que gritaran a todas horas. Me hizo investigar sistemas de insonorización y se planteó tapiar las ventanas de esa parte de la casa con bloques de hormigón. «Me las pagarán», decía, y entonces yo llenaba de agua la tetera y me sentaba a escuchar su zumbido tranquilizador.

Sin embargo, Cari Fletcher se mudó solo a aquella casa y no cambió nada. Era empleado de la compañía telefónica y salía a trabajar sobre el terreno muy temprano todas las mañanas. Regresaba a casa cada día a la misma hora salvo los viernes. Los fines de semana se sentaba en el jardín y bebía cerveza. Salía con el periódico, un libro, y nunca se olvidaba la radio portátil, en la que escuchaba los deportes o programas de llamadas en directo. En ocasiones recibía la visita de su hija, Madeline, a la que mi madre llamaba «el monstruo de feria» por sus tatuajes. Mi madre se quejaba del ruido de su moto y de «toda esa carne esparcida sobre el césped», pero jamás había hablado con Cari Fletcher, y él nunca se había tomado la molestia de presentarse. Cuanto sabía de mis vecinos en ese momento era información de segunda mano que la señora Castle se encargaba de darme, junto con las sopas de sobre o los botes de mermelada, cada vez que nos cruzábamos por la calle.

Mientras el señor Fletcher se disponía a dar la vuelta a sus filetes me llegó el chisporroteo de las gotas de grasa que caían sobre el fuego, mezclado con el ruido del partido. Aún de rodillas, una posición que me negaba a adoptar en Westmore —las rodillas sufrían demasiado—, apoyé las manos en el suelo, crucé la puerta a gatas y cuando llegué junto a mi madre me quedé de rodillas a su lado. Recordé el artículo que había leído sobre un hombre tan devoto que había cruzado Berlín de un extremo a otro cargado con una réplica de la cruz de Jesucristo, vestido únicamente con una especie de pañales a lo Gandhi y desplazándose en todo momento sobre sus ensangrentadas rodillas.

El pequeño arañazo en el rostro de mi madre había cicatrizado. Se le habían formado unos círculos morados alrededor de los ojos. Recordé los días en que le daba la vuelta en la cama y le colocaba mantas de piel de borreguito debajo del cuerpo para aliviar las inevitables llagas que le aparecieron durante la larga convalecencia que siguió a su operación de cáncer de colon.

El señor Fletcher se sirvió los filetes, cogió la carne y la radio y entró de nuevo en su casa. Me di cuenta de que era el tipo de hombre que nunca levantaba la vista del suelo. Me fijé en las brasas aún encendidas que quedaban en la parrilla.

Habría tenido que gritar «¡Fuego!» para que algún vecino, excepto la señora Leverton o el señor Forrest, que vivía al final de la calle, me prestara atención. En los años que siguieron a los últimos tiempos de Aceros Phoenixville, las calles cercanas se habían ido quedando desiertas. Había muchas propiedades vacías y, desde la habitación de invitados en que solíamos guardar las armas de mi abuelo, había contemplado la demolición de un bonito edificio Victoriano tan solo dos calles más abajo. Cuando el techo cónico se hubo desplomado ya no quedó nada por ver, salvo la nube de polvo viejo que se disipó sobre las casas de los vecinos menos favorecidos.

Había intentado convencer a mi madre de que se trasladara a una residencia de ancianos, pero ella no cedió y lo cierto es que en parte la admiraba por ello. El grupo de primeros vecinos era cada vez más reducido: la señora Leverton en la casa de atrás, el señor Forrest cinco casas más abajo y la sufrida viuda del señor Tolliver.

El único al que mi madre había considerado alguna vez su amigo era el señor Forrest. Vivía al otro lado de la rotonda y no tenía familia. Su casa era del mismo tamaño que la de mis padres y las habitaciones estaban llenas de libros. Cuando pasaba en coche por delante de su casa solía recordar las tardes que él y mi madre habían pasado juntos, empezando a preparar el aperitivo a las cinco para que todo estuviera listo cuando llegara mi padre a las seis. Yo abría la puerta y el señor Forrest me entregaba una bolsa de papel. En su interior había aceitunas curadas, queso fresco o pan francés, y a los treinta minutos de su llegada solía esconderme en un rincón en lo alto de las escaleras a escuchar cómo la risa de mi madre se apoderaba de la casa.

Me incliné sobre el cuerpo de mi madre, busqué la toalla con la que la había asfixiado y le cubrí con ella la cara. Después me santigüé. «¡Eres tan poco católica!», me decía Natalie cuando éramos pequeñas e intentaba imitarla. Mi cruz seguía siendo una especie de «X» mal trazada.

—Lo siento, mamá —susurré—. Lo siento mucho.

Volví a entrar en casa y busqué el ladrillo que utilizábamos para mantener la puerta abierta. Pensé en Manny, en el día que llegó cargado con provisiones para un mes que había comprado en unos grandes almacenes de las afueras. Yo estaba en el salón y, cuando me volví para que me lo presentaran, su mirada se desplazó por unos segundos a mi pecho. Más tarde, mi madre me reprendió por llevar ropa ajustada.

«Pero si es un jersey de cuello alto», respondí.

Mi madre se echó a reír. «Supongo que tienes razón. Ese chico es un salido.» Recuerdo que me pregunté dónde habría aprendido aquella palabra, si tal vez se la había enseñado Manny. Sabía que, en ocasiones, cuando no tenía adonde ir, llegaba a casa con películas y las veía con ella. Mi madre había visto
El Padrino
tantas veces que ya había perdido la cuenta.

Me incorporé, me llevé las manos a la espalda y tracé un arco que Natalie describía como mi «estiramiento de obrero de la construcción». Sabía que tendría que tomármelo con calma, igual que cuando posaba. Que lo que había hecho y lo que estaba a punto de hacer requería un grado de resistencia física para el que ni mil clases de baile podrían haberme preparado.

Regresé a la entrada y me quedé de pie a su lado. Si la señora Leverton estuviera observándonos desde el piso de arriba con los prismáticos de su marido, ¿qué explicación daría a lo que veía? Si se lo dijera a su hijo, ¿creería este que finalmente su madre estaba perdiendo la razón? Miré a mi madre y le sonreí. Estaría radiante, le habría encantado que por contar que me había visto manipulando su cadáver, la señora Leverton fuera derribada de su pedestal y desterrada al mundo de los ancianos dementes.

Empujé levemente el cuerpo de mi madre con la punta de las zapatillas de baile. Después de eso llegó el momento de las maldiciones y de los grandes esfuerzos.

—Mierda —repetí una y otra vez, a intervalos regulares como los de la respiración, en tanto que tensaba el estómago y me preparaba para el levantamiento. Agarré el cuerpo de mi madre por los extremos de las mantas, asegurándome de tirar por debajo de sus hombros para evitar que resbalara. Seguí maldiciendo en voz alta mientras entraba de nuevo en la cocina, arrastrándola conmigo. De un tirón final, conseguí hacerla pasar por encima del umbral y después me agaché despacio y me senté en el suelo con su cuerpo entre las piernas.

—Adentro —dije, y aparté el ladrillo de una patada. La puerta comenzó a cerrarse lentamente y tuve que darle un golpe con el pie para ayudarla a completar el trayecto. Al susurro del burlete de goma negra que había en la parte inferior de la puerta le siguió el ruido seco que indicaba que se había cerrado, y solo entonces fui capaz de oír los estertores de la muerte. El sonido áspero, ronco y prolongado que emanaba de su pecho.

En mi casa, aquella mañana, había quitado el polvo de los globos de cristal de las lámparas y pintado las garzas de madera que había colgado con hilo transparente sobre la ventana de mi habitación. Ahora, en mi imaginación, las alas extendidas de aquellos pájaros se habían convertido en una señal de mal augurio. Cuando volviera a verlas sería una persona distinta.

Eché un vistazo al reloj de la cocina. Eran más de las seis. De algún modo había pasado más de una hora desde que hablara con la señora Leverton.

Me detuve unos instantes, aún aferrada al cuerpo de mi madre, e imaginé a Emily y a su marido, John, subiendo la escalera con sus hijos, John cargado con Jeanine, de cuatro años, que pesaba más que su hermano, y Emily con Leo, de dos años, abrazado contra su pecho. Pensé en los regalos, a veces acertados, que les había mandado por Navidad a lo largo de esos años: los pijamas de una pieza en azul y rosa causaron sensación; el juego de las bolas de madera unidas por un cordel fue juzgado inapropiado para su edad.

Me puse en pie y la imagen de Leo metido en su cuna me tranquilizó, pero entonces llegó el recuerdo asociado de mi madre con los brazos extendidos hacia él, dejando que cayera al suelo.

Cuando hube colocado su cuerpo cerca de la cocina, me volví para abrir el grifo y dejé que corriera el agua fría. Una y otra vez me llené las manos y me lavé la cara, sin salpicar, con gran precisión, acercando con cuidado las mejillas al charco de agua que sostenía entre las manos. En las noches de calor, Jake, mi ex marido, traía cubitos de hielo y me recorría con ellos los hombros y la espalda, después me los pasaba por el estómago y los pezones hasta erizarme toda la piel.

Comencé a desenvolver el cuerpo de mi madre. Primero aparté la manta Hudson Bay, roja y rugosa, y después la más delicada manta mexicana de algodón blanco. Rodeé su cuerpo, tirando fuerte de cada una de las puntas. La suave toalla seguía sobre su cara.

Leo no rebotó, como mi madre aseguró que creía que sucedería, sino que la caída se vio frenada por el borde de una silla del comedor. Aunque le quedaría una cicatriz en la frente como recuerdo de ese momento para el resto de su vida, era probable que aquella silla le hubiera salvado la vida. De otro modo habría caído de bruces contra el suelo. La expresión de mi madre aquel día fue de sorpresa y de dolor. Emily le echó a ella toda la culpa, envolvió al desconsolado Leo en su frazada azul y la llamó de todo. Yo me quedé de pie entre ellas y después seguí a Emily de camino a mi coche. No me volví para comprobar si mi madre nos estaba mirando desde la entrada.

—Nunca más —gritó Emily—. Estoy harta de tener que disculparla.

—Tienes razón —dije—. Sí —dije—. Sé a qué te refieres —dije, y me senté al volante de mi coche. Aquel día conduje con más seguridad de la que hubiera tenido jamás, de camino al hospital Paoli, a toda velocidad por carreteras serpenteantes.

Le levanté la falda y le dejé al descubierto las piernas y las rodillas, los muslos carnosos. El olor del percance que había sufrido se apoderó de mí.

—Las piernas son lo último en fallar —me dijo una vez. Estábamos sentadas frente al televisor, viendo a Lucille Ball. El pelo de Ball era en aquella época tan rojo y tan artificial que se parecía más a una muestra de sangre de Bozo que a la peluca que lucía el payaso. Llevaba una chaqueta de esmoquin hecha a medida que le daba el aspecto de un reloj de arena alargado y le llegaba por debajo de la cadera, pero sus piernas, adornadas con medias de rejilla y rematadas por unos zapatos de tacón alto, no se detenían jamás.

Me acordé de un día que había llamado a casa desde Wisconsin. Emily debía de tener casi cuatro años. Mi padre atendió la llamada y enseguida lo noté.

— ¿Qué ocurre, papá?

—Nada que deba preocuparte.

—Te noto extraño. ¿Qué pasa?

—Me he caído.

Me llegó el sonido del reloj de pie que había en el salón, su profundo repiqueteo coral. — ¿Estás tumbado?

—Tengo esa vieja colcha encima y tu madre hace lo que puede. Te la paso.

Oí que el auricular cambiaba de manos y me adentré en una inquietante tierra de nadie mientras esperaba a que mi madre se pusiera al teléfono.

—Está bien —se apresuró a decir—. Solo un poco atiborrado de medicación.

— ¿Puede ponerse otra vez?

—Ahora mismo es un conversador pésimo —respondió.

Le pregunté a mi madre qué había pasado exactamente.

—Ha tropezado en las escaleras. Tony Forrest lo ha llevado al médico. Ha sido por culpa de la cadera y de esas malditas venas varicosas. Tony dice que Edna St. Vincent también murió de eso.

— ¿Por culpa de las venas varicosas?

—No. En las escaleras. Se cayó.

— ¿Podría hablar con él?

—Llama dentro de unos días. Ahora está descansando.

Entonces sentí los kilómetros que nos separaban. Traté de imaginarme a mi padre debajo de la colcha artesanal, dormido, mientras mi madre correteaba por la casa, preparando la comida a base de copos de cereales reblandecidos y maíz enlatado.

La casa estaba totalmente cerrada y no dejaba de sudar, pero no me atrevía a abrir una ventana. Me aterraba que los pulmones de mi madre dejaran escapar otro estertor que pudiera viajar por el aire y despertar a aquellas mujeres que, como mi madre, vivían solas y temían tales cosas. El intruso que se cuela por la noche y acaba con tu vida. La hija abnegada que de repente se descubre con la mano encima de la toalla, encima de tu cara, apretando contra esa cara, algo en su interior golpeándola una vez, y otra, la venganza de la niña por fin satisfecha.

Volví a abrir el grifo de la cocina. Esperé a que el agua saliera caliente. Vi los platos que la señora Castle había lavado y colocado en el escurridor de buena mañana y me pregunté qué la movería a ir a una casa como la de mi madre para ayudar a una anciana día tras día, año tras año.

Los Castle se mudaron a nuestro barrio cuando yo tenía diez años. La señora Castle se ganó la fama de ser la mujer más hacendosa y su marido la del hombre más atractivo. Cuando venían a casa a recoger los caballitos de madera que llevaban a la feria de la iglesia, mi madre y mi padre se sentaban con ellos en el salón, cada uno felizmente distraído con lo suyo; mi padre con la señora Castle y mi madre con el señor Castle, o Alistair, como ella lo llamaba, arrastrando la última sílaba con aire melancólico, como si su nombre fuera sinónimo de arrepentimiento.

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