Casi la Luna (7 page)

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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Casi la Luna
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—Estamos en la cocina.

— ¿Quiénes? —Mi madre y yo.

—¡Por el amor de Dios! Tienes que llamar a alguien, Helen. ¿Qué ha pasado? Tienes que colgar ahora mismo y marcar el nueve uno uno. ¿Estás segura de que está muerta?

—Muy segura.

—Entonces llama al nueve uno uno y explícales la situación.

Sentí ganas de soltar el teléfono y regresar al estado vacío en el que me había sumido hasta entonces, en el que nadie sabía nada y mi madre y yo estábamos a solas juntas. No había una forma sencilla de decir lo que venía a continuación.

—La he matado, Jake.

El silencio se prolongó lo suficiente como para que tuviera que repetirlo.

—He matado a mi madre.

—Cuéntame de qué estás hablando. Muy despacio, cuéntamelo todo.

Le hablé de la llamada de la señora Castle, del tazón de Pigeon Forge, del percance de mi madre. Cuando dije «ha tenido un percance» Jake me interrumpió y preguntó con tono esperanzado: «¿Qué tipo de percance, Helen?».

—Perdió el control de sus esfínteres.

—Oh, no. ¿Antes o después?

—Y después llamó puta a la señora Castle y comenzó a despotricar y a decir que le robaban.

— ¿Y es eso verdad, Helen? —preguntó, su voz guiándome con cautela hacia una zona contigua en la que pudiera reinar la cordura.

—No —respondí—. Está tumbada aquí mismo, frente a mí. Le he roto la nariz.

— ¿Le has pegado?

Noté que se escandalizaba y aquello me hizo sentir bien.

—No. Presioné con demasiada fuerza.

—Helen, ¿te has vuelto loca? ¿Estás oyendo lo que dices?

—De todos modos, ya estaba muriéndose. Llevaba un año entero aquí sentada, muriéndose. ¿Te parecería mejor que hubiera estado en una residencia, hablando sola todo el día, y que hubiera muerto ahogada en sus propios desechos? Al menos yo me preocupo por ella. La estoy lavando.

— ¿Que estás qué?

—Estoy en la cocina, lavándola.

—Espera un segundo, Helen. No te muevas de ahí.

Me llegó el ruido de los perros de Jake. Emily me había dicho que cada vez que le llevaba los niños a su padre, Jeanine se pasaba toda la semana ladrando como un perro.

—Helen, escúchame.

—Sí.

—Quiero que cubras el cuerpo de tu madre y no te muevas de casa hasta que llegue, ¿de acuerdo? Buscaré a alguien que pueda ocuparse de los perros y te llamaré desde el aeropuerto.

—La señora Castle vendrá por la mañana.

— ¿Tiene llave?

—No lo creo. Hace unos meses hubo un problema, un chico que había hecho algunos trabajos para mi madre se coló en la casa. Entonces cambiamos las cerraduras y según creo la señora Castle no tiene la llave nueva.

— ¿Helen?

— ¿sí?

—Ahora tienes que escucharme con atención. —Está bien.

—No puedes hablar con nadie de esto, y no puedes ir a ningún sitio. Tienes que quedarte en esa casa hasta que llegue.

—No estoy sorda, Jake.

—Has matado a tu madre, Helen. Oí el gimoteo de fondo de sus perros.

— ¿Qué hora es donde estás? —pregunté.

—Lo bastante temprano para tomar un vuelo esta misma noche.

— ¿Dónde estás?

—En Santa Bárbara. Estoy trabajando en un encargo.

— ¿Para quién?

—Es una propiedad privada. Aún no conozco a los dueños. ¿Helen?

— ¿sí?

— ¿A qué temperatura estáis ahí?

—No lo sé. He cerrado todas las ventanas.

— ¿El cuerpo aún está… flexible?

— ¿Qué?

—Disculpa. Me refiero a si tu madre ya está rígida. ¿Cuánto hace que… ? Lo siento.

Por unos segundos creí que Jake había colgado, pero el sonido metálico de los collares de los perros me convenció de lo contrario.

— ¿Cuándo ha muerto?

—Poco después de que se hiciera de noche.

— ¿Qué hora es allí?

Miré el reloj de la pared.

— Las siete menos cuarto.

—Helen, tengo otra llamada. He de atenderla. Te llamaré más tarde.

Oí que se cortaba la comunicación. Sentí ganas de reír.

—El negocio del arte no para nunca —dije, volviéndome hacia mi madre. Por un breve instante, esperé una respuesta.

Me quedé junto al teléfono sin dejar de mirarla. La cara de mi madre debía de estar húmeda bajo la toalla y aquello me inquietó. Me hinqué de rodillas y avancé hasta ella. Sin mirar, porque no estaba lista para verle la cara, aparté la toalla con un rápido movimiento de muñeca. Oí que gritaba. Oí que decía mi nombre.

Me levanté de un salto y salí a toda prisa de la habitación por el pequeño pasillo de la parte trasera hasta llegar al salón, donde mi día había comenzado por segunda vez, hacía ya millones de años.

¿Qué había estado haciendo antes de que me llamara la señora Castle? Había ido a hacer la compra al mercado de verduras de la ciudad. Había comprado judías verdes a la pareja de armenios que vendían algunas cosas en la parte de atrás de una pequeña camioneta. Había ido a clase de baile.

Me fijé en el cubo para la ceniza que había junto a la chimenea y corrí a inclinarme encima de él. Ojalá hubiera podido vomitar.

Sabía que la idea de contar con alguien en aquella situación era una estupidez. ¿Qué podría hacer Jake, instalado en la casa de un ricachón, a casi cinco mil kilómetros de distancia? ¡Había atendido otra llamada sabiendo que yo estaba en la cocina con el cadáver de mi madre! «Te has metido tú sola en este lío, y tú sola tendrás que salir de él.» ¿En qué momento exacto se había convertido aquello en mi filosofía de vida?

Jake me había hecho preguntas sobre temperatura, horas y rigidez, y era evidente que al hacerlas pensaba en putrefacción. Había hecho suficientes esculturas de hielo en las capitales más frías como para saber cosas en las que yo no había pensado. En las que no podría haber pensado. Por un momento intenté recordar el argumento de una película que había visto con Natalie el otoño pasado. Giraba en torno a una investigación para averiguar si se había producido un asesinato o un homicidio involuntario. Me acordaba de la cara de la actriz, su rostro cubierto de lágrimas mientras se desmoronaba en el estrado, pero aparte de eso era incapaz de recordar nada más.

Mi madre llevaba muerta demasiadas horas como para poder ocultarlo fácilmente, y además, error fatal, le había roto la nariz. Ahora, fuera de la cocina y alejada de ella, veía con mayor claridad el lío en que me había metido.

Jamás había sido capaz de realizar los ejercicios de meditación de Jake. Me sentaba en el pequeño cojín negro e intentaba desconectar a base de «oms» mientras notaba que se me dormían las manos y los pies. En el interior de mi cabeza, figuras que entraban y salían como si mi cerebro fuera una cafetería muy concurrida.

Salí al porche y me quedé allí plantada. Sentía el esparto de la estera a través de las blandas y húmedas suelas de mis zapatillas de jazz. Pensé en la implosión de la vieja casa victoriana. Tomé aire y lo solté diez veces, contando muy despacio. Al espirar hice los mismos ruiditos de los que solía burlarme en clase de yoga. Lo que me disponía a hacer a continuación no podía malinterpretarse. Lo que me disponía a hacer a continuación me dejaba sin la posibilidad de dar marcha atrás.

Ya había oscurecido y el canto estridente de las cigarras se oía entre los árboles. Me llegó el ruido de los camiones que se alejaban por el borde de la carretera, a kilómetros de distancia. Sabía que, bajo ninguna circunstancia, sería capaz de quedarme a pasar la noche en aquella casa. No podría esperar todas las horas que faltaban hasta que Jake llegara. Además, con el transcurso de los minutos caí en la cuenta de que no volvía a llamarme.

Mientras respiraba y contaba con los ojos abiertos, miré en el interior de la casa y vi el pasillo frontal, las escaleras que llevaban a las tres pequeñas habitaciones, y la mullida moqueta que el hijo de Natalie había instalado para amortiguar las posibles caídas.

«Tenemos que asegurarnos de que a usted no le pase lo que le pasó a su marido», dijo Hamish, más bien con poco tacto. Conocía la versión de los hechos que le había contado Natalie: que mi padre había muerto tras caer por las escaleras de madera. Aquel día me quedé allí de pie sin decir nada, asintiendo con la cabeza, incapaz de mirar a mi madre.

Habrían sacado el cuerpo de mi madre en camilla, pensé. La habrían tenido que bajar casi en vertical por aquellas escaleras empinadas. Se habría convertido en otra anciana que moría en su casa. Qué tristeza. Qué desamparo. Qué alto habría llegado en la escala de compasión de la gente.

Pero eso no sucedería. Yo me ocuparía de ello.

Entré en casa. Resistí la tentación de detenerme en el salón y seguí adelante. Tenía los músculos agarrotados por el rato que había pasado agachada en la cocina, pero en mi trabajo como modelo había conocido y me había recuperado de momentos peores. Me dirigí al piso de arriba, cogí una sábana blanca y bajé los escalones de dos en dos.

Con cuidado de no mirarla a la cara, me coloqué frente a sus pies, me agaché un momento para juntarle las piernas y puse en práctica el juego que primero Emily y después Sarah me habían pedido todas las noches cuando las arropaba en la cama. Un juego que mi padre se había inventado para mí.

Lo llamábamos «la ola». Yo me colocaba a los pies de sus camas con la sábana arrugada dentro de los puños y después la lanzaba sobre ellas, dejando que ondeara lentamente antes de caer. Aquel era un juego al que, si hubiera tenido oportunidad, Sarah habría seguido jugando toda la noche. «Me encanta sentir que el aire se escapa a mi alrededor», me había dicho en una ocasión.

En el caso de mi madre, me bastó con lanzar la sábana una sola vez, y lo hice de manera que le cubriera la cara. Se quedó pegada a su cuerpo húmedo, dándole una apariencia casi espectral. La envolví a toda prisa en la manta mexicana y en la Hudson Bay como si fuera un regalo que hubiera de devolver a la tienda.

Me puse en pie, me dirigí al estrecho pasillo de la parte trasera y abrí la puerta del sótano. La agarré por las axilas y la arrastré hasta las escaleras.

Bajé unos cuantos escalones casi a oscuras y tanteé la pared en busca del interruptor. La bombilla que había al pie de las escaleras se encendió y continué el descenso. Aquellas escaleras, cuando era pequeña, eran un peligro, tanto para mí como para los demás niños del barrio. A partir de los tres primeros escalones las paredes se ensanchaban y jamás, por mucha falta que hiciera, se hizo colocar una barandilla. Cuando hubo terminado de enmoquetar el piso de arriba, Hamish se ofreció para construir una con viejas tuberías. «Estas escaleras son una trampa mortal», me susurró cuando lo llevé al sótano para que eligiera entre las armas de mi abuelo como pago por sus servicios.

Sin embargo, algo hacía que aquel peligroso descenso mereciera la pena, y era el enorme frigorífico marrón que había al pie de las escaleras. En él mi madre guardaba las latas de trufas al brandy y las barritas de chocolate. Los botes de cristal llenos de pacanas y almendras, las cajas de piñones al caramelo que no nos habíamos comido por Navidad y los asquerosos bizcochos de frutas al jerez que nos traían todos los años.

Los Leverton regalaban a todos los vecinos una caja de chocolatinas de menta After Eight. La señora Donnellson, antes de morir, solía traernos un jamón.

El jamón, junto con los otros tipos de carne, se guardaba en un lugar aparte: el congelador bajo y alargado que zumbaba a la derecha de las escaleras, encima del cual mi madre separaba la colada o apilaba las revistas que quería conservar. En vida de mi padre, la superficie de aquel congelador estuvo siempre ocupada por un surtido de muy diversos objetos. Mi padre tenía la esperanza de que mi madre se aficionara a las manualidades, de modo que le llevaba cestas llenas de bloques de espuma verde y garrafas de vino vacías con las que, si encontraba tiempo para ello, pudiera fabricar hermosos terrarios. Bellotas, castañas de Indias, cajas de ojos saltones autoadhesivos y ramas de distintos tamaños. Piedras de río pulidas en el taller de mi padre. Alguna que otra tabla de madera que hubiera encontrado. Y un enorme tubo de pegamento que constituía la pieza fundamental.

Lo de la pistola había sido idea de mi madre.

— ¿Y qué va a hacer con una pistola? —le susurré a mi madre mientras Hamish se lavaba las manos—. ¿Por qué no le pagas con dinero?

—Es un hombre adulto —respondió ella—. Emily acaba de tener un bebé.

Cuando fui capaz de entender su proceso mental y deducir que aquella era su forma de señalar que Hamish y Emily tenían treinta años, el tren de la locura ya había salido de la estación y yo me encontraba en el sótano, enseñándole a Hamish la hilera de armas.

Estábamos de pie frente al congelador y él levantaba los rifles y los sostenía entre las manos, comprobando el peso de cada uno de ellos.

—No sé nada de armas, solo que molan —dijo.

No podía ayudarle. Me limité a observarlo mientras descolgaba todos y cada uno de los rifles del soporte de madera y los agarraba con torpeza por la culata como si fueran una mala hierba particularmente gruesa que acabara de arrancar de la tierra. Hamish, al igual que Natalie, aportaba el contraste perfecto de luz a mi oscuridad. Hasta el momento en que le salieron tantas canas que decidió teñirse de un extraño tono rojizo, Natalie había sido tan rubia como yo morena. Allí de pie junto a su hijo, vi los mismos ojos marrones que tenía su madre, oí la misma risa fácil.

— ¿Por qué no vende todo esto? —preguntó Hamish—. Podría ganar un dineral.

Apenas lo oía. Había sacado la única pistola de la colección de su bolsa de fieltro y, con ella entre las manos, se había abierto de piernas como tal vez se lo hubiera visto hacer a algún vaquero. Cuando me fijé en que apuntaba a la pared de enfrente y acercaba el dedo al gatillo, grité y llevé una mano al cañón.

Hamish no la soltó y chocamos. Entonces me apoyó una mano en el hombro.

— ¿Qué pasa? Pareces alterada. ¿Por qué?

Estuve a punto de decir algo. Palabras que solo le había dicho a Jake.

—Mi padre me enseñó que no se debe apuntar a nadie con un arma.

—¡Pero si estaba apuntando a la pantalla de la lámpara!

Dejó la pistola encima del congelador y posó una mano en mi mejilla como si yo fuera la niña y él el padre.

—No pasa nada —dijo—. No le he hecho daño a nadie.

No podía dejar de temblar. Hamish se volvió, metió la pistola en su bolsa morada y tiró de los extremos del cordón dorado que la cerraba.

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