Casi la Luna (5 page)

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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Casi la Luna
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De repente supe qué iba a hacer. Lavaría a mi madre tal y como me había propuesto, aunque entonces ya no cabía la posibilidad de que protestara, de que abriera los ojos como una vieja muñeca de porcelana, los destellos del cristal azul, una acusación inmediata. Ya no me importaba que el suelo quedara cubierto de agua. Mi mayor detractora estaba muerta.
¡Carpe
diem!

Me incliné hacia la izquierda y abrí el viejo armario de metal. En su interior había suficientes recipientes de plástico de comida para llevar, con sus correspondientes tapas abombadas, para guardar en ellos los corazones y pulmones de todos y cada uno de los vecinos que vivían a lo largo de Phoenixville Pike. Pero yo buscaba otra cosa. Algo que ocupaba un lugar muy destacado en mi memoria. Metí un brazo, aparté a un lado los recipientes de plástico, y en el fondo, allí donde nadie había hurgado en muchos años, encontré la palangana para los vómitos traída a casa del hospital, justo lo que andaba buscando.

Era de un tono verde turquesa pálido, similar al de los uniformes de los cirujanos. Al verla de nuevo un escalofrío me recorrió la espalda. «Estuvo a punto de morir», era siempre la última frase de la historia. Durante años me había preguntado por qué razón, si la historia versaba sobre mi padre, mi madre siempre terminaba convertida en la protagonista absoluta.

Llené el recipiente con agua muy caliente y añadí un chorro de lavavajillas. Si mi madre estaba cubierta de grasa, ¡aquel jabón prometía eliminar hasta la última gota! Cerré el grifo, alcancé la esponja para lavar los platos y un trapo y me arrodillé para comenzar mi tarea.

Decidí empezar por abajo e ir subiendo.

Le quité las medias de compresión antiembólicas y las enrollé, resistiendo la tentación de lanzarlas por encima de su cuerpo y a lo largo del pequeño pasillo que daba al salón. Con puntería y la suficiente fuerza en el brazo podría haberlas metido en la cesta de madejas de hilo que había junto a su sillón de orejas. En lugar de eso, las dejé a un lado y me dije que ya me ocuparía de ellas más tarde.

Allí estaban los dedos de sus pies, delicados a la vista. Llevaba años acostumbrada a ellos. A la señora Castle no podíamos pedirle que le cortara las uñas, de modo que un domingo al mes me acercaba para cumplir con mis funciones de auxiliar de mantenimiento y le limpiaba y recortaba aquellos lugares a los que ella ya no llegaba. Ocuparme de sus pies se convirtió en una forma peculiar de revivir el pasado, una especie de reposición en la que yo, en absoluto silencio, desaparecía de la habitación y mi cuerpo entero se comportaba como alguna vez lo había hecho su mano. Le pintaba las uñas de un tono coral de Revlon que, si bien no era exactamente el mismo que ella misma se había aplicado una vez a la semana durante cuarenta años, se parecía tanto que jamás fue motivo de comentario ni de queja.

Comencé por los pies; hundí el trapo de cocina en el agua caliente, lo escurrí y primero le envolví uno y después el otro. Como una buena pedicura, me ocupé de un pie mientras el otro se humedecía. Me serví de la esponja de lavar los platos —por el lado suave o el rugoso, dependiendo de las necesidades— para frotárselos y enjuagárselos. En las piernas de mi madre reconocí las venas que sabía que también se encontraban debajo de mi piel y que desde hacía poco me habían comenzado a asomar en la parte posterior de las piernas y detrás de las rodillas.

«Has matado a tu madre, sí, ¡pero es increíble lo limpia que está!», imaginé que se cantaba en un musical en el que las brujas sostenían manzanas y se balanceaban colgando de cuerdas atadas a su cuello.

«Es un mal día, Helen», diría mi madre. «No pasa nada, cariño», diría mi padre.

El día que murió mi padre, llegué a casa y me encontré a mi madre con la cabeza entre las piernas, sentada al pie de las escaleras. En las semanas que siguieron no dejó de hablar de las venas varicosas de mi padre y del gran sufrimiento que le habían causado. Decía que por las mañanas tenía las piernas agarrotadas y a menudo trastabillaba y tropezaba con la menor arruga de la alfombra. Repetía las anécdotas de su torpeza cuando hablaba por teléfono con el tendero, que aún le llevaba la comida a casa, o con Joe, el barbero de mi padre, a quien había llamado en un momento de enajenación después de haberme llamado a mí. Joe apareció poco después de que yo llegara, preocupado por que mi madre estuviera sola. Se quedó en la puerta con la boca abierta, incapaz de articular palabra. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, alzó una mano, se santiguó y se marchó. ¿Sería el miedo o el respeto lo que hizo que Joe jamás mencionara la brecha que mi padre tenía en la parte posterior de la cabeza, ni el círculo de sangre que había en la pared?

Muy despacio, avancé hasta las rodillas. «Me sonríen», me susurró una vez el señor Donnellson, encantado de ver a mi madre en una de las raras ocasiones en que se puso pantalones cortos.

Momentos más tarde, mientras limpiaba la mierda de aquellos muslos rollizos, recordé de repente la noche que mi padre clavó en la pared del piso de arriba una lista de normas escritas a toda prisa:

El armario de la ropa blanca debe estar siempre cerrado. En casa no están permitidas las cerillas. Hay que controlar las bebidas alcohólicas.

Tardé unos segundos en darme cuenta, absorta como estaba en el recuerdo de las frecuentes peleas de mis padres —ella en camisón, mi padre vestido con la ropa del trabajo—, de que alguien estaba llamando a la puerta. Contuve la respiración y me quedé escuchando el sonido de la aldaba al chocar contra el soporte.

No hice el más mínimo ruido. Noté que un chorro del agua jabonosa que rezumaba de la esponja me recorría el brazo, de la muñeca al codo. La pequeña salpicadura que una gota de agua pudiera hacer al caer en la vieja palangana sería como el estallido de una bomba en mitad del campo.

La aldaba volvió a golpearla puerta. En aquella ocasión el golpeteo fue rítmico, como el de una alegre canción que me resultaba familiar.

En el tiempo de silencio que llegó a continuación, cobré conciencia de mis músculos, como en ocasiones me sucedía cuando estaba posando. A fin de mantener la pose durante un buen rato, el cuerpo debía acostumbrarse paulatinamente a la quietud, resultaba imposible quedarse inmóvil de repente y mantenerse de ese modo. Sentí la presencia de aquella persona al otro lado de la puerta y traté de imaginarme en Westmore, subida a la tarima enmoquetada del estudio de arte. Los dedos de los pies hundidos en la sucia alfombra marrón, apoyada sobre los codos, acostumbrados desde hacía ya tiempo a aquel roce doloroso.

Volvieron a llamar. De nuevo la alegre melodía de cuatro golpes breves espaciados, silencio, y dos más, en aquella ocasión seguidos de un impaciente «toe, toe, toe».

Me di cuenta de que quienquiera que fuese le estaba dando tiempo a mi madre para llegar a la puerta entre la primera llamada y la segunda, e incluso entre la tercera y la cuarta. Al fin y al cabo ya era tarde. Era una mujer mayor. La miré. Podría estar durmiendo con el camisón enrollado a la altura de la cintura.

— ¿Señora Knightly?

Era la señora Castle.

—Señora Knightly, soy Hilda Castle. ¿Está ahí?

«¿Dónde iba a estar si no? —pensé enfadada—. Está tumbada en el suelo de la cocina. Lárguese.»

Entonces oí unos golpes en la ventana delantera del salón. El ruido de su gruesa alianza de platino contra el cristal. Una vez le pregunté por qué seguía llevándola después del divorcio. «Me recuerda que no debo volver a casarme», respondió.

Solo cuando oí su voz —un susurro escandaloso— me di cuenta de que había conseguido abrir la ventana.

—Helen —susurró—. Helen, ¿me oyes?

«¡Puta!», pensé en solidaridad con mi madre. ¿Qué derecho tenía a levantar el cierre?

—Sé que estás ahí. Estoy viendo tu coche.

«Está hecha una auténtica Sherlock», pensé.

Pero entonces oí que cerraba la ventana y todos mis músculos se relajaron. Segundos más tarde me llegó el ruido de sus pasos, cada vez más lejanos. Miré las piernas y los pies de mi madre.

— ¿Qué precio tuviste que pagar? —pregunté. No me refería a sus pertenencias, sino a la intimidad, que siempre había sido tan importante para ella. Y que había vendido a cambio de la visita diaria de la señora Castle.

Sabía que la señora Castle regresaría por la mañana. Lo tenía tan claro como que sus susurros se habían agarrado a mis tobillos como cuerdas.

Era evidente que necesitaba ayuda. Me levanté despacio y pasé por encima de mi madre para llegar al teléfono. Tomé aire y cerré los ojos. Vi, proyectada, una bobina cinematográfica en la que siluetas de vecinos y policías invadían la casa a cámara rápida. Eran tantos que se quedaban atascados en puertas y ventanas con los brazos y las piernas doblados en extrañas posturas, como un grupo de bailarines de Martha Graham, estrujados entre los marcos de las puertas y las ventanas, todos ellos vestidos de uniforme o con trajes de lana bien planchados.

Nunca me ha gustado el teléfono. Diez años atrás, en un absurdo y arrebatado intento por mejorar, coloqué unas pegatinas de caritas sonrientes en el teléfono de mi habitación y en el de la cocina. Después hice dos etiquetas y las pegué en los auriculares. «Es una opción, no una amenaza», se lee en ellas.

La última dirección que tenía de Jake era la de una universidad en Berna, Suiza, donde le habían ofrecido un puesto temporal como profesor, pero de eso hacía por lo menos tres años. La forma más sencilla de encontrar a Jake era contactando con sus antiguos alumnos, sus acólitos, sus empleados, sus fieles. Sabía que podía tardar horas, pero también sabía que Jake era mi única esperanza. Un cadáver cambiaba de aspecto con rapidez, aun en las frías noches de octubre como aquella, y sabía que no podría deshacerme de mi madre sin ayuda.

Me quedé apoyada junto al teléfono durante lo que me parecieron al menos treinta minutos y después descolgué. Los Knightly nunca pedían ayuda, y los Corbin, la familia de mi madre, antes que hacer algo así preferirían clavarse tenedores en la garganta. Solucionábamos nuestros asuntos en privado. Nos arrancábamos los dedos y los pies —las manos, las piernas, incluso la vida—, pero bajo ningún concepto pedíamos ayuda. La necesidad era como una mala hierba, un virus, un hongo. Una vez sucumbías a ella, se extendía y te dominaba.

Mientras descolgaba el auricular me sentí de nuevo como una niña pequeña, avanzando por la nieve hasta desaparecer, tumbada en un enorme montículo de nieve, oyendo que mis padres me llamaban, disfrutando la sensación de estar comenzando a congelarme.

4

Tenía dieciocho años y estaba en primero de carrera cuando conocí a Jake. Él tenía veintisiete y era mi profesor de historia del arte.

Según él, era capaz de recordar el momento exacto en que su corazón comenzó inevitablemente a seguir el camino a mi entrepierna.

Estaba dando una clase sobre Caravaggio y el concepto de obra desaparecida cuando dejó de escribir en la pizarra, se volvió y me encontró peleándome con mis gafas nuevas. Las agarraba por la montura dorada como si fueran una mantis religiosa, tan extrañas y delicadas me parecían.

—Aquella noche soñé contigo. Entré en mi habitación y tu estabas allí sentada, leyendo, con las gafas doradas y esa melena negra tuya. Cuando me acerqué, desapareciste.

—Lo siento —respondí, apretada junto a su cuerpo en la pequeña cama de la residencia de estudiantes.

—Entonces ese perro, al que le había puesto Tank y que mis padres no dejaron que me quedara, te sustituyó.

—¡Guau! —exclamé.

Sin embargo, no supe nada de sus sueños hasta después de haber posado para él.

Recuerdo el vestido rosa de lana que llevaba y la suavidad del mohair en contacto con mi piel. Me había puesto mis mejores galas para entrar en una clase del edificio de arte que olía a tubos incandescentes de un viejo radiador, y quitármelas de nuevo. Al final, la camisola y la enagua acabaron en manos de Jake, que me ayudó a vestirme para volver a mi habitación, donde me desnudaría de nuevo. Sus dedos, anchos como espátulas, eran capaces de la mayor delicadeza, pero cuando me acercó la camisola y la enagua de satén me resultaron extraños; las uñas, mordidas y manchadas de carboncillo y pintura, creaban un brusco contraste con las delicadas tiras de encaje de las que me había enamorado nada más verlas en Marshall Field's. Aquella era la imagen que a menudo relacionaba con mi pérdida de la virginidad.

Cuando llegó la hora de pintar el dormitorio de Emily, Jake se acordó del burro que su abuelo había pintado para él en su habitación de niño. Montado en el burro aparecía un hombre de tez morena y rasgos afilados, y atadas al lomo del animal unas alforjas llenas de flores. Lo que Jake recordaba era que, pese al freno que llevaba en la boca, el burro parecía sonreír y tenía los ojos cerrados en una especie de sueño vigilante.

Mientras Emily permanecía acurrucada en mi interior, de vez en cuando dando patadas, Jake comenzó a preparar el dibujo haciendo esbozos en las paredes con carboncillo. Aún no nos habíamos casado y aún nos negábamos a reconocer que en realidad ambos temíamos que hacerlo pudiera ser un error.

—Según parece, las formas grandes y coloridas son las más apropiadas —le comuniqué—. Estimulan el cerebro del bebé sin saturarlo.

Jake había colocado nuestro colchón en mitad de la habitación para que pudiera tumbarme y exponerle aquellas teorías mientras él dibujaba. Estaba obsesionado con el tamaño de mi vientre, el modo en que Emily anunciaba su presencia, centímetro a centímetro.

—Es pura energía —decía cuando apoyaba en él la mano—. Y eso que ni siquiera ha llegado. A veces creo que nos toma el pelo.

—Lo hace —respondí convencida—. Los contornos redondeados calman al bebé —leí en voz alta de un libro que nos había mandado el señor Forrest.

— ¿Por qué ahora resulta que tenemos que seguir las normas? —preguntó Jake.

—De acuerdo —respondí, y lancé el libro, que resbaló unos metros sobre el suelo y por fin se detuvo—. Los contornos abruptos calman al bebé.

—Así me gusta.

—Los cuchillos, las pistolas y las escenas de violencia llevan al bebé hasta el país de los sueños.

Jake se acercó al colchón y se tumbó a mi lado.

—Lizzie Borden es uno de los personajes favoritos de los más pequeños. ¿Por qué no la dibujas cubierta de sangre y hacemos feliz al bebé?

—Sigue —dijo Jake.

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