—Podemos cubrir las paredes, si hace falta. El papel pintado es muy bonito. Y los clavos. Montones de ellos.
—Quiero follarte.
—Dibuja.
Después de casarnos, durante el breve espacio de tiempo en que fingí que me gustaba cocinar, quitaba la tira de grasa de una escurridiza pechuga de pollo y extendía el pedazo de carne sobre la parrilla, imaginando que lo que manipulaba era el corazón de mi madre. Después miraba por la ventana de la casa que habíamos alquilado en Madison y veía la hilera de coches detenidos frente al semáforo, esperando para alejarse del campus como un montón de ruidosos glóbulos alineados en una arteria. Aquello era lo único que me permitía volver a la realidad y deslizar la parrilla en el horno: saber que en uno de esos coches que regresaban a las viviendas que la facultad facilitaba a sus empleados viajaba mi marido, de camino a casa.
Siempre puse mucho cuidado en lavar bien el cuchillo y la tabla de cortar, y en mantener las manos debajo del agua hasta no resistir más el calor, tanto era el miedo que tenía de infectar a Jake o de tocar sin querer el borde del biberón de Emily o el tazón azul en que le servía la compota de manzana.
Después de lavar y secar todos los utensilios, y una vez que los aromas de las especias que nos traía la esposa del profesor titular, que se compadecía de nosotros, habían inundado la cocina, me concedía un respiro y entraba en la habitación de Emily. Allí me sentaba a esperar que mi nueva familia cobrara vida con la llegada de Jake. Emily estaba en su cuna, cara abajo en la posición del muerto que tanto le gustaba, el pañal levantado en punta como un sombrero de papel mal hecho. En aquel silencio me relajaba al máximo, en el breve intervalo entre el sueño del bebé y la llegada del marido, una vez realizadas, tan bien como me lo permitían mis habilidades, las tareas del hogar. La universidad quedaba entonces muy lejos, el título que no había obtenido era algo que no me preocupaba en absoluto.
Marqué el número de espaldas a mi madre. Por alguna razón sentí que le estaba siendo desleal. Me inquietaba darme la vuelta y encontrarla sentada en el suelo, hecha una furia y colocándose la falda en su sitio.
Había leído en el periódico que Avery Banks, uno de los últimos ayudantes de Jake en la Universidad de Madison, era ahora profesor adjunto de escultura en Tyler, en Filadelfia. Me exprimí el cerebro intentando recordar en qué ciudad decía el artículo que se habían comprado una casa él y su esposa. Tenían dos hijos —dos niñas, recordé—, pero si quería encontrarlo tendría que padecer el calvario de realizar una serie de consultas poco precisas al servicio de información telefónica. Tuve que llamar tres veces. Al fin di con un número en Germantown.
— ¿Podría hablar con Avery Banks? —pregunté cuando una voz me respondió al otro lado de la línea.
— ¿De parte de quién?
—Soy Helen Knightly —dije. Acerqué los dedos al teléfono y acaricié suavemente los números, contando para mí en un intento por tranquilizarme.
—No conozco a ninguna Helen Knightly —respondió.
—Avery, ¿eres tú?
No respondió.
—Me conociste como Helen Trevor, la mujer de Jake Trevor.
— ¿Helen?
—Sí.
—Helen, qué sorpresa tan agradable. ¿Cómo estás?
—Necesito comer algo —respondí. En todas las horas transcurridas desde que había llegado a casa de mi madre y la había matado, no había comido nada.
— ¿Estás bien, Helen? —preguntó. Lo imaginé de pie, junto a su teléfono, con un pasamontañas en la cabeza. Cuando salía con Jake en los meses de frío, Avery siempre lo hacía abrigado hasta las cejas.
—Ha pasado algo —dije. Sentí el deseo de desmoronarme, de espetarle a alguien lo que había hecho, dónde estaba, qué tenía a mi lado, en el suelo—. Espera un segundo, Avery.
Me volví como una exhalación, dejé el auricular en la trona cubierta de cinta adhesiva y me acerqué al cuerpo de mi madre. Me tranquilizó comprobar que no se movía. Ni siquiera un poco. Volví al teléfono y encendí la luz antes de levantar el auricular. La señora Leverton ya estaría durmiendo. Necesitaba el efecto aleccionador de la luz encendida. Mientras el fluorescente zumbaba lleno de vida sobre el cuerpo de mi madre, respiré hondo y recuperé la serenidad. No quería que me notara el más mínimo temblor en la voz.
—Tengo que ponerme en contacto con Jake.
—Hace tiempo que no hablo con él —respondió—. Pero tengo un número de teléfono, si quieres.
—Sí, dámelo.
Avery me dio el número y yo lo repetí metódicamente. No reconocí el prefijo de la zona.
—Gracias. Me has hecho un gran favor.
—Espero que no te moleste que te lo diga, Helen —dijo—, pero no tuviste la culpa de que a Jake no le concedieran la titularidad. Siempre me ha preocupado que pudieras sentirte culpable.
Recordé a Avery en nuestro salón de Madison. A él y a Jake, cerrando las cajas y metiéndolas en silencio en la Ford de Avery. Vi a Avery caminando hacia la furgoneta blanca, cargado con el cochecito que me habían regalado.
—Sarah, nuestra hija pequeña, es cantante de jazz en un club de Nueva York —mentí—. Es muy buena en lo suyo.
—Eso es genial.
Se produjo un silencio que ninguno de los dos se molestó en llenar.
—Gracias de nuevo, Avery.
—Cuídate —respondió. Oí el pitido del teléfono y supe que había colgado.
Cerré los ojos y mantuve el auricular pegado a la oreja hasta que una grabación me informó de que el teléfono estaba descolgado. Me vi en Wisconsin, atravesando la pantalla de árboles que rodeaban el dragón de hielo que había hecho Jake. Todos los profesores titulares de la facultad habían acudido a verlo antes de que comenzara a deshacerse, incluso el decano. Y yo lo había estropeado, pues sin darme cuenta había roto una de las púas que le cubrían el lomo. Esa misma noche, más tarde, se desató la pelea que terminó con nosotros. De repente, me resultó imposible imaginarme llamándolo por teléfono.
Recorrí la pared con la yema de los dedos para silenciar el zumbido de la luz. Me arrodillé para proseguir con mi labor y, esponja en mano, le limpié la entrepierna.
Le bajé aquellas medias pasadas de moda. Se deslizaron con facilidad, el elástico de ambas totalmente vencido. Llegado ese momento ya me había acostumbrado al olor del cuerpo, una mezcla de mierda y bolas de naftalina con alguna que otra pincelada de polvos de talco.
Le rasgué las bragas y su cuerpo dio una leve sacudida. Pensé en las estatuas de bronce con las que los artistas representaban a personas en su vida cotidiana. Un golfista de bronce te daba la bienvenida al campo de golf. Una pareja de bronce compartía contigo el banco del parque. Dos niños de bronce jugaban a saltar el potro en el prado. Aquello se había convertido en una forma de industria artesanal.
Mujer de mediana edad arrancándole las bragas a su madre muerta.
Me parecía perfecto. Alguien podría encargarla para el patio de un colegio al que los niños salían corriendo después de haberse pasado la mañana estudiando cifras y palabras. Podrían encaramarse a nosotras a la hora del recreo o ahogar moscas en el rocío acumulado en los ojos de mi madre.
Y allí estaba. El agujero que me había dado la vida. La raja que había forzado el misterioso amor de mi padre durante cuarenta años.
Aquella no era la primera vez que me enfrentaba a los genitales de mi madre. En la última década me había convertido en su suministradora oficial de enemas. Se tumbaba en una posición similar a la que tenía ahora, y yo, después de masajearle los muslos y asegurarle que no le dolería, le separaba las piernas. Con gran rapidez, cumplía las indicaciones de los médicos y después bajaba las escaleras como un robot, de camino a la nevera de la cocina, donde me zampaba los cubitos de gelatina de lima que quedaban y contemplaba el jardín trasero a través de la ventana.
Solté la esponja en la palangana verde turquesa y me incorporé. Vertí el agua sucia y la llené de nuevo con agua caliente, a la que añadí otro chorrito de jabón. Separé las tijeras de cocina del soporte magnético que había sobre el fregadero y volví a arrodillarme.
El punto de luz nocturna de color verde que había sobre los fogones y los rayos de la luna que entraban por la ventana eran mi única compañía. Empuñé las tijeras y le corté la falda desde el dobladillo hasta la cintura. Solté una parte a cada lado de su cuerpo y, con suma delicadeza, comencé a lavarle las caderas y el vientre, los muslos y la raja desprovista de vello. Hundí el trapo y la esponja una y otra vez en el agua hirviendo y me levanté con frecuencia para cambiarla, deseando estar en la bañera del cobertizo, un lugar donde pudiéramos tumbarnos juntas, como si yo volviera a ser una niña y ella estuviera a punto de meterse en el agua junto a mí.
Por fin, cuando hube eliminado el último rastro de su percance, me hice con una esponja nueva de las que guardaba encima del frigorífico y le desabroché la holgada blusa de algodón. Le bajé las tiras del viejo sostén descolorido. Exprimí la esponja cargada de agua limpia y le lavé las clavículas. Sin la ayuda del sostén, el único pecho que le quedaba estaba tan desparramado hacia el lado que el pezón casi acariciaba el suelo. La cicatriz de la mastectomía, en el pasado un tajo oscuro, se había convertido en un pellizco de carne arrugada.
—Sé que sufriste —dije, y después de besarme los dedos, se los pasé por la cicatriz.
Debía de ser adolescente. Aún faltaban años para que muriera mi padre. Años para que mi madre me llamara y me pidiera que le palpara el bulto duro que tenía junto a la axila. Yo estaba de pie en la entrada, observándolos.
—Sabes lo mucho que me cuesta —le dijo mi madre a mi padre, las lágrimas corriéndole por las mejillas—. Solo tú lo sabes.
Se había desabotonado la camisa y la mantenía abierta frente a él.
—¡Clair! —gritó él.
Se había hecho una herida sangrante en mitad del pecho. Siempre pensé en aquello como en una versión adulta de «Gallina», un juego muy popular en la escuela. Un niño te rascaba el interior de la muñeca con la uña doscientas veces. Si, una vez que los inofensivos rasguños se habían convertido en una mancha de sangre, no podías aguantar más, gritabas: «¡Gallina!», y así te llamaban a partir de entonces.
—Tráele a tu madre una toalla caliente —me ordenó mi padre, y yo agaché la cabeza. Saqué la llave del armario de la ropa blanca de su lugar secreto, cogí una toalla limpia, abrí el grifo del baño y esperé a que el agua saliera caliente.
La cicatriz a la que Jake llamaba «el estigma de la mártir», no la lavaría ni tocaría jamás.
Le levanté los brazos y le lavé las axilas sin pelo. Le froté los hombros con la esponja al tiempo que le apoyaba los brazos de nuevo en el suelo. Con la mano que tenía libre, sostuve aquel pecho desparramado. Lo que alguna vez había sido uno de sus mayores orgullos ahora no era más que un saco desparejado, un viejo cojín en el que las plumas se acumulaban en una esquina colgante. La fuerza de la lujuria se apoderó de mí mientras lo sujetaba, pura como el apetito de un recién nacido.
Cuando tenía seis o siete años, el emparrado de rosas que trepaba por la parte trasera de nuestra casa rebosaba ya de flores y enredaderas. El emparrado rodeaba las dos pequeñas ventanas de mi habitación, de modo que con el estallido de la primavera mi madre tenía que esmerarse en recortar las flores y los nuevos brotes. Aquella era una operación que me encantaba observar y con el tiempo me di cuenta de que a mi padre también le gustaba. Los dos entraban en mi habitación. Mi madre llevaba una cesta colgada del brazo con la podadera y sus guantes de trabajo.
«Ha llegado la hora del número de jardinería y acrobacia», anunciaba mi padre, y ambos se acercaban a la primera ventana, la que quedaba encima de la cama vacía que había junto a la mía. Yo me tumbaba en el mullido colchón y observaba a mi padre observar a mi madre mientras la ventana engullía la mitad superior de su cuerpo. Le cortaba la cabeza, las manos, los brazos y los hombros, hasta que, en los momentos más arriesgados, cuando se inclinaba hacia atrás y apoyaba las caderas en el marco de la ventana, mi padre la agarraba de un modo que incluso entonces yo ya reconocía como sexual. A veces le subía la mano por el muslo. En una o dos ocasiones me pareció oír una sonrisa en su voz junto con la reprimenda.
Fuera, se oyó agitación entre los árboles y a continuación el agudo quejido de un gato. Chico Malo se estaba encarando con otro gato al borde de nuestro jardín.
Me levanté y me acerqué al fregadero para tirar y cambiar el agua. Pensé en los cuerpos desparramados y abandonados en las calles y campos de Ruanda y Afganistán. Pensé en los miles de hijos e hijas a los que les gustaría estar en mi situación. Saber exactamente dónde habían muerto sus madres y tener un momento para estar a solas con sus cuerpos antes de que el mundo los arrastrara de nuevo en su precipitada marcha.
Me quedé escuchando los ruidos intermitentes de los gatos entre los árboles que había junto al cobertizo. Cuando era pequeña había un búho que llegaba cada año y se posaba en el roble de la parte trasera. Mi padre salía al jardín, me subía a caballito y ululaba con él. Si se hacía tarde y aún no habíamos entrado en casa, mi madre salía con una limonada para mí y un vaso de whisky a palo seco para cada uno de ellos.
Me volví, resignada a terminar cuanto antes, cuando sonó el teléfono. Solté la palangana y el suelo quedó cubierto de agua caliente y jabonosa.
— ¿Sí? —pregunté en voz baja, como si la casa estuviera durmiendo.
—¡Estás ahí!
—Jake, ¿cómo lo has sabido?
—No te encontraba en tu casa, y aún tengo el teléfono de tu madre en la agenda. ¿Cómo estás?
Miré el cuerpo de mi madre. Me pareció que casi resplandecía en la cocina a oscuras.
— ¿Bien? —respondí.
—Avery me acaba de llamar. Me ha dicho que le parecía que te pasaba algo.
— ¿Y se te ha ocurrido llamar aquí?
—Me ha parecido un buen lugar por el que empezar. ¿Qué ocurre, Helen? ¿Les pasa algo a las niñas?
—Mi madre está muerta —respondí.
Se produjo un silencio al otro lado de la línea. El me había defendido de mi madre durante los ocho años que duró nuestra relación.
—Oh, Helen, lo siento mucho. ¿Cuándo ha sido?
Me di cuenta de que no era capaz de hablar. Solo pude tragar saliva.
—Sé lo mucho que te importaba. ¿Dónde estás?