Le había pedido que se sentara a la mesa conmigo a hablar del agua, de lo distinta que era cada gota de agua cuando se las observaba a través de un microscopio. Sin las gafas, tenía la mirada desenfocada, y me pregunté hasta qué punto estaba ciego y qué veía cuando me miraba.
Subí las escaleras del sótano y entré en la cocina, la trenza balanceándose colgada de mi puño. Abrí el cajón que había junto al teléfono, lleno de trozos de papel de aluminio doblado y gomas elásticas, y encontré una bolsa de tamaño medio para congelar alimentos. Metí en ella la trenza, la cerré, y eché una ojeada a la cocina. La ropa de mi madre estaba esparcida en montones húmedos por todo el suelo.
Cuando tenía tres años, entré en la cocina y me encontré a mi madre sentada en el suelo con las piernas extendidas al frente. Alcancé a verle las bragas, que hasta entonces no le había visto nunca. Tenía la mirada clavada en un montón de harina derramado en el suelo.
—Mamá ha sido mala —dije.
Mi madre se levantó, cogió el paquete de harina de dos kilos que había en la encimera y lo estrechó contra su pecho. Entonces sacó un puñado de harina y la esparció al aire como si fuera nieve.
Solté un grito de alegría y corrí hacia ella. Cuando me tuvo cerca se apartó de mí. Lanzó más harina, en aquella ocasión trazando amplios círculos por toda la cocina. Yo la perseguía de un lado a otro, correteando y dando vueltas, gritando cada vez más alto y tragándome las ganas de reír.
La persecución duró hasta que tropecé y caí al suelo. Levanté la cabeza y la miré. Ella estaba de pie junto a mi trona, riendo. Me fijé en las manchas de harina que tenía en la frente y en la barbilla, y en las que cubrían el vello invisible de sus brazos. Quería que se acercara a mí y me cogiera en brazos, por lo que rompí a llorar a pleno pulmón.
Mi bolso estaba de pie encima de la mesa del comedor. Metí la bolsa de congelación, mi trofeo de plata en su interior, en el compartimento de en medio y, como si temiera olvidar algo, eché un vistazo alrededor. Di un respingo cuando vi la cara del señor Fletcher iluminada en una ventana, mirando hacia mí, pero entonces caí en la cuenta de que no había encendido ninguna luz en el comedor y de que no me miraba a mí sino la pantalla de un ordenador que, mientras él navegaba por Internet o jugaba a los mismos juegos de estrategia que le gustaban al marido de Emily, le iluminaba la cara con fogonazos azules y verdes.
Cuando llegué a mi coche y me volví para mirar el camino enladrillado que conducía a la puerta principal, las manchas de polvo blanquecino que tenía en el pecho y las piernas —el azúcar de los merengues de pacana, la harina de las obleas de la boda mexicana— eran la única señal que delataba mi presencia en el sótano de mi madre.
Sentí ganas de llorar, pero en lugar de eso me concentré en pensar adonde podía ir. Tenía que tranquilizarme. Solo lo sabía Jake. Y aunque habían sucedido cosas que me llevaban a pensar que otra gente pudiera saberlo —la llamada a Avery, las preguntas de la señora Leverton, la aparición de la señora Castle—, en realidad no era así. Nadie podía entrar en la casa si yo no estaba allí.
Me senté en mi viejo Saab con las ventanas subidas y coloqué el bolso en el asiento del copiloto, resistiendo la tentación de ponerle el cinturón como si fuera un niño pequeño. Arranqué muy despacio, agarrada con fuerza al volante como si las calles estuvieran cubiertas por una densa niebla.
La casa de la señora Leverton estaba a oscuras salvo por las luces de seguridad que había instalado su hijo. El reloj del salpicadero marcaba las 8.17. Una hora en que las ancianas ya estaban acostadas. Aunque no los ancianos, según parecía. Al pasar por delante de la casa del señor Forrest lo vi sentado en la sala de la parte de delante. Todas las luces estaban encendidas. Nunca había sido partidario de las persianas. Al menos en el pasado, siempre había tenido perros. «Ahí está —pensé—. Un anciano vulnerable al ataque de gamberros y ladrones.»
Tenía dieciséis años cuando aquel día, en casa del señor Forrest, vi por primera vez láminas en color de mujeres retratadas en distinto grado de desnudez.
—Las llaman musas, Helen —me dijo mientras yo hojeaba un enorme libro titulado simplemente
El desnudo femenino—.
Son mujeres que inspiran grandes cosas.
En aquel momento pensé en las fotografías que había por toda nuestra casa. Fotografías de mi madre vestida con lencería pasada de moda o ligeros camisones transparentes, sonriendo con dulzura a la cámara.
Los treinta minutos en coche que separaban mi casa de la de mi madre siempre habían sido una buena excusa para hablar. Hay gente que habla sola delante de los espejos de su casa para mentalizarse antes de pedir un aumento o emprender un nuevo proyecto personal. Yo solía hablar sola en el coche, cuando viajaba por las carreteras secundarias que me llevaban de Phoenixville a mi barrio de casas que imitaban el estilo colonial, en Frazer. El punto intermedio, no el geográfico sino el mental, era el arroyo Pickering y el pequeño puente de un solo carril que lo cruzaba.
La noche que maté a mi madre tarareé en voz baja en un esfuerzo por crear algún tipo de ruido blanco entre lo que había hecho y yo. De vez en cuando me decía: «Estás bien, estás bien, estás bien», al tiempo que me aferraba con más fuerza al volante para notar la presión de la sangre que me latía atrapada en las yemas de los dedos.
Una vez en Pickering, me detuve en el lado de Phoenixville para dejar pasar a un Toyota desvencijado, y cuando retomé el camino por el puente mi coche dio una leve sacudida al pasar por encima de un bache. La luz de los faros detectó una presencia que se movía entre las ruinas de piedra caliza que había al otro lado. Me pareció la silueta de un hombre que bailara iluminado sobre la oscura roca, y un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Al otro lado de Pickering los árboles eran más delgados pero más frondosos, y durante el día peleaban por hacerse con parte de la luz que bañaba las tupidas copas. Diez años atrás era común ver equipos de excavación en aquella zona, y cuando pasaba en coche por delante mis ojos se encontraban con cientos de jóvenes abedules arrancados de raíz. Detestaba que la casa de Natalie, a medio camino entre la de mi madre y la mía, fuera una de las cutres mansiones construidas entre aquellos árboles. Sobresalía en mitad del bosque, con sus ridículas torrecillas de cuento de hadas y su puerta principal de casi cinco metros de altura.
Natalie y el ya treintañero Hamish llevaban viviendo en aquel palacio de pan de jengibre ocho años, desde que Natalie denunciara con éxito al fabricante de ruedas de camión que abastecía a su marido. El marido de Natalie iba por Pickering enfrascado en una lucha de miradas con el conductor de otro coche y aceleró más de la cuenta. Una de las ruedas delanteras reventó, se rompió un eje del camión y, tras salir disparado por el parabrisas, aterrizó de cabeza contra el viejo puente de piedra que llevaba en ruinas más de un siglo. Murió en el acto.
A través de la cortina de jóvenes árboles de corteza blanca que habían vuelto a crecer tras la marcha de los constructores, vi a Hamish tendido en el camino que llevaba a su casa, uno de sus muchos coches a medio desmontar y una potente lámpara portátil colgada del parachoques. Reduje velocidad y por fin me detuve. Sin saber aún qué iba a decirle a Natalie cuando la viera, abandoné aquella carretera desierta y tomé el giro en dirección a su casa. Era como si estuviera haciendo justo lo que Jake me había pedido que no hiciera, pero no podía evitarlo.
Cuando la luz de mis faros se mezcló con el resplandor procedente del coche averiado, Hamish salió propulsado de debajo del coche sobre su plataforma rodante y me indicó con un gesto que la apagara.
Saqué la llave del contacto y bajé del coche. En mis primeros pasos sobre el camino de gravilla me temblaron las piernas.
Hamish se incorporó y se apartó el pelo a un lado con la mano. —Mi madre ha salido —dijo.
Nunca había dejado de pensar en Hamish como en el niño que jugaba con Emily en el cajón de arena del parque que había al final de mi calle. «Hamish no va a ir a ningún lado… por ahora», decía Natalie en los años que siguieron a la muerte de Hamish padre. Parecía contenta con ello. Como si después de haber perdido a un Hamish, al menos le quedara el consuelo de que el otro seguiría a su lado.
— ¿Adonde ha ido?
—Tenía una cita —respondió Hamish, y sonrió. Tenía los dientes blancos como las luces de un estadio. Natalie me había dicho que se los blanqueaba cada seis meses.
No sabía qué me resultaba más extraño, si estar en la entrada de la casa de mi mejor amiga después de haber matado a mi madre o que Natalie hubiera salido con alguien y no me lo hubiera dicho.
—Acabo de recordar que se suponía que no debía contárselo a nadie. No se lo digas, Helen. No quiero que se enfade conmigo.
—Ningún problema —respondí.
Dos ridículas palabras que me había pegado un administrador australiano de Westmore. Servían para todo. «Ha explotado la caldera.» «Ningún problema.» «Tengo que cancelar la clase del jueves de dibujo al natural.» «Ningún problema.» «He matado a mi madre y se pudre mientras hablamos.»
—En serio, Hell —dijo Hamish. Se había acostumbrado a los diminutivos en la Academia Militar de Valley Forge, a la que Hamish padre lo había obligado a ir para fortalecer el carácter.
—No me encuentro demasiado bien, Hamish. Creo que me voy a sentar.
Abrí la puerta de mi coche y me senté de lado, con los pies en el suelo de gravilla. Doblé la cintura y dejé caer la cabeza entre las manos, con los codos apoyados sobre las rodillas.
Hamish se agachó junto a mí.
— ¿Estás bien? ¿Quieres que llame a mi madre?
La luz de la lámpara colgante llegaba hasta mi coche abierto e iluminaba cuanto encontraba a su paso. Vi los zapatos de Hamish cubiertos de polvo y mis zapatillas de jazz, hechas un absoluto asco. Me zafé de ellas haciendo fuerza con los pies mientras Hamish me observaba. Recordé el día que, en el sótano, me había acariciado la mejilla.
— ¿Te tumbarías encima de mí? —pregunté.
— ¿Qué?
Alcé la vista y lo miré a la cara, aquella cara con arrugas prematuras, las pecas que le salpicaban la nariz y las mejillas fruto de pasar demasiado tiempo al sol, los dientes tan blancos.
—Confías en mí, ¿no?
—Claro.
No me paré a pensar qué aspecto tenía. Me levanté y él también lo hizo. Abrí la puerta trasera y me deslicé sobre el asiento.
—Entra —ordené.
Pensé en mi madre, tendida en el frío suelo de cemento. Me tumbé de espaldas, con los pies colgando fuera del coche. Hamish entró pero se sentó en el borde del asiento, de espaldas a la puerta abierta.
—No sé de qué va todo esto —dijo.
—Tengo frío. Solo quiero sentir tu cuerpo encima del mío. Quería follármelo.
Cerré los ojos y esperé. Momentos más tarde noté que Hamish, con cuidado, con demasiado cuidado, se colocaba encima de mí. Se agarraba con fuerza al asiento y apoyaba la mayor parte de su peso en el suelo.
—No sé qué quieres —dijo.
—Quiero que te tumbes encima de mí —respondí mientras abría los ojos.
—Hell. Estoy… —En lugar de terminar la frase agachó la cabeza y se echó un vistazo.
—Tú deja caer todo el peso encima de mí. No pasa nada.
Y entonces, segundos más tarde, noté su cuerpo — ¿cuántos serían, ochenta y cinco, noventa kilos?— sobre el mío, ejerciendo presión. Noté su erección, los dedos de mis pies contra sus espinillas, su cara a la derecha de mi cara, su oreja, aquel cartílago laberíntico, pegada a la mía. Pensé en el teléfono de la cocina de mi madre. ¿Cuántas veces había sonado antes de parar?
Alcé la mano derecha y la deslicé por un costado hasta encontrar el borde de su camiseta, después metí la mano por debajo y le acaricié la piel. Hamish gruñó, un animal que deseaba ser tocado. Cuando era adolescente, Sarah se había enamorado de él.
—Podemos hacer lo que queramos —dije.
Aquello fue como girar una llave. Levantó la cabeza. Tenía una expresión soñadora y distante que hasta entonces no había visto en los ojos del hijo de mi mejor amiga.
—Claro, nena —susurró, y yo traté de no prestar atención al tono de su voz. El tono que yo sabía que adoptaba con las mujeres que había visto subidas a su moto, detrás de él. Las mismas que llevaban minúsculos pantalones cortos y se aferraban al torso y a las piernas forradas de kevlar de Hamish. Intenté imaginarme agarrada a él. Me había invitado a subir en más de una ocasión, pero siempre me había negado. «Está loco por ti», me dijo Natalie una vez, y ambas nos echamos a reír, de camino a una de nuestras clases de gimnasia despiadada, mientras Hamish salía disparado en dirección contraria montado en su mortífera máquina japonesa.
Tenía los labios fláccidos, ridículos, jóvenes. Lo agarré por la cabeza y lo empujé hacia mí para besárselos. Comenzaba a sentir todo su peso, sus huesos contra los míos. Me habría gustado que hubiera sido diferente, haber podido tirarme al hijo de mi mejor amiga sin tener que ser tan consciente de ello. Entonces me dejé llevar, con decisión, convencida de que pensar no iba a llevarme a ninguna parte. La moralidad era una red de seguridad inexistente. Todo aquello, lo que había hecho y lo que estaba haciendo, no me acercaba peligrosamente al borde de ningún precipicio. Yo ya había saltado.
Tiré hacia arriba de su camiseta y Hamish, separándose durante unos segundos de mi cuerpo, se la quitó por la cabeza. Era hermoso, tenía el pecho musculoso y definido, pero su belleza tenía que ver con su juventud, con la vida que todavía tenía por delante, más que con cualquier otra cosa. Sentí una punzada de arrepentimiento.
Aparté la mirada de su cara y me desabroché el pantalón. Hamish se precipitó a ayudarme y se golpeó la cabeza contra la parte interior de la puerta. Hizo un espantoso ruido hueco. Pensé en la caída que la señora Leverton había sufrido delante de su casa seis meses atrás. En cómo había llamado a mi madre a través de los arbustos para que fuera a ayudarla. En cómo las enemigas se habían unido fugazmente. Ambas estaban desesperadas por seguir viviendo solas en sus casas.
La señora Leverton opinaba que yo era una degenerada, una esposa fracasada que se ganaba la vida posando desnuda, pero en realidad, en cierto sentido, envidiaba a mi madre. La señora Leverton tenía un hijo dispuesto a hacerlo todo por ella, pero «todo» se traducía en un hogar de ancianos anexo a una residencia con un programa de tratamiento más bien caro. «Todo» consistía en allanarle el terreno a la muerte a golpe de talonario. Su hijo pretendía cubrir de oro el camino hasta su tumba, cuando lo que ella realmente quería era que la dejaran morir en su casa.