Catalina la fugitiva de San Benito (14 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—Con el debido respeto, padre mío, creo que estoy perdiendo un tiempo precioso y, si bien entiendo que muchas de las disciplinas que me imparte fray Anselmo son importantes, hay otras cosas que a un soldado le son mucho más útiles y a las que no les dedico atención suficiente, dado que yo no quiero ser bachiller ni clérigo.

Don Benito de Cárdenas, tras un meditado silencio, respondió:

—Prestad mucha atención a lo que voy a deciros, Diego: seáis soldado, clérigo, corregidor o lo que fuere, que muchas cosas fueron los antepasados que antes que vos dieron lustre al noble apellido de los Cárdenas, lo que sin duda seréis a su debido tiempo es marqués de Torres Claras, y eso os obliga y mucho. Y también, a su debido tiempo, iréis a la Corte y estaréis, sin duda, cerca del gran cristiano que es nuestro rey Felipe IV. Allí tendréis que mostrar vuestro ingenio y vuestros conocimientos, y os daréis cuenta de que en los salones del alcázar no se pelea... y en los torneos y en las justas de palacio no se utiliza espada ni rodela, sino que el dardo es la palabra y el mosquete es menor arma que un soneto. Por lo tanto, no sólo no dejaréis las lecciones de fray Anselmo, sino que a su debido tiempo contrataré a un maestro de danza que completará vuestra formación y, aunque no lo creáis, el tiempo os enseñará que una pavana o un rugiero
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gentilmente bailado con una dama de alcurnia puede ser infinitamente más provechoso que una lección de esgrima y, desde luego, y eso lo comprobaréis en su momento, mucho más agradable.

—Pero entonces, señor, ¿cuándo iré a la Corte?

—Aún no es tiempo, Diego, yo os diré cuándo. Y conste que no me guía el egoísmo de teneros junto a mí, siendo como sois mi único hijo y siendo como soy un viudo recalcitrante, sino el máximo provecho para el futuro de vuestra vida, que es en esta circunstancia lo único que me ocupa.

—¡Pero, padre! Con el debido respeto, tengo ya dieciséis años y Alejandro Magno, a mi edad...

—Alejandro Magno a vuestra edad no hacía otra cosa que obedecer a Filipo de Macedonia, que era su padre y que lo recluyó varios años junto a Hefestión, Perdicas Cratero y compañía dando clase todos los días con Aristóteles, al que creo mucho más denso y exigente que fray Anselmo, y eso precisamente es lo que vais a hacer vos: obedecerme sin rechistar. Y no admito ni un punto de réplica, ya que en lo tocante a vuestro beneficio soy intratable y en nada voy a transigir. Id pues sin dilación a vuestra clase de humanidades, que hora es ya de que dejemos este discurso que doy por concluido.

Tras esto decir, don Benito de Cárdenas se caló sus anteojos e hizo como si centrara su atención en el documento que tomó de la mesa, aunque en verdad lo que hacía era observar por el rabillo del ojo la actitud y el talante de Diego ante su negativa de complacerlo.

La feria de Carrizo

La feria de Carrizo de la Ribera era famosa en toda la comarca. Se celebraba, año tras año, el diecinueve de agosto por san Magín, y a ella acudían no sólo todos aquellos que tenían algo que vender, comprar o mercar en la provincia, sino también aquellos a los que las aglomeraciones de gentes y las multitudes festivas convenían a sus negocios, charlatanes, sacamuelas, titiriteros, vendedores de pócimas o ungüentos milagrosos, falsos lisiados, mendigos y toda la barahúnda de picaros malandrines y amigos de lo ajeno que componían la variopinta fauna de a pie en aquella España de Felipe IV. A la feria también acudían mozas solteras algo entradas en años, a las que la edad de merecer se les estaba pasando, y viudas de mejor o peor ver, ya que el santo tenía fama de casamentero.

Los tenderetes se instalaban en la calle Mayor, uno junto al otro, bajo los soportales de las casas, dejando únicamente el paso libre cuando el dueño de un mesón, de un figón o de un garito donde se vendía vino o se jugaba a las cartas ponía el grito en el cielo quejándose de que se impedía al personal el acceso a su establecimiento; a veces se llegaba a buen acuerdo y otras terminaban a golpes, con algún que otro moretón y la mercancía del comerciante desparramada por los suelos, circunstancia que invariablemente era aprovechada por los aliviadores de lo ajeno, sirleros
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y cortadores de bolsas
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. Éstos aprovechaban el tiberio para pescar a río revuelto, hurtando si podían las mercancías desperdigadas y si no los bolsillos de los que se afanaban en recogerlas, sin que ello fuera obstáculo para que entre ellos también intentaran perjudicarse de tal manera que la cosa terminaba con la presencia de los corchetes con el alguacil al frente, que restablecían el orden a golpes de chuzo o llevándose a los más revoltosos.

Por la mañana y tras la celebración de la misa mayor, se sacaba en andas la imagen del santo y se bajaba hasta el río a fin de que propiciara las cosechas y protegiera a los cultivos de las heladas; luego se soltaban los toros, que iban desde su encierro hasta el corral preparado al uso y que estaba ubicado al lado de la plaza Mayor, donde por la tarde dos caballeros los lidiarían y les darían muerte. El trayecto era el divertimento de los mozos, que corrían con ellos en tanto desde los balcones y tras las vallas que guardaban la carrera de los cornúpetas un público bullanguero y festivo lanzaba a su paso toda suerte de hortalizas y productos deteriorados, tomates, frutas, huevos, y que al rato hacían la calle intransitable por resbaladiza y la convertían en un barrizal; había carreras, empellones y alguna que otra cornada, pero todo se daba por bueno para honra y prez del santo patrón.

Un rico hacendado de la región corría con los gastos del festejo, y era honrado por sus conciudadanos portando en la procesión el pendón de san Magín. En tiempos anteriores tal honor recaía invariablemente en un noble, pero en la actualidad, dada la escasez de peculio de mucho hidalgo y al pujante poderío de los grandes comerciantes en aquella primera mitad del siglo XVII, habían cambiado mucho las cosas y el rey, pese a las quejas de mucho noble, había repartido títulos a gentes plebeyas que blasonaban sus escudos con doblones en vez de con hechos de armas. Era famosa la respuesta que recibió uno de ellos por parte del valido del monarca, que le dijo: «Pagad vuestra vanidad si queréis sostenerla y dejad que florezca la ajena, por cierto bien merecida, que todos somos hijos del mismo Dios. Y no olvidéis que al rey le son mucho más útiles los escudos que pueden ir a sus arcas para el mantenimiento de la honra de España que los apolillados de ciertos nobles que solamente lucen en sus blasones heráldicos, con sus armas.»

Alonso Laínez había obtenido del rey una baronía. Comerciaba en cueros y paños y había tenido la visión de hacerlo con Cataluña, cuando al finiquitar la tregua de los doce años intuyó que el comercio con Flandes se iba a desmoronar. Era deudo de don Benito de Cárdenas, marqués de Torres Claras, que fue su valedor ante el conde duque de Olivares, cuando él demandó la obtención de un título que después recaería en su hijo y posteriormente en su nieto, cuando lo hubiere, y a partir de la tercera generación nadie osaría discutir su plebeyo origen ni su humilde procedencia. Aquel año había recaído sobre sus hombros el honor de portar en la procesión el pendón de san Magín y, por ende, era él el pagano de los festejos. Los toros procedían de Salamanca y el invitado que junto con su hijo iba a lancearlos era el unigénito de su valedor, el marqués de Torres Claras.

Diego y don Suero, acompañados por cuatro criados y un paje, componían el grupo que habiendo salido de Benavente tres días antes pretendía llegar a Carrizo la tarde anterior al festejo con la finalidad de echar el ojo a los toros que habrían de lancear, pernoctar en la casa de su anfitrión y deudo de su padre, conocer al hijo de éste, que iba a ser su compañero de lidia, y pasear a la postre por la afamada feria de Carrizo de la Ribera. El camino pasaba por Astorga, que distaba unas ocho leguas de Benavente, donde se habían detenido con el fin de hacer noche para rendir visita de cortesía a su excelencia reverendísima don Bartolomé Carrasco, secretario provincial del Santo Oficio y presidente honorario de todos los consejos de protectores de los conventos benedictinos. El grupo se acomodó en la mejor posada de Astorga; los criados y las caballerías, que eran nueve, en las cuadras, y don Diego, don Suero y el paje a su servicio en las mejores habitaciones que podía ofrecer la posada. Ésta, estando junto al palacio episcopal y siendo muy frecuentada por clérigos distinguidos, gozaba de unas comodidades y un lujo poco frecuentes en los establecimientos que dedicaban su quehacer al alojamiento de viajeros transeúntes y peregrinos. La caravana no pasaba, precisamente, inadvertida; la cantidad y calidad de los animales, el lujo de sus arreos y el porte de los jinetes hizo que, a la media hora de su llegada, el doctor Carrasco tuviera cumplido conocimiento de quiénes y cuántos eran los viajeros que habían arribado a Astorga. Diego y don Suero montaban sus cabalgaduras de siempre, los criados y el paje tres buenos y resistentes animales para el camino, y el equipaje iba cargado a lomos de dos poderosas mulas de buen tranco y carácter tranquilo, pero lo que realmente llamaba la atención eran cuatro finas jacas árabes nerviosas y de preciosa estampa preparadas especialmente para la lidia de toros y que, sujetas por el bocado al arnés de los caballos de los servidores, braceaban y piafaban orgullosas, sabedoras de la admiración que despertaban en gentes poco acostumbradas a ver cabalgaduras de tan soberbia estampa.

Luego de que todo estuviera en orden y los caballos descansando, porque de Astorga a Carrizo mediaban por lo menos otras cuatro leguas, Diego y su ayo se dirigieron a pie a la residencia del secretario provincial. Allí, tras presentarse, decir quiénes eran y de parte de quién venían, fueron introducidos en una amplia y lujosa cámara en la que ya se encontraba una visita a la espera de ser recibida, tal como ellos, por el secretario general.

Diego no recordaba en la evocación de su joven vida persona alguna que a primera vista le causara, sin saber por qué, tal desazón. Era alto, seco como un huso, la cabeza muy alejada del cuerpo debido a su largo cuello, la tez extremadamente blanca, una nariz desmesurada y prominente que recordaba el pico de un ave de presa y el pelo, al nacer muy atrás, hacía que su frente abombada limitada por unas cejas muy espesas se cerniera como una cornisa sobre sus glaucos ojos; rematando el conjunto, una cicatriz pálida que le cruzaba la mejilla izquierda desde la oreja hasta la comisura de la boca, y que apenas disimulaba la larga patilla y el espeso bigote, hacía imborrable el recuerdo del individuo.

Un ujier se asomó a la puerta de la cámara y con un seco golpe de la contera de su vara contra el maderamen del suelo nombró al otro visitante.

—¡Don Sebastián Fleitas de Andrade!

El individuo al oír su nombre se levantó, tomó del brazo del sillón su capa y requiriendo un cartapacio que había dejado en la mesa y tras hacer una leve inclinación de cabeza, siguió al eclesiástico.

—Como para encontrarlo en noche cerrada en medio de un callejón... —comentó Diego.

—Realmente su aspecto no es en verdad muy tranquilizador... ni invita, particularmente, a confiarle la hacienda. Aunque su rango debe de ser importante. Observad que lo han hecho pasar antes que a nosotros —observó don Suero.

Las tres mujeres

María Lujan acompañaba a su marido a la feria de Carrizo. Éste, rentero de don Martín de Rojo, conducía una carreta tirada por un viejo mulo en la que transportaba todos los productos que pensaba mercar: dos sacos de nabos, dos de cebollas, uno de manzanas verdes, dos cochinos engordados con bellota y su más preciado tesoro, un saquito de trufas que obtenía de una zona del bosque por él conocida y que, año tras año, rastreaba pacientemente acompañado de un cerdo con bozal y traílla; el animal, hocicando y hollando el mantillo, iba desenterrando las carnosas y perfumadas setas que luego, en el mercado de la feria, alcanzaban un precio exorbitante. María tenía una familia muy querida en Carrizo, ya que había asistido a los cuatro partos de la mujer y de ellos habían sobrevivido dos varones y una hembra. Vivían en una esquina de la calle Mayor con la del Bachiller Fernando de Rojas, y varios días antes de la feria reservaban, mediante el conocido pago al alguacil, el tramo correspondiente a la fachada para que ella y su marido pudieran colocar el tenderete el día anterior a la fiesta.

Leonor, la doncella de doña Beatriz de Fontes, acudía a Carrizo desde Quintanar del Castillo; se apretujaba, contenta y esperanzada, al fondo de la galera junto a doce pasajeros más, que llevaban el mismo destino.

Iba feliz a cumplir la promesa hecha a san Magín, del que era muy devota, ya que a punto de cumplir los treinta años y tras muchas novenas y rezos había conseguido un marido que, aunque algo tarde, era mejor que nunca.

Era éste un viudo, que frisaría la cuarentena, con un hijo pequeño, vecino de Carrizo, al que su oficio tenía siempre en los caminos pues hacía la posta oficial por la zona de León a Benavente o a Astorga, cuando no era requerido para viajes de índole reservada o correos privados.

Lo conoció a través de Casilda, el ama de cría de Álvaro, que tras cuatro años de vivir en Quintanar en casa de los Rojo había regresado a San Benito, pero a la que de vez en cuando veía ya fuere porque acompañara a doña Beatriz, su ama, a visitar a su prima la priora, o bien porque Casilda, con el benedicite
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de la misma se desplazara a Quintanar a fin de ver a Álvaro, el niño que amamantó. El caso fue que una de tantas veces salieron ambas a dar un paseo y a comprar unas randas y unos encajes por encargo de doña Beatriz, cuando Marcelo, que así se llamaba el viudo, reconoció a Casilda y la llamó. Se adelantó la mujer y tras charlar un rato le dijo que tenía que marcharse pues estaba con una amiga y no se podía entretener; el otro indagó y así se conocieron. Luego regresó el hombre varias veces a visitarla y Leonor, con la aquiescencia de su ama, se vio con él; después el párroco de Carrizo envió referencias de él al confesor de doña Beatriz, avaladas con el sello del Santo Oficio, que surtieron un excelente efecto, al punto de que rápidamente se redactó el acuerdo prematrimonial en el que se decía que, a más tardar, el enlace se llevaría a efecto antes de la Natividad del Señor de aquel mismo año.

Iba Leonor metida en sus cosas en tanto la galera crujía y traqueteaba a causa de los agujeros y piedras del camino. Había esperado ilusionada aquel día. Iba a cumplir con el santo y a conocer, por fin, al hijo de Marcelo. La feria era famosa en todo el entorno y se encontraría con Casilda, que a instancias de doña Beatriz había ampliado el permiso de la priora para acudir; se alojaría en casa de una familia que le había proporcionado el párroco de Carrizo y que le cobraría por los tres días un real de vellón de una habitación que por las fiestas bien hubiera podido sacar el doble. Y por primera, y quizás última vez en su vida, vería correr los toros, divertimento principal de la corte de Madrid y que las gentes de los burgos pequeños conocían únicamente de oídas.

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