Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
—¡Adelante, pase!
—Con el permiso de vuecencia.
Se abrió la puerta y apareció el zagalón que anteriormente había visto en el patio del monasterio montado en un pollino, de menos edad que él pero mucho más robusto, llevando al hombro su bolsa de viaje y quedándose, al verle, en el quicio de la entrada.
—¡Pasad! No os quedéis ahí... Y apead el tratamiento, no me hagáis viejo antes de hora con el «vuecencia».
—Como mandéis.
—Pero ¡pasad! Dejad sobre el lecho la bolsa que os va a impedir crecer.
Blasillo hizo lo mandado y luego más desembarazado añadió:
—He dejado la alforja en la habitación del caballero que ha llegado con vos, que dice que os diga que él va a esperar que la priora tenga a bien recibirle y que me ponga a vuestra orden para lo que hayáis menester.
A Diego le agradó al punto el talante y la presencia del zagal.
—¿Cómo os llamáis?
—Blas, señor, pero me llaman Blasillo para no confundirme con mi señor padre, que se llama igualmente y que es el cochero y jardinero de las monjas.
—Está bien, Blasillo. Primeramente me gustaría darme un baño, y luego comer alguna cosa.
—La comida ya la ha dispuesto sor Gabriela para cuando queráis, y el baño os lo preparo de inmediato.
Blasillo conocía perfectamente los aposentos, ya que siempre que se alojaba algún huésped, invariablemente él hacía las veces de paje. Se introdujo en la pieza adjunta y al instante salió con el gran jarro en las manos.
—Voy por agua caliente y vuelvo como el rayo.
—No os apuréis por el encargo, que tras tres jornadas de camino no me vendrá de media hora.
—¡Seré como el viento, sire!
El zagal abrió la puerta y partió raudo como una centella, no sin cerrarla tras de sí. Diego se quedó unos segundos pensativo. Jamás iba a olvidar aquel maravilloso viaje en el que tantas nuevas experiencias había vivido, y pensó qué méritos había contraído y qué buena estrella alumbro su nacimiento para ser quien era y no el avispado muchacho que le estaba sirviendo. Apenas había colocado sobre el lecho la ropa que se iba a poner y ordenado en el arcón la restante, cuando ya el zagal estaba de vuelta. Traía en una mano el jarro con agua humeante y en la otra una gran toalla blanca esponjosa y tupida; se aproximó a la bañera de cinc y escanció el humeante líquido en su interior, luego fuese al perchero y colgó la toalla.
—Si la encontráis demasiado caliente, voy a por fría.
Diego se había desnudado y había metido el pie.
—No, está bien así. Llevaos la ropa sucia para que la laven y regresad.
—¿No deseáis que os restriegue la espalda?
—Bueno, hacedme la merced.
Blasillo se tomó el asunto al pie de la letra y, quizá con un exceso de amor propio, tomó una raíz de cardencha que servía para el menester y, tras mojarla en el agua y frotarla en el jabón que fabricaban las monjas, comenzó la tarea con tal celo que Diego se resintió.
—¡Pardiez! ¿Qué entendéis vos por restregar? A eso lo llamo yo despellejar. Dejadme a mí, ya me las arreglaré yo solo.
—No vais a poder con esa mano. ¿Estáis herido?
—No tiene importancia. Id a llevar la ropa sucia. Luego os contaré el lance de mi mano mientras almuerzo y vos me daréis noticias de San Benito, del que mi abuelo fue protector, mi señor padre lo es y yo lo seré sin duda, cuando sea tiempo y si Dios quiere, dentro de muchos años.
—Perdone vuecencia. No era mi intención restregarle tan fuerte, pero me sobra buen deseo y me falta práctica, ya que acostumbro a hacerlo a las caballerías y tal vez se me ha ido la mano.
—Sin duda mi corcel habrá quedado servido con vuestro trabajo, pero prefiero que vayáis al mandado de la ropa que, repito, yo me arreglo solo.
Volvió a partir el zagal pensando en lo afortunado que era por haber tenido aquella tarde la ocasión de tratar a persona de tal alcurnia y condición, amén de, por más fortuna, su aproximada edad. Ello le permitía conversar con él, cosa que jamás le había acontecido con clérigo alguno o caballero de los que acostumbraban a visitar San Benito. Todo lo cual hizo que se esmerara en el encargo para regresar al punto.
—¿Y decís que os atacaron de noche y que vos os desembarazasteis de uno de aquellos malandrines tirándole a la faz un tizón encendido?
—Sí, así fue, y ésa es la razón de que tenga la mano chamuscada, como habéis podido observar en el baño.
Estaban ambos en un pequeño comedor destinado a los protectores y Diego daba buena cuenta de un surtido de viandas que habían salido de las retortas y de los calderos de sor Hildefonsa: asado de vaca, una empanada de trucha, perdices estofadas con manzana, frutas confitadas, postre blanco y las consabidas yemas de San Benito.
Blasillo estaba obnubilado, intuía a través de las historias que Diego le relataba que el mundo era mucho más grande que el chato entorno que él conocía. ¡Qué lástima que Catalina no estuviera allí para oírlo con él! Tras escuchar completo el relato del viaje de Diego, Blasillo se creyó en la obligación de explicar algo para que el otro viera que a él también le ocurrían cosas.
—Pues aunque os parezca imposible, lo que os voy a relatar es cierto como que estoy aquí platicando con vos.
—Decidme, os escucho.
—En el convento hay una doncella prisionera y, si no fuera por mí, habría muerto de hambre.
—No os creo. Esto es un convento, no un castillo con mazmorras.
—¡Os lo juro por la cruz de san Andrés!
Diego lo miraba incrédulo.
—Esta noche he de llevarle alimentos. Si no me creéis, podéis acompañarme.
—No se hable más, ¿a qué hora vendréis a recogerme?
—Cuando el sol se ponga, haré el canto del búho bajo vuestra ventana; oiréis al punto cómo me responden. Entonces saltad, hay poca altura; luego podréis subir de nuevo fácilmente. Vendréis conmigo y os podréis cerciorar de que no os miento.
—Si es tal como decís, ¡por Dios vivo que la libraré de su encierro! Llevaré conmigo mi filosa y mi vizcayna, ¡y hay del villano que salga a mi encuentro! Puede darse por muerto.
Diego, inflamado por el espíritu de los libros de caballería a los que tan aficionado era, se sentía ya como Amadís de Gaula. Se levantó de la mesa y, dirigiéndose a Blasillo en tono solemne, declaró:
—Voy a velar mis armas, y a prepararme para el lance. Os espero a la anochecida. ¡Dios se apiade de vuestra alma si no venís a buscarme! —Y tras esto decir, se alejó a grandes zancadas.
Blasillo sintió de repente que se había excedido, pero pensó que la suerte estaba echada y que ya no cabría retroceder. Entonces su espíritu práctico se impuso. Recogió lo mejor de las viandas que Diego no había consumido y las guardó como mejor pudo en los profundos bolsillos de su jubón, con el fin de llevárselas a Catalina. A continuación retiró el servicio de la mesa y se dirigió a las cocinas para dejar los platos; luego se llegó a las cuadras para ver de nuevo al corcel negro y hacer tiempo antes de que el sol llegara al final de su diurna carrera y se pusiera tras las montañas, desparramando sobre el monasterio una luz rojiza y mortecina que iba cediendo terreno a la noche, la cual lentamente ganaba la partida.
Catalina desesperaba. El día de encierro había transcurrido lento y espeso cual aceite de oliva salido de la primera prensa. Únicamente habían interrumpido su monotonía los dos intentos de la madre Úrsula, uno al mediodía y el otro por la tarde, de introducir en su celda a través del torno alimentos, en honor a la verdad cada vez más tentadores, a fin de que interrumpiera su falsa huelga de hambre. La tentación no fue tal, ya que la verdad era que no tenía apetito alguno y se pudo dar la satisfacción de devolverlos, intocados, por el mismo conducto. Se había racionado prudentemente las provisiones que el día anterior le había proporcionado Blasillo, pero al no tener mejor cosa que hacer comía todo el día, y en aquel instante su joven estómago reclamaba con insistencia que le dieran algo, aunque a esas horas ya no había de qué. Esta situación la incomodaba y la tenía inquieta. La tarde declinaba y la luz fue dando paso a las sombras. Catalina tomó la piedra de fósforo y la yesca que le habían suministrado y, tras prender esta última frotando la primera contra la pared, la aproximó a la mecha del candil y consiguió encenderlo; cuidó la pequeña llama con el cuenco de la mano y cuando, ya crecida, levantó el candil en alto, un círculo de luz tembloroso y amarillento fue ganando la estancia. Todo era desmoralizadoramente igual, y cuando ya el desánimo ganaba su espíritu la llamada del canto del búho llegó hasta ella lejana y, sin embargo, nítida. Llegóse Catalina hasta el tragaluz, colocó su mano izquierda de perfil junto a sus labios con los dedos apretados y, soplando, emitió su respuesta que atravesó la noche.
Blasillo, unos minutos antes había alcanzado el pie del cuadrado torreón donde se ubicaba la ventana correspondiente al cuarto de Diego, y nada más hacerlo lanzó su contraseña. El joven aprendiz de caballero andante esperaba inquieto el reclamo y al oírlo se colocó a caballo en el alféizar. Tras lanzarle a Blasillo el tahalí de su espada y su vizcayna, ató una cuerda que llevaba en su equipaje a la base de la columna que dividía la ventana para tener donde agarrarse al regreso y la lanzó al vacío. Después, aprovechando una hendidura en la piedra y el saliente del desagüe de una pequeña gárgola, mediante un par de ágiles movimientos se plantó de un salto al costado del otro; apenas aterrizado, le indicó con el índice colocado sobre los labios que no hiciera ruido alguno que pudiera delatarlos.
—Mi ayo está con la mosca tras la oreja. Le he dicho que no me encontraba bien, que me dolía la mano, que no estaba en condiciones de manejar los cubiertos con destreza para cenar con la priora y que no tenía apetito. Sé que le ha preocupado y contrariado mi decisión, pero nuestra diligencia no admitía dilación alguna. Estáis de acuerdo, ¿no es verdad?
—Claro es, señor.
En aquel instante la respuesta de Catalina sonaba por segunda vez en la noche.
—¿Habéis oído?
—¡Como hay Dios! Dadme mi espada y mi daga, que para luego es tarde.
Como dos sombras partieron ambos. Blasillo abría la marcha indicando el camino y Diego, pegado a su huella, lo seguía intentando perforar la oscuridad a uno y a otro lado; parecían, talmente, dos conspiradores que temieran una emboscada. Injertados más que pegados a la pared, doblaron la esquina donde se hallaba la celda de Catalina, y al hacerlo el cierzo de la noche les golpeó el rostro. Al final del muro, a ras de suelo se divisaba un tenue resplandor que salía del tragaluz de la celda de la muchacha; Blasillo se volvió hacia el otro.
—Esperad que os haga una señal desde la luz y, cuando la veáis, acercaos sigilosamente.
Diego asintió con una breve inclinación de cabeza, se incrustó en la yedra del muro embozado en su capa y se dispuso a esperar.
El zagal se adelantó y en llegando al tragaluz se puso a cuatro patas. Catalina estaba sentada en el catre, con la vista fija en el rectángulo; apenas apareció la cabezota de su amigo, los ojos le brillaron sonrientes.
—Ya sabía yo que vos no me ibais a fallar.
—Cómo estáis, amiga mía. No he podido venir hasta ahora, he estado todo el día ocupado. Han ocurrido un sinfín de cosas.
—Contádmelo todo, Blasillo, en tanto me bajáis la comida, porque ésta alimentará mi cuerpo mas vuestras noticias lo harán con mi espíritu, que no sé yo qué cosa será más importante.
Blasillo se descolgó el morral del hombro, lo introdujo entre los barrotes de la reja y lo descendió lentamente, sujeto a la cuerda, como la noche anterior. Catalina tomó en sus manos el pequeño zurrón y lo llevó hasta su yacija con el fin de abrirlo. Blasillo esperaba.
—Pero... ¿qué es lo que ven mis ojos? ¿Qué clase de banquete es éste?
—Han llegado al monasterio dos grandes señores, el hijo del marqués de Torres Claras, protector de San Benito, y su ayo. La madre Gabriela me ha puesto a su servicio y yo he hurtado para vos los restos de su comida.
—¡Válgame la Virgen! Y ¿la miel? ¿De dónde la habéis sacado?
—Eso es regalo mío. He ido al bosque a cogerla para vos, y casi las abejas hacen de mí un acerico.
—Sois el mejor de los amigos. Pero en tanto ceno, contádmelo todo. No os olvidéis una tilde ni una coma, que mañana se me hará más corto el día si puedo distraer mi cabeza recordando hasta el más mínimo detalle.
Blasillo relató absolutamente todo lo acaecido a lo largo de la jornada, enfatizando el relato con sus fantasías, que no eran pocas, y adobándolo con los deseos de asombrar a su amiga.
—Y ha dicho que desea conoceros y quiere ayudaros.
—Pero eso es imposible, Blas. —Cuando se ponía trascendente, le retiraba el diminutivo—. Yo estoy aquí encerrada y, según decís, él se va mañana.
—Pero yo soy Merlín el Mago, Catalina. ¡Ved! —Y al decir esto, el zagal, hizo un gesto con la mano.
Al momento, ante los asombrados ojos de la chiquilla, apareció el muchacho más apuesto que imaginarse hubiera podido en sus más disparatados sueños. El único nexo comparativo era el rostro del arcángel san Miguel que ella de reojo admiraba siempre en la capilla; al verlo casi le da un pasmo, le cae de las manos el tarro de miel y arma un estropicio.
De modo y manera, reverenda madre, que quiero dejar clara constancia de que no toleraré tamaña iniquidad. Tal es tener encerrada en tan deplorables condiciones a una criatura de una edad, que no se me alcanza a comprender cuál puede ser la gravedad de su delito para merecer tamaño castigo, y no dudéis que a la vuelta de este viaje daré puntual cuenta de todo ello a mi señor padre, ya que para ello me ha enviado, por si tiene a bien retirar la protección que otorga al convento o, lo que sería más grave, mover sus influencias a fin de que este desafuero no quede impune. ¡Creo que me he explicado con claridad!
Diego, plantado frente a la reverenda madre, había soltado su diatriba ante el pasmo de ella, el asombro de su ayo, que lo contemplaba incrédulo, y la mirada torva de la maestra de novicias. La priora, tras una meditada pausa, se rehizo y sin perder la compostura se dispuso a responder al muchacho. No estaba dispuesta a hacer ante sor Gabriela dejación de su autoridad, y mucho menos perder la protección y ayuda de personaje tan notorio y generoso como era el excelentísimo señor marqués de Torres Claras, así es que se dispuso a hablar.