Catalina la fugitiva de San Benito (16 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Se hizo un silencio expectante, ése que solamente se oye cuando un gran número de personas percibe a la misma vez que algo importante se avecina. El mozo de toriles abrió el portón y a los pocos segundos apareció el toro. Era éste un animal magnífico, berrendo en negro zaino y abrochado de cuerna; cuando el pueblo distinguió la divisa, reconoció un hermano de otro toro que años atrás había dado mucho juego en la misma plaza
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y con el que se divirtieron sobremanera cuando, después de la lidia, el presidente autorizó que, en tanto los encargados desjarretaban al animal cortándole con las hoces los tendones de las patas, el pueblo entero podía descender al albero a tirarle, unos, infinidad de dardos mientras otros lo inmovilizaban sujetándolo por el rabo
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. Entonces estalló el griterío.

Casilda

C
asilda Peribáñez había regresado al convento hacía unas horas, tras el largo permiso otorgado por la priora. A su vuelta, se había detenido en Quintanar del Castillo para saludar a doña Beatriz de Fontes y recabar noticias de Álvaro, al que no había visto desde su ingreso en la Universidad de Salamanca, al tiempo que acompañaba a Leonor hasta la casa de sus señores.

El regreso en la galera se les hizo a ambas mucho mas llevadero, pues tenían mil cosas que comentar sobre lo acaecido en aquellos tres intensos días. Uno de los temas que salió a colación al hilo de su charla fue la cerrazón y el empeño puesto por María Lujan, a la que Casilda había conocido aquella tarde, al insistir en que el fruto que dio a luz doña Beatriz de Fontes, iba ya por los trece años, fue una niña en vez del varón que ella amamantó. El hecho fue relatado a doña Beatriz, y hasta tal punto se afectó la mujer que le dio un vahído que la tuvo traspuesta unos minutos y hubo que suministrarle una tisana de yerbas a fin de que recobrara el color y la compostura. Testigo del suceso fue Leonor, que nada comentó al respecto. En llegando, Casilda se presentó a la priora para agradecerle, una vez más, el trato deferente que con ella había tenido; sor Teresa, que la quería bien, la hizo sentarse en su despacho para que le diera noticias del mundo exterior.

—Vos sabéis que os tengo en gran estima, sois buena y trabajadora y no puedo olvidar que, al fin y a la postre, alimentasteis cuatro años al hijo de mi hermano.

Entonces Casilda, si saber bien por qué, le relató todo lo referente a la comadrona y al empecinamiento de ésta al respecto del sexo de la criatura. En aquel momento la priora cambió de actitud.

—Cuando hablasteis con María Lujan, ¿quién estaba presente?

—Leonor, Marcelo, su futuro marido, y yo misma, madre.

—Y cuando comentasteis el hecho con mi cuñada, amén de vos y de Leonor, ¿había alguien más?

—No, reverenda madre, nadie más, pero... no comprendo el desasosiego de doña Beatriz. —E iba a añadir: «Ni el vuestro», pero su intuición le dijo que era mejor no revolver el cieno.

—No hagáis caso. Mi cuñada desde aquel parto ha quedado algo confusa y a veces su mente tiene obsesiones. Vos, mejor que nadie, sabéis que el fruto de su vientre fue un varón. Si no tenéis vos la certeza, es que la certeza no existe, y la certeza, según los filósofos, es la adhesión a la verdad sin temor a equivocarse. ¿No es así?

—Tiene razón su reverencia. En los años que estuve en su casa, algunas veces se quedaba pensativa, sin proseguir sus labores, como si su cabeza estuviera en otra parte, pero lo de ayer no lo había observado jamás y el pasmo que le sobrevino no fue normal.

—¿Es que le sobrevino un desmayo?

—Así fue. Duró varios minutos, pero es que no he terminado mi relato.

—¡Pues acabad! —añadió la priora con acritud.

Al terminar Casilda, los ojillos de la monja brillaban incisivos.

—Casilda, el Señor nos prefiere silenciosas y recogidas. Todo esto es muy triste y a nadie interesan los desvaríos de mi pobre cuñada, que mucho han hecho sufrir a mi querido hermano. Procurad que esto quede entre vos y yo, y os agradeceré que cualquier cosa que se refiera a este triste asunto la comentéis únicamente conmigo. Al fin y a la postre son cuestiones que sólo atañen a mi familia, y sobre vuestra conciencia cargará el Señor cualquier indiscreción que sea madre de la mendacidad o el falso testimonio que hayan podido partir de vuestra ligereza. Tenedlo en cuenta. Y ahora podéis retiraros.

Casilda salió del despacho de la reverenda madre mucho más confusa de lo que lo estaba al entrar. Sin embargo, decidió apartar aquel controvertido asunto de su mente e ir al encuentro de Catalina.

Desde que entró en el postulantado a fin de prepararse para sus votos, la vida de la muchacha había cambiado radicalmente. Su niñez había quedado aparcada e incluso el recuerdo de Blasillo, en según que ocasiones, se hacía turbio e impreciso. No estaba hecha para la vida de religión, pero no veía otro camino. Se dejaba llevar como las hojas en la corriente del riachuelo que cruzaba el huerto y que ella veía transcurrir bajo el rastrillo metálico cuando, acompañada por las otras postulantas, bajaba a trabajar en las labores del campo. Pero aquellas aguas traspasaban el muro que delimitaba los lindes del convento e iba a alguna parte; en cambio, su vida permanecía estancada como el agua de la balsa y era monótona y sin horizontes y, como la charca, tenía sus sapos. Su mente se negaba a aceptar a un Dios justiciero que castigaba a las criaturas que había creado y las condenaba al fuego eterno por un pecado que, por grave que hubiera sido, estaba delimitado en el tiempo. Su mundo interior era de colores, y no triste y lóbrego como preconizaba sor Gabriela, la maestra de novicias. Catalina seguía la rutina de las demás de un modo mecánico e indolente; no era perezosa y en modo alguno le asustaba el trabajo, pero creía que era una pérdida de tiempo levantarse cuatro veces cada noche para cantar salmos que a nadie aprovechaban. Decididamente no estaba hecha para la vida contemplativa, y de entre todos los libros que le habían hecho leer el único que había conseguido apasionarla fue el de las
Fundaciones
de Santa Teresa de Jesús. Con las demás muchachas no se llevaba mal; mejor naturalmente con unas que con otras, ya que dentro del convento también existían jerarquías y ella no pertenecía a una familia noble, pero tampoco era una recogida. Era algo intermedio e inclasificable, que navegaba entre dos aguas y por lo cual estaba sola. De manera que su gran amiga, desde el día que perdió a Blasillo, fue Casilda. Casilda era su paño de lágrimas y era también su única conexión con la vida exterior. El mundo que llegaba hasta ella a través de las explicaciones de la recogida era el mundo que ella quería vivir y conocer, y entre los muros del monasterio se encontraba tan oprimida que a veces creía que le faltaba el aire.

Dos puntos y aparte había en el convento o, por mejor decirlo, dos polos opuestos: la madre Teresa, la priora, y el sacerdote del convento, el padre Rivadeneira. A la primera, pese a que era rígida con ella, la quería mucho, ya que consideraba que siempre obraba con justicia y jamás la castigaba sin motivo, e intuía algo, un no sé qué, que flotaba entre ambas; en cuanto al confesor... era uno de sus sapos. Ella recordaba con gran afecto a fray Gerundio, al que tanto debía y cuya muerte le afectó profundamente; sin embargo, por más que se esforzaba, algo dentro de su corazón le obligaba a repeler al actual confesor de las monjas de un modo frontal y absoluto. Todo en él le producía rechazo. No le agradaba su aspecto ni cómo indagaba en las confesiones, ni su olor, ni la insistencia de su mirada; sin embargo era consciente de que el hombre intentaba ser amable con ella y cariñoso con todas las novicias y postulantas en general, a las que llamaba «mis cedros del Líbano» y «mis rosiclers de Alejandría». Predicaba desde el pulpito que debían ser naturales y tutearse, como lo hacían sin duda los santos en el cielo, y que aun lo que parecía malo según el criterio de los hombres era bueno si se hacía en nombre de Dios. Algunas novicias estaban tan influenciadas por él que no veían nada que no fuera a través de sus ojos, y las muy predilectas andaban con conciliábulos y risitas entre ellas y sus secretos no los comentaban con nadie.

El reloj de la torre sonó cuatro veces y Catalina se dirigió al emparrado que había tras los lavaderos, pues tenía media hora de tiempo libre y se había citado con Casilda. La mujer apareció puntual. Ella y Catalina habían llegado a ser grandes amigas, con esa amistad que se anuda en circunstancias difíciles y exclusivas. Al igual que lo hiciera con Blasillo, Catalina había establecido unas claves para sus secretas citas; las postulantas, las novicias y las recogidas tenían horarios y espacios totalmente delimitados y jamás coincidentes, excepción hecha de la capilla, pero el peculiar estatus de que gozaba Casilda y la sutil protección que aureolaba la figura de Catalina por parte de la priora posibilitaban sus fugaces e irregulares encuentros. Catalina, al ver a su amiga, saltó desde el borde de la balsa que servía de lavadero y fue hacia ella con el vuelo de su hábito azul recogido y las alas de la blanca paloma de su toca flameando al viento; Casilda, a su vez, tras mirar fugazmente hacia atrás se apresuró hacia ella, y al alcanzarse las dos mujeres se dieron las manos y giraron riendo como chiquillas.

—¡Por Dios! ¡Qué ganas tenía de que llegara este momento!

—¡Yo también, Catalina, yo también!

Ambas amigas se dirigieron a un punto que tenían muy estudiado, bajo la parra y tras la ropa tendida de las monjas, que las ocultaba de curiosas miradas.

—¡No comparéis, Casilda, no comparéis! Vos habéis estado en el mundo y, entre tantas cosas, habréis tenido poco tiempo para dedicarlo a mi persona.

—No lo creáis, querida niña. —A veces Casilda, debido a la diferencia de edad, empleaba con Catalina un tono maternal—. El corazón no sabe de distancias ni de situaciones, y vos sabéis que os llevo siempre en mi corazón.

Ambas mujeres se habían sentado sobre sendas piedras planas que se utilizaban para golpear la ropa con las palas de madera.

—Contádmelo todo, absolutamente todo, incluido aquello que no consideréis importante, desde el momento que dejasteis el convento hasta vuestro regreso.

—Si no os lo abrevio, no acabaremos ni en tres días.

—Bueno, da igual, ya buscaremos otros ratos, pero no os dejéis en el tintero nada importante. Tened en cuenta que para mí todo es nuevo.

Casilda comenzó su relato, que a ratos tenía que ser prolijo y detallado pues según qué cosas eran tan difíciles de explicar a la muchacha como lo es describir un color a un ciego de nacimiento. Catalina vibraba con el viaje, con las gentes y con los sucesos, pero cuando el relato llegó al episodio de la feria de Carrizo, el pregón y los toros, los ojos de la niña se salían de sus órbitas.

—Sí, Catalina, sí, mucho más grandes que las vacas que aquí tenemos y mucho más fieros. Pero no os lo puedo explicar por más que lo intente; tal es su colorido, su emoción y su riesgo.

—¿Y decís que el caballero desde el caballo le va clavando arponcillos y rejones?

—Sí, así es, pero corriendo un gran riesgo, y ha de ser muy esforzado y valiente. Fijaos que nosotras tres y Marcelo estábamos muy atrás, sentados en la última grada, y desde allí se veía un animal inmenso. Ni imaginarme quiero cómo debe de ser desde cerca.

—¿Y entonces?

—Entonces tuve que cerrar los ojos. Todo fue muy rápido. En el palco negro, el del Santo Oficio, hubo un revuelo; fue a ocupar un sillón que permanecía libre un caballero tenebroso. Luego, cuando ya hubo pasado todo, lo miré más despacio: era blanco de piel como una momia y su tez contrastaba con el negro de sus vestiduras, tenía una gran frente que cobijaba a una descomunal nariz y una cicatriz inmensa le cruzaba el rostro. El caballero que estaba lidiando se hallaba en aquel instante junto al palco de la Inquisición y el barullo le distrajo un momento. Entonces la fiera se arrancó, la jaca hizo un quiebro instintivo y se alzó de manos, dando con el jinete en el suelo. La multitud lanzó un ¡ay! Y, cuando ya parecía inevitable que los cuernos del animal lo prendieran, como por ensalmo apareció el caballero que hacía de padrino; éste metió su caballo entre el toro y el muchacho, salvándole de un mal paso terrible. La bestia encelada corneó al caballo y tiró al caballero, cuya pierna derecha quedó presa bajo el peso del animal, que ya no podía levantarse a causa de la herida que le había infligido el toro; tan grande era que por el costurón le salían todas las tripas. Entonces pensamos que iba a suceder lo peor. La gente chillaba y muchas mujeres se tapaban la cara con el manto para no ver, de modo que sólo asomaban un ojo; jamás vi juntas a tantas cantoneras
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. En aquel momento, el joven caballero se levantó y tomando el capotillo de uno de los de a pie se fue hacia la bestia y, tras evitar con un quiebro la embestida, lo embebió en el trapo y lo alejó del caballero derribado; mientras unos alabarderos con las picas en ristre formando un semicírculo, cual si fuera un erizo gigante, lo protegían, otros cuantos intentaban alzar el cuerpo del equino lo suficiente, a fin de que el hombre pudiera retirar su maltrecha pierna de debajo de la cabalgadura.

—¿Y entonces? —Catalina ni parpadeaba.

—Entonces, cuando ya pudo ver que su protegido estaba a pie firme frente al toro, comenzó a gritar como un poseído de Satanás: «¡No, Diego, no. Montad de nuevo!» Ya había entrado en la plaza don Juan Laínez y se aproximaba cuando don Diego de Cárdenas alzó su mano deteniéndolo y, sin dar tiempo a nadie, se volcó con su espada sobre el morrillo del toro que, por milagro de Dios, dobló al instante, cayendo él sobre el animal en tanto la plaza estallaba en...

—¿Diego de Cárdenas habéis dicho?

—Sí, eso he dicho. ¿Sabéis quién es, por ventura?

Catalina, sin responder, formuló otra pregunta:

—¿Sabéis si su padre es protector de San Benito?

—Lo ignoro, Catalina, lo que sí sé es que es marqués de Torres Claras y tiene su residencia en Benavente, porque luego al atardecer fuimos a la explanada a ver a unos cómicos y la gente no hablaba de otra cosa.

—¡Es él! —exclamó la muchacha con énfasis.

—¿Quién es él? Catalina, por la Virgen, no me andéis con enigmas que mis luces son muy cortas.

—¿Recordáis que os he contado mil veces la aventura de los gallos?

—¡Cómo no voy a recordarlo!

—Pues él fue mi caballero. El se enfrentó a la madre Teresa e hizo que me sacaran de mi encierro. Su recuerdo es la más hermosa visión que recuerdan mis ojos de todos los años que llevo aquí dentro.

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