Catalina la fugitiva de San Benito (15 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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En esto andaba su cabeza cuando quedóse adormecida en un ligero duermevela como el resto de los viajeros, excepto dos niños que comentaban asombrados todo lo que veían sus ojos, y a su mente llegaron viejos recuerdos de aquel lejano día de su vida en el que perdió su doncellez. ¿Debía o no hablar de ello a Marcelo? Decidió guardarlo siempre para ella; temía demasiado perderlo y únicamente ella sabía cómo sucedió todo. Don Martín, a través de todos aquellos años, jamás había vuelto a intentar nada con ella y lo sucedido fue un hecho aislado por el que el hidalgo había dado cumplidas muestras de arrepentimiento. Leonor no sentía rencor alguno hacia él y cierta estaba de que nadie lo entendería.

El restallido del látigo del cochero que arreaba a las mulas la trajo de nuevo al mundo real y al cabo de poco tiempo, entre la algarabía del personal y los silbos y gritos del postillón, se detuvo la galera en el figón principal de Carrizo donde tenía su parada habitual. Fueron todos descendiendo, teniendo buen cuidado de sus pertenencias. Leonor se encontró en medio de la calle, con su cesto y su hatillo y sabiendo que Marcelo no la iba a esperar pues no llegaba hasta la noche de León.

Una muchedumbre iba y venía a sus quehaceres entre gritos de los carreteros que pretendían abrir camino para sus carros y empujones de los zagales que intentaban ganarse unas monedas ayudando a quien lo necesitara a llevar sus bultos y paquetes. Leonor, del bolsillo de su saya, extrajo una nota donde tenía escrita la dirección de su alojamiento y, aunque lo tenía fijo en la mente, lo quiso releer. Decía así: «Familia de Matías Álvarez; calle Mayor, esquina a la del Bachiller Fernando de Rojas.»

El día amaneció muy temprano para María Lujan y para todos aquellos que no habían ido precisamente a Carrizo con el fin de deleitarse en la feria. Cuando la multitud festiva de posibles compradores invadiera las calles, todos los que habían acudido a vender o a mercar debían tener expuesta su mercancía; los tenderetes se iban levantando, uno junto a otro, y por un quítame allí un palmo se podía armar un Dios es Cristo
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en menos tiempo que el que se tarda en decirlo. Los corchetes y el alguacil no daban abasto intentando poner orden entre aquella barahúnda beligerante y únicamente la amenaza de llevarse conjuntamente a ambos litigantes y a sus mercancías conseguía que hubiera paz entre ellos y que los espacios se fueran respetando.

Cualquier cosa que pudiera hacer falta a una familia se encontraba en la feria: chapines, escarpines, borceguíes, zuecos, botas para los pies, paños de Béjar, pellizas de Valladolid y armas de Toledo, sayas, camisolas, cofias, alamares, cintillos, facas albaceteñas y aperos de labranza de León.

Los productos del campo y los animales tenían sus lugares respectivos; ése era el principal motivo por el que María Lujan acompañaba a su hombre, ya que al haber engordado dos cochinos para venderlos, éstos no podían estar con los nabos, las cebollas y las trufas en el tenderete que en la confluencia de la calle Mayor con la del Bachiller Fernando de Rojas había levantado María bajo los soportales, junto a la pared de la casa de sus amigos. Tres tablones de madera de pino, armados sobre dos caballetes y cubiertos con una tela que en tiempos fue roja y a través del uso había devenido en carmesí le hacían de mostrador, y sobre él dispuso sus productos intentando que aparecieran lo más tentadores posible.

Los compradores más madrugadores iban invadiendo poco a poco las calles, y una riada humana se desplazaba lentamente frente a los puestos cual lava de volcán, e imposible parecía que los que se detuvieran a comprar no fueran engullidos por el remolino de la corriente de todos los demás.

María no quitaba el ojo de su mercancía porque entre las buenas gentes se movían los cicateros cortadores de bolsa y santiguadores de bolsillo
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, hermanos todos de la misma cofradía que, en estas circunstancias, hacían su agosto; ya su marido la había advertido de que en el caso de que algún corredor
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le hurtara algo no dejara el puesto, ya que al trabajar en reata el socio no esperaba otra cosa que, al perseguir a su pareja, le dejaran el campo libre. En aquel instante la riada humana pareció detenerse justo en su esquina porque el pregonero, tras el preceptivo toque de corneta, se iba a dirigir a la multitud; su voz poderosa resonó en los soportales de la calle y se hizo perfectamente audible.

—De orden del señor corregidor y con la aquiescencia del consejo de la villa se hace saber: que los horarios y los acontecimientos que en honor de su santo patrón, san Magín, se desarrollarán en el día de hoy en ésta, su villa de Carrizo de la Ribera, serán los siguientes:

A las nueve horas, misa mayor y solemne
Te Deum
en la iglesia de San Magín.

A las diez y media, procesión del santo. A las doce, encierro de los toros regalados por el excelentísimo señor don Alonso Laínez, pendonista mayor de este año, y que irán desde el apartadero, y por la calle de la Beata María Espina, hasta los corrales ubicados tras la plaza Mayor. A las dos y en la susodicha plaza serán lanceados y muertos por los caballeros don Juan Laínez y don Diego de Cárdenas, invitado de honor de las fiestas, ejerciendo de padrinos de lidia don Suero de Atares y don Marcos Infante. A las cuatro, en el tablado preparado al efecto en la Explanada del Obispo y tras el permiso correspondiente expedido por la Junta de Festejos, la Compañía de Ignacio Pinedo, al frente de la cual figura la reputada cómica Francisca Baltasara, representará el auto sacramental de don Pedro Calderón de la Barca,
La hidalga del valle,
que en el mes de marzo de este mismo año y ante su graciosa majestad, nuestro rey Felipe IV, cuya vida guarde Dios muchos años, se representó en el Corral del Príncipe de Madrid. A continuación y en la anochecida y en la misma explanada habrá fuegos de artificio.

Y para que así conste y por deseo expreso del señor corregidor, lo hago saber en Carrizo de la Ribera a dieciocho de agosto, fiestas de san Magín del presente año.

Un bramido que exteriorizaba el alborozo de la multitud atronó el espacio; en aquel instante alguien rozó levemente el hombro de María Lujan y ésta se volvió sin dejar de controlar por el rabillo del ojo su mercancía.

—¡Leonor! ¡Qué alegría de veros... y qué encuentro tan afortunado e impensado!

Las dos mujeres, que se conocían hacía años, se besaron, y gratamente sorprendidas comenzaron a preguntar al unísono por los motivos que habían traído a la otra a la feria.

—He venido, principalmente, a conocer al hijo de mi futuro esposo.

—¡Qué me decís! ¿Os vais a casar?

Leonor explicó a María Lujan los pormenores de su relación con Marcelo, la viudedad de éste y los detalles de cómo y cuándo había sucedido todo.

—Y ¿quién es esa Casilda que tan bien os hizo de mediadora?

—Fue el ama que crió a Álvaro, el hijo de don Martín de Rojo y de mi señora, doña Beatriz de Fontes.

—No me estaréis insinuando que doña Beatriz volvió a concebir...

—No, no. Es el hijo que el doctor Gómez de León y vos ayudasteis a traer al mundo va ya para trece años.

María quedóse unos instantes pensativa.

—Si la memoria de la evocación del suceso no me es infiel, doña Beatriz parió una niña.

—No, María, habéis traído tantos niños al mundo que vuestra memoria se confunde. Tuvo un hijo y Casilda fue su ama. Si lo dudáis, ella estará hoy aquí para cerciorarlo.

La Lujan calló un momento, pero a continuación insistió.

—No, en parto menos importante me podría confundir, pero en el caso que nos ocupa todavía recuerdo que doña Beatriz le dijo a su esposo: «Perdonadme, no sé engendrar varones.»

—Lo siento, María, os flaquea la memoria. Yo crié al niño y, menos amamantarlo, lo hice todo. Ahora está en Salamanca estudiando para bachiller.

María no cejaba.

—Leonor, no me equivoco. Recuerdo perfectamente aquella noche... incluso recuerdo que la criatura tenía bajo la tetilla una mancha escarlata en forma de ojo lagrimeante.

La que quedó en esta ocasión en suspenso fue Leonor.

—¿Qué os pasa? ¿Quizá recordáis algo?

—No, nada. La criatura fue un niño, de esto no tengo duda.

—¿Y entonces?

—¡Entonces nada, María! Sois, más que obstinada, terca. ¡Dejadlo ya!

La corrida

La plaza Mayor estaba atestada de público. Una valla de troncos delimitaba su perímetro, y tras ella y en unas gradas de madera se agolpaban los afortunados; detrás de éstos la multitud se apelotonaba a pie firme a fin de no perderse el acontecimiento. En las barandillas de los balcones que daban a la plaza, las familias pudientes habían colocado mantones y tapices para dejar en buen lugar su honra. Dos baldaquines sujetos a la pared por la parte posterior y por la anterior a dos picas inclinadas, que hacían que la adamascada tela se extendiera en forma de toldillo, cubrían los dos balcones principales de la plaza. Éstos se ofrecían, uno frente al otro, todavía vacíos, esperando que los principales acudieran al festejo: verde el de los Laínez y negro el del Santo Oficio. Una muchedumbre inquieta, variopinta y festiva ocupaba cada rincón útil del perímetro, los más para divertirse y los menos para hacer su agosto. Súbitamente un trompetazo detuvo la tarde y en un lateral se abrió el palenque para dar paso a un grupo de seis carrozas, que arrastradas por tiros de cuatro caballos, a cual más enjaezado y lucido, fueron dando la vuelta a la plaza para deleite de los presentes y lucimiento de las cofradías y estamentos que representaban; luego de vitoreadas fuéronse retirando, quedando únicamente en plaza la de la familia Laínez, que se detuvo justamente frente al balcón engalanado con el palio verde y de la que descendió don Alonso Laínez, mantenedor de las fiestas, seguido de su esposa, el corregidor de la villa y los caballeros y damas invitados. Todos ellos, tras pasar la empalizada abierta al efecto, y asimismo la masa humana contenida por las picas cruzadas de los alabarderos, ocuparon el palco y después de saludar con la mano al público sentáronse a la espera de que el aposento cubierto por el dosel negro reservado al Santo Oficio fuera ocupado por las autoridades eclesiásticas y los clérigos acompañantes que aquel, para él, tan señalado día le iban a honrar con su presencia.

Todo lo veía Diego de Cárdenas a través del ajustado postigo de una ventana del primer piso de una de las casas que daban a la plaza, y que su anfitrión le había asignado para vestirse y poder estar tranquilo y concentrado los momentos que precedían a la lidia de los toros. Para él, ésa era la hora más angustiosa del día, aunque de siempre don Suero intentaba relajarlo. Desde niño, a Diego le apasionó correr los toros, y en campos de Salamanca y en dehesas de amigos de su padre hizo su aprendizaje año tras año. Montaba como un centauro y su máxima aspiración era, llegado el día, poder lidiar un astado en la Corte y ante la mirada del Gran Cristiano; para ello no perdía ocasión de lidiar, ya que era consciente de que el comportamiento de un toro distaba mucho de ser parejo en el campo o en el perímetro de cualquier plaza. Don Suero, de quien todo había aprendido y siempre estaba con él, en la corrida ejercía de padrino o, lo que es lo mismo, de ángel de la guarda, y en aquellos instantes ocupaba su tiempo vigilando a los criados que preparaban las jacas que iban a utilizar aquella tarde, las cuales, sin menoscabo de la verdad, podía decirse que toreaban solas. El otro caballero lidiador iba a ser el hijo del mantenedor de las fiestas de san Magín, muchacho algo mayor que él, al cual había conocido la noche anterior y que le había parecido un gentil caballero. En aquel instante llamó su atención el movimiento que se adivinaba en el palco negro; iban entrando en él y colocándose clérigos de diferentes categorías, que él intuía viendo los lugares que iban ocupando, sentados los menos y de pie y tras los sillones los más. Diego extrañó que el lugar de la derecha al lado del principal quedara vacío, como esperando a algún invitado distinguido.

Al tiempo que el carro de los areneros, seguido del de los aguadores, entraba en la plaza a fin de acondicionar lo mejor posible el albero provisional del recinto, unos nudillos golpearon la puerta de la habitación, y a la vez que ésta se abría apareció don Suero.

—¿Qué, cómo andáis de ánimo? ¿Estáis preparado?

—Deseando estar ahí abajo y empezar la lidia. Estos momentos son los que menos me gustan. ¿Habéis visto los toros?

—No os tenéis que preocupar. Los dos vuestros son buenos y además don Juan Laínez ha tenido la gentileza de daros preferencia y vos lidiaréis el primero y el tercero.

—¿Y el segundo y el cuarto? —indagó Diego, preocupándose por el lote que tenía que lidiar su compañero.

—Todos son parejos. Como comprenderéis, el señor de Laínez no iba a permitir que a su hijo le tocaran dos animales complicados sabiendo que vos ibais a escoger en primer lugar.

—¿Y las jacas?

—Ya están prestas. Montaréis a
Garduña
en el primer toro y en el segundo a
Barbariza.
He dejado en reserva a
Sigilosa,
pero a lo mejor os altero el orden según vaya la lidia. Y no hablemos más que se hace tarde.

Diego vestía un jubón color burdeos sin mangas sobre una camisola blanca, pantalón ceñido hasta la pantorrilla y botas reforzadas con unas polainas de recio cuero superpuestas que le guardaban las piernas desde la rodilla hasta el pie. Don Suero, de negro, como acostumbraba, la única licencia que se permitía en estas ocasiones era un amplio cuello de Valona que le era mucho más cómodo y que le daba mas libertad de movimientos; ambos calzaban espuelas cortas con ruedecilla de estrella.

Tomaron los chambergos, verde con pluma roja el de Diego, adornado con un cintillo de piedras refulgentes, y negro con plumas grises de milano el de don Suero.

Salieron de la estancia y por una escalerilla interior descendieron al patio de caballos; los cinco animales con el hierro de Cárdenas estaban a un lado y los de Laínez al otro, todos ellos con los respectivos mozos que los atendían y adornaban. El vocerío que llegaba de la plaza era atronador y ya se habían retirado de ella los aguadores y los areneros. Laínez y su padrino se aproximaron a Diego y a don Suero para saludarlos y desearles mucha suerte, en tanto que los peones, capotillo en mano, se preparaban para salir a la plaza precedidos por los dos alguaciles. Diego se acercó a
Garduña
y la jaca le saludó con un nervioso relincho, como intuyendo que la hora de correr los toros había llegado. Era ésta una alazana árabe con la crin rubia y las manos blancas, a la que habían trenzado la larga cola con cinta verde y adornado el arzón de la silla con los colores gris y azul propios de los Cárdenas. Don Suero montaba un castrado negro de soberbia estampa, que lucía parejo con su indumentaria y cuyo único adorno era la divisa de la casa. Las cabalgaduras de los Laínez eran, asimismo, muy lucidas, aunque ninguna alcanzara la fina estampa de la jaca que montaba Diego. Cabalgados los jinetes, sonaron las trompetas y los añafiles, abrióse la compuerta y ante el entusiasmo de la muchedumbre allí congregada apareció la cuadrilla. Hiciéronse a un lado los de a pie y en tanto los alguacilillos, sombrero en mano, se dirigían al palco de los Laínez a demandar la simbólica llave y los padrinos saludaban a la balconada del Santo Oficio, los jóvenes caballeros circunvalaban el perímetro de la plaza obligando a sus cabalgaduras a hacer corcovas, saltos sin moverse del sitio y frenazos súbitos a palmos de la empalizada ante el rugido fervoroso de todo el público. Cuando los dos alguaciles se hubieron retirado, ambos muchachos, uno desde cada lado, acudieron a la presidencia y arrodillaron sus caballos para, chambergo en mano, saludar al corregidor de la villa, al mantenedor de la fiesta, a sus amigos e invitados. Sonó un nuevo clarinazo y se fueron retirando los Laínez, quedándose dos de a pie, don Suero y frente a la puerta del chiquero Diego, rejón en ristre y montado en su jaca, que con la mano derecha parecía ordenar al encargado del toril que abriera la compuerta.

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