Catalina la fugitiva de San Benito (32 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Apenas su cochero terminaba la ritual frase: «¡Sevilla a babor, caballo!», para indicarle al animal el giro que debía realizar a fin de dejarlo en la misma cancela, abrió la portezuela del coche y tirando de su viejo maletín de médico se precipitó hacia el exterior y, casi al mismo tiempo, su mano obliga al aldabón a golpear la placa de hierro de la puerta con un rítmico repique que Laurencia conocía desde siempre. El viejo doctor esperó nervioso bajo el pequeño porche en tanto la lluvia monótona e incansable hacía que las dos gárgolas de cabeza de quimera que asomaban bajo la balaustrada, y recogían el agua embalsada en el suelo de la miranda, vomitaran por sus bocas de piedra sendos chorros que, bajando por la yedra, habían formado dos charcos profundos en la tierra del jardín al pie de las columnas que soportaban el emparrado. Abrióse finalmente la puerta y apareció la vieja criada con un candil de aceite en la mano y un rictus de preocupación en el rostro que no pasó inadvertido al cirujano.

—¿Qué ocurre, Laurencia? ¿De quién es este caballo?

La mujer, en tanto que con la mano libre tomaba el capote mojado del cirujano, replicó:

—Hace ya dos horas que le espera un caballero. Le dije que no sabía cuándo iba a regresar, pero respondió que no le importaba y que aguardaría. Está en su despacho.

El médico descargó su bolsa junto al perchero, colgó en él su bonete milanés y tras alisarse sus blancos cabellos se dirigió a la sala donde acostumbraba recibir a sus pacientes, no sin antes advertir a su vieja criada que recogiera el cestillo de huevos que estaba en el suelo del carricoche. Al abrir la puerta, el individuo, que en aquel momento revisaba los volúmenes de la librería y tenía uno en la mano, giró el largo cuello de tal forma que la luz del candelabro más próximo le iluminó el semblante. Al punto supo el doctor que el personaje era el mismo que le había descrito María Lujan: el porte, la abombada frente y, sobre todo, la pálida cicatriz lo delataban.

—Perdone vuesa merced mi tardanza, pero no me constaba que en la tarde de hoy tuviera en mi casa un paciente.

—Pues no dudéis que lo soy, y mucho. Mi paciencia no conoce limitaciones. —El desconocido extrajo del bolsillo de su negro jubón un reloj y tras consultarlo continuó—: Os he aguardado dos horas y, caso necesario, os hubiera aguardado otras dos.

El doctor cerró la puerta tras de sí y avanzó hacia el intruso.

—Mejor hubiera sido acordar una cita. Vos no hubierais perdido vuestro tiempo y a mí me hubiera cuadrado mejor otra circunstancia, ya que hoy llego derrengado de haber estado todo el día en los caminos.

—En cuanto a mi tiempo, no os preocupéis por él. El tiempo total de un hombre constituye su vida, y la mía está al servicio del Santo Oficio y para él no existen las horas.

El galeno captó el mensaje.

—Tal vez me he expresado mal. Yo lo decía para mejor atenderos. Pero, siéntese vuecencia y acomodémonos. ¿Deseáis beber alguna cosa?

El portugués captó rápidamente el cambio de tratamiento. El médico había pasado del «vos» al «vuecencia».

—Si sois tan amable... un jerez me vendría bien.

—Lo que gustéis.

El doctor Gómez de León se acercó a una rinconera y del estante del medio tomó dos copas estrechas y una frasca de cristal tallado que contenía un líquido ambarino; después se dirigió a la mesa que estaba entre dos sillones de tijera, en uno de los cuales ya se había sentado el incómodo huésped, y lo depositó todo con cuidado. Llenó las copas y ofreció una al siniestro personaje, sentándose a continuación frente a él. Entonces súbitamente se sintió molesto.

—Y bien, excelencia, si tenéis a bien decirme quién sois os lo agradeceré. Tengo la costumbre de querer conocer a quien recibo en mi casa y con quién comparto mi vino.

—Es justo que así sea —respondió el otro en tanto contrastaba la calidad y transparencia del licor levantando su copa a la altura de la luz del candelabro—. Mi nombre es don Sebastián Fleitas de Andrade y mi condición, por lo que a vos compete, es la de familiar del Santo Oficio. Si deseáis que os muestre mis credenciales... —Y, al decir esto, echó mano de una cartera que había dejado apoyada en la pata de su sillón.

—No es necesario. —Se hizo un espeso silencio—. Vuecencia dirá qué es lo que le ha traído a estos apartados lugares.

El de Fleitas tomó un sorbo de su copa y respondió a la pregunta del médico con otra pregunta:

—Excelente licor, doctor, ¿no es de estos pagos?

—No, en verdad es de Jerez. Me lo envían desde Sevilla, cada año, gentes agradecidas.

—Sois un hombre afortunado, moneda poco corriente en estos tiempos de ingratitudes y traiciones.

El viejo doctor se revolvió inquieto en su asiento.

—Pero, en fin... no creo que vuestra paciente espera sea para comentar las calidades de un jerez.

—No, ciertamente. Pero es bueno establecer entre las personas un vínculo cálido antes de tratar temas delicados.

Las manos del médico denotaban su nerviosismo; el otro pareció no darse cuenta y prosiguió impertérrito:

—Tenéis una excelente biblioteca. No es común tener tantos y tan variados volúmenes: Averroes, Avicena, Maimónides, Borgognoni.

—En su gran mayoría son libros de consulta.

—Pero alguno tiene implicaciones peligrosas. Ved si no estos
Proverbios morales
de Sem Tob. —El portugués hojeó las páginas de un pequeño tomo y leyó:

"Por nacer en espino la rosa

Yo non siento que pierda.

Ni el buen vino

Por nacer en sarmiento."

—No me diréis que esta estrofa no es un canto a la negación de los orígenes del hombre. Da a entender que no importa de dónde proceda cada uno; iguala a un hereje con un buen cristiano.

—Según como se quiera mirar. Daos cuenta de que Su Majestad ha dado títulos de nobleza a comerciantes distinguidos y artesanos prósperos igualándolos a los grandes del reino, queriendo indicar con ello que el origen humilde de un hombre no es causa de exclusión de mayores honores.

—Me gustáis, ¡a fe mía! Doctor, sois un buen polemista. —Súbitamente la cara del portugués cambió—. Decidme ahora cómo vais a defender este proverbio:

"Non vale el azor menos Por que en vil nido siga Ni los consejos buenos Porque judío los diga."

El viejo doctor tenía el rostro descompuesto.

—Sem Tob dedicó sus proverbios al rey Pedro I. No creo, por tanto, que haya nada malo en ellos... Amén de que, os repito, son libros de consulta necesarios para acrecentar mis conocimientos. Tened en cuenta que los mejores médicos no están ahora en estos reinos.

—¿Qué insinuáis con este «ahora»?

Gómez de León comprendió que se estaba metiendo en un terreno pantanoso.

—Quiero decir que cuando en Toledo convivían tres culturas, lo lógico era que cada uno ejerciera su profesión entre los suyos.

—Venís a mí. Por lo tanto, los infieles deben estar con los infieles y los judíos... no, los judíos no deben estar en ningún lugar; son un pueblo maldito y deben ser apátridas por haber crucificado al Señor. Jerusalén fue derruida dos veces y ellos condenados a errar por el mundo en eterna diáspora.

—Mis libros fueron heredados de mis antepasados. Todos ellos se dedicaron a la medicina y los volúmenes que aquí veis son de cuando los médicos de la corte de Alfonso IV, de Enrique III de Castilla y de Juan II de Aragón fueron Yosef Ferruciel, Meyr Alguades y Abiatar ben Crescas, galenos reputadísimos y famosos en su época.

—¡Eso era antes, cuando la basura de la herejía protestante no había puesto en peligro la salud del pueblo llano ni contaminado sus ideas; ese deleznable personaje que fue Martín Lutero! Pero a Dios gracias las cosas han cambiado. —Aquí cambió la tesitura de su discurso—. Reconozco que sois un hábil conversador y que esgrimís con rara habilidad la dialéctica, pero esta argumentación poco os serviría ante un tribunal. ¿Acaso ignoráis la pragmática de nuestro rey que dice que todos aquellos libros que son indignos y que estén en el índice deben ser expurgados por el fuego y, caso de encontrarse en poder de algún cristiano, deberá éste responder de ello?

El médico calló.

—Bien, dejemos esto. —Y al tal decir dejó el librillo sobre la mesa—. Vayamos al asunto que me ha traído, porque realmente no he venido hoy a revisar vuestra biblioteca. —El portugués descontrajo el rictus de su cara en algo que quiso ser una media sonrisa y su tono cambió hasta el punto de que al galeno le pareció que quería ser amable y que la nube de tormenta había pasado—. Si mis noticias son fidedignas, vos sois médico hace muchos años de la familia de don Martín de Rojo e Hinojosa.

El médico se puso en guardia.

—Así es, no tengo por qué ocultarlo. Ya lo era de su difunto padre, don Bernardo, que en gloria sea.

—Y bien, doctor, ¿cuántos hijos tuvo don Bernardo?

—Casó dos veces; de la primera esposa no tuvo descendencia y sí de la segunda, que le dio dos vástagos, don Martín y Camila, la cual entró en religión y hoy es la priora del convento de San Benito con el nombre de Teresa de la Encarnación.

—¿Y a su vez don Martín que descendencia tuvo?

—Permitidme que haga memoria, que a mis años ya no es buena; frecuentemente me acuerdo de lo más lejano y, sin embargo, de lo más próximo tengo lagunas. Sí, veréis, tres hijas y un varón. Elvira, la mayor, casó y vive en Sevilla; ella es la que cada año me proporciona el jerez que estáis bebiendo. Luego nacieron Violante y Sancha, que siguen solteras que yo sepa, y finalmente nació el heredero de su casa; Álvaro es su nombre y estudia en Salamanca.

—¿Estáis seguro de no confundiros?

—Ciertamente.

—Yo tenía entendido que había tenido cuatro hijas.

Al llevarse el médico la copa a los labios, a fin de darse un respiro para pensar, el licor que en ella había temblaba ligeramente.

—Estáis mal informado, yo asistí a los partos.

—¿Vos y quién más?

—Mi partera se llama María Lujan. Ella os podrá ratificar...

—Dejadlo así de momento. ¿Vos podríais sostener bajo juramento lo que me decís?

—¿Es esto un interrogatorio?

—¡Nooo por Dios!, mi visita es amistosa e informal. ¿Caso de no ser así, suponéis que hubiera acudido yo a vuestra casa? Hubierais sido llamado vos a declarar ante el Santo Tribunal. Pero dejemos esto. Una última pregunta, ¿me podéis informar si alguna señal, algún signo especial caracteriza a esta familia?

—Mi memoria es ya muy flaca y no da para tanto; vuecencia comprenderá que a lo largo de tantos años y habiendo examinado a tantas gentes...

El de Fleitas se puso en pie, dejando el resto del jerez sobre la mesa.

—Meditad, doctor, meditad, no vaya a ser que alguien, ¡no yo claro está!, tenga que ayudaros a refrescar vuestros recuerdos.

El doctor Gómez de León se puso a su vez en pie, descompuesto, a fin de acompañar al inesperado visitante hasta la salida.

—Imagino que no tendréis inconveniente en que me lleve el pequeño volumen de Sem Tob. Podría caer en manos menos amigas que las mías y crearos muchos problemas. Quedad con Dios, doctor, volveré en mejor ocasión. Descansad y recuperaos.

Entonces, ajustándose la capa el tenebroso personaje, sin esperar respuesta, se dirigió a la salida. Había dejado de llover; montó ágilmente en su caballo y tras hacer un amplio saludo con el chambergo partió al galope, dejando al doctor Gómez de León en el quicio de la puerta con el candil alzado en su diestra y una sensación de hielo en las venas.

El fatal desenlace

Sor Teresa de la Encarnación yacía en su lecho muy debilitada; ofrecía a Dios sus sufrimientos y sus miserias a fin de purgar lo que de malo hubiera podido hacer a lo largo de su vida. Sufría con paciencia aquel ahogo que la obligaba a dormir incorporada y que ella atribuía a la humedad que el río trasmitía al monasterio, pero a lo que no se resignaba era a aquella incontinencia urinaria que la mortificaba durante la vigilia y que le impedía dirigir los rezos nocturnos de la comunidad. Su ánimo decaía día a día y se encontraba sumamente abatida y sin fuerzas. El remedio que le había recetado el doctor Gómez de León le había ayudado en grado sumo, pero su efecto cada vez era más breve y la frecuencia de su necesidad era más urgente. Levantarse del lecho para arrodillarse en el reclinatorio le suponía un calvario y algo en su fuero interno le decía que aquélla iba a ser la última octava de San Benito que iba a poder celebrar. No tenía miedo a la muerte pero... ¡quedaba tanto por hacer! Pedía al Señor humildad para soportarlo, porque despertarse en la noche empapada en sus propios orines y tener que llamar a sus hermanas para que la cambiaran, pues ella no podía hacerlo, se convertía en el sacrificio más grande que hubiera podido ofrecer a Dios a lo largo de toda su vida religiosa. Ni cilicios ni disciplinas ni ayunos se le podían comparar; el maldito orgullo que había heredado de don Bernardo de Rojo, su progenitor, hacía que aunque lo intentara con todo su corazón no se resignara a pedir de continuo aquella humillante asistencia.

Su pensamiento en aquellas cruciales horas vagaba de un sitio a otro y pasaban por su mente momentos, circunstancias y lugares de su vida sin orden ni concierto. Se veía muy pequeña, jugando con su adorado hermano Martín a representar comedias y entremeses que él mismo creaba y dirigía, en la casa solariega de Quintanar del Castillo. Súbitamente y con una intensa claridad aparecía en su imaginación la luctuosa jornada de la muerte de su padre y asimismo regresaban una y otra vez las imágenes de la noche del nacimiento de Catalina, y en aquel instante supremo en el que cada ser humano se enfrenta a sí mismo seguía creyendo que había hecho lo correcto. Amaba intensamente a aquella criatura que, si bien había colmado el instinto maternal que toda mujer lleva dentro de sí, también le había ocasionado una ingente cantidad de preocupaciones. Desde el primer momento se había sentido absolutamente responsable de su vida. Tenía, en mujer, las cualidades que tanto había ansiado su querido hermano para su heredero: nobleza de espíritu, independencia, fidelidad a sus convicciones hasta la tozudez, lealtad, gentileza y un amor al riesgo y la aventura totalmente desmedidos. Se había ganado una problemática monja y se había perdido un capitán de los Tercios de Flandes que hubiera dado muchos días de gloria a los reinos de su Cristiana Majestad. Dentro de la comunidad, y con el paso del tiempo, podría llegar a ser una excelente priora y, por qué no, tal vez una superiora provincial. Lo que más lamentaba en aquellos momentos, y en lo más profundo de su corazón, era que tras tantos trabajos y vicisitudes tenía la certeza de que no iba a estar en su toma de velo
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