Catalina la fugitiva de San Benito (33 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Unos discretos golpes sonaron en la puerta.

—Pase... —Ni ella conocía ya su propia voz.

—Con su permiso, reverenda madre.

Abrióse la puerta empujada por el pie de Catalina e hizo ésta su aparición, llevando en sus manos una bandeja cargada con varios recipientes.

—Maternidad, os traigo vuestra cena.

—Es inútil, Catalina, no puedo tomar nada.

—Perdone su reverencia... Sor Gabriela me ha encomendado muy encarecidamente que os esforcéis, particularmente hoy, para ver si os sentís con fuerzas de levantaros y presidir las completas.

—Dadme únicamente la medicina que tanto me ayuda, que aunque os empeñéis no voy a tener ánimo para probar bocado.

Catalina había depositado la bandeja en la mesilla en tanto incorporaba a la enferma con un brazo y con la otra mano ahuecaba los cojines.

—Os traigo un caldo de gallina que tiene todo el condimento del mundo. Debéis hacer un esfuerzo...

—No insistáis, hija mía, dejad que guarde mis pocas fuerzas para el electuario, que eso sí me hace bien y mi estómago se encalabrina si le obligo a otra cosa.

—Pero, madre, ha dicho sor Gabriela...

—¡Catalina! La priora todavía soy yo.

—Como mandéis.

—Así está mejor —susurró apenas sor Teresa.

En estos afanes andaban ambas cuando se abrió la puerta de la celda y apareció la prefecta de novicias sonriente y vital...

—¿Cómo se encuentra su reverencia? Quiero imaginar que, en fecha tan señalada, dispuesta a hacer un esfuerzo para compartir jornada tan gozosa con sus hermanas.

Catalina, dejándose llevar por su natural impulso, se adelantó a la respuesta de la reverenda madre.

—Se niega a tomar nada de lo que, con tanto amor, ha preparado sor Hildefonsa para ella en la cocina.

—¿Es esto verdad, reverencia?

La madre Teresa abrió sus ojos con esfuerzo y se justificó:

—Nada me podría agradar más que estar esta noche con mis hermanas, pero temo que me falten las fuerzas, sobre todo si las empleo en hacer cosas que me repudien. Creedme, madre, que mi cuerpo sólo desea tomar la medicina que durante un rato alivia mis flaquezas, y todo lo que entre en mi estómago no hace otra cosa que empeorar mi estado, que de por sí ya es crítico.

Tras este largo párrafo, la priora cerró los ojos y se quedó sin ánimos. La prefecta se dirigió en voz baja a Catalina, en una tesitura anormalmente amable:

—Tal vez tenga razón su reverencia y nosotras, en nuestra buena fe para ayudarla, la estamos perjudicando.

—Yo haré lo que me mandéis, y si la reverenda madre cura de su dolencia os prometo formalmente que intentaré cambiar mi actitud. Yo... la quiero mucho. —Al decir esto último, la muchacha tenía los ojos arrasados de lágrimas.

—Me alegra infinito vuestro cambio de disposición. Os diré lo que vamos a hacer. Mientras yo preparo la medicina, vos le arreglaréis un poco las frazadas de su cama, sin molestarla en exceso; os dejaré todo preparado y una media hora antes de las completas le suministraréis la pócima a fin de que le haga el efecto oportuno en el tiempo propicio, entonces acudiréis a la iglesia a requerir la ayuda de sor Hildefonsa y de sor Úrsula, ambas son muy fuertes y dispuestas, de tal manera que pueda la reverenda madre, sujetada por los brazos, subir la escalera. A ver si entre todas conseguimos que hoy sea su gran noche.

—Lo que digáis, madre.

—Pues a ello, Catalina.

Volvióse la monja hacia la alacena y la muchacha se dispuso, con el mejor de los ánimos, a cumplir lo mandado por la prefecta. Ésta comprobó atentamente, por el rabillo del ojo, si la observaba Catalina, pero la criatura estaba absorta en su trabajo. Cuando tuvo la certeza de que tal cosa no ocurría, maniobró con rapidez. Lo primero que hizo fue extraer del hondo bolsillo de su hábito el pequeño frasco que le había proporcionado el fraile y al que ya había desprovisto del lacre, retiró el tapón esmerilado y vertió su contenido en el vaso que había colocado sobre la mesa, a continuación escanció en él el tártaro emético, el mercurial y la pulpa de tamarindo machacada; después, de una pequeña jarra, añadió un generoso chorro de agua y lo mezcló con una espátula de madera y finalmente el especiero regresó a las profundidades de su bolsillo. Catalina había ya terminado sus trajines y la monja la llamó.

—Mirad, hija mía, aquí os dejo la poción preparada. No os adelantéis al suministrarle la toma aunque os la pida la madre, pues de lo que se trata es de que le haga el efecto justamente para las completas y así pueda acudir a la iglesia, que ése es su gran deseo. Dejadla descansar y si para algo me necesitarais, no dudéis en llamarme.

—Todo se hará como habéis ordenado.

—Entonces, Catalina, parto a mis quehaceres. No sabéis cuántas cosas dependen de vos esta noche y cuánto confío en vuestra capacidad. ¡Ah!, recordad: antes de dársela debéis remover todo con la espátula, que nada quede al fondo.

—Descuidad, madre.

Tras estas palabras partió la monja. Catalina al quedarse sola pensó que, al estar todo preparado, lo más conveniente sería que la reverenda descansara tranquila, que era al parecer lo que estaba haciendo en aquellos momentos, de modo que se acuclilló hecha un ovillo en el suelo, a los pies de su cama, y apoyando la espalda en la pared y sujetándose las rodillas con los brazos enlazados se dispuso a velar su letargo. Pero al poco la venció el cansancio y sin casi darse cuenta se quedó amodorrada en un intranquilo duermevela, rendida por las tareas de todo el día. No supo cuánto tiempo duró su agitado sueño, pero la campana de San Benito la sobresaltó y se puso ágilmente en pie para cumplir su cometido. Fuese a la mesa y tomando la espátula removió el líquido, pues el medicamento se había depositado en el fondo del vaso; luego dejó la cucharilla en el plato y se aproximó al lecho, tocando con la mano libre el hombro de la priora. Ésta pareció salir del sopor y abrió los ojos, y al ver a la muchacha sonrió.

—Reverenda, debéis hacer un esfuerzo. Es la hora de tomar vuestra medicación.

—Sí, hija. ¿Cuánto falta para las completas?

—Más de tres cuartos, madre. Entre arreglaros un poco e ir yo a buscar a sor Hildefonsa y a la madre Úrsula, se nos irá el tiempo.

—¿Por qué tenéis que molestar a sus reverencias?

—Lo ha ordenado la prefecta.

—Dejad, dejad a la prefecta. Yo, con vuestra ayuda, voy a poder; así será mayor la sorpresa cuando comparezcamos ambas en la iglesia.

—Sea como gustéis. Yo también pienso que podemos arreglarnos solas; pero ahora lo primero es que os toméis la medicina.

Catalina ayudó a incorporarse a la priora pasándole su brazo por la espalda en tanto que con la otra mano le acercaba el vaso a los labios. Ésta bebió lentamente, con un trabajo evidente; cuando terminó, la muchacha la volvió a recostar para poder dejar el vaso sobre la mesa y a continuación, y con grandes esfuerzos por parte de ambas, procedió a vestirla. La tarea resultó agotadora y por un momento Catalina pensó que no saldrían adelante en su empeño, pero la voluntad de la reverenda madre se impuso y al fin consiguió tenerse en pie, apoyando su mano izquierda en el hombro de la muchacha y asiendo fuertemente su bastón con la derecha.

—Vamos, hija.

—Adelante, reverenda.

De esta manera se dirigieron poco a poco hacia el pasillo que daba a la escalera y que conducía a la nave donde se ubicaba la iglesia. La monja respiraba fatigosamente.

—No tengáis prisa, madre, que tenemos tiempo de sobra.

La priora no contestó para evitar la pérdida de energía que ello representaba. Con un trabajo sobrehumano llegaron al primer rellano. Su pecho subía y bajaba como un viejo fuelle...

—Dejadme reponer un instante, hija mía, que este viejo carricoche está desballestado. —Y al decir esto la reverenda madre buscó el apoyo del ángulo de la escalera.

—Tal vez he hecho mal al no recabar ayuda —dijo la niña, inquieta al observar la agitada respiración de la monja.

Súbitamente a sor Teresa se le doblaron las rodillas y se fue escurriendo despacio hasta quedar en el suelo con la espalda apoyada en la pared en tanto que Catalina, lívida, la intentaba sujetar.

—¡Madre, por Dios, madre! ¿Qué os pasa? ¡No me hagáis esto, por favor, madre!

El cuerpo de la religiosa se había vencido hacia un lado sin que la chica pudiera impedirlo, y por la comisura de los labios le asomaba un reguero de baba blanquecina. Catalina dudó un instante entre quedarse o ir en busca de auxilio. En tanto decidía, notó que la monja tiraba de ella por la manga de su blusa e intentaba decirle algo:

—Catalina, esto se acaba...

—¡No me asustéis, madre! ¡No me asustéis!

—Aproximaos, hija, se me van las fuerzas...

—¡Madre, por la Virgen Santísima, no me dejéis! ¿Qué va a ser de mí? ¡Madre mía!

—¡Mi crucifijo... Catalina... mi crucifijo!

Catalina se abalanzó y rebuscando entre la arrugada saya de la monja encontró la cruz de madera de olivo que pendía del cordón de su cíngulo, y se la puso entre las manos. La monja se la llevó a los labios y la besó, modulando un «Jesús mío». Catalina hizo por levantarse, pero la reverenda tiró de ella.

—Venid aquí... hija querida. No me dejéis en este trance.

Catalina casi no la oía y acercó su oreja a los labios de la moribunda.

—Me voy... es la hora... El Señor y su Santísima Madre quieren que esté con ellos en la octava del santo.

—Madre ... ¡Por Dios...! No desfallezcáis. ¡Tenéis que presidir las completas!

—Voy a hacerlo esta noche en el cielo, si el Señor así lo dispone... junto a san Benito.

—¡Madre! —La muchacha casi gritaba.

—Sed una buena monja, Catalina, éste es el deseo de vuestro padre. —La voz era ya un hilo.

—¡Deliráis, reverenda, deliráis! ¡Yo no tengo padre!

Abrió los ojos la madre Teresa y miró a la muchacha con un inmenso amor.

—¡Sí, Catalina... sí!

—¿Quién es mi padre? —La voz de la chica se rompía, quebrada por la angustia.

—Vuestro padre es...

No hubo más. Allí acabó todo. Súbitamente unas terribles convulsiones sacudieron el cuerpo de la monja. Catalina, tras dejarla recostada en la pared, salió espiritada escaleras arriba en tanto la campana mayor de San Benito tocaba a completas.

A partir de aquel instante los acontecimientos se precipitaron. Catalina, apenas intuyó que la priora ya no alentaba se precipitó, atravesando naves y patios, hacia la puerta lateral de la iglesia del convento. Los cantos de la comunidad de monjas, enriquecidos por las voces de las postulantas, novicias, recogidas, fieles de las pedanías y pueblos próximos, sonaban aquella noche de un modo singular e iban aumentando de volumen a medida que Catalina se aproximaba al acceso lateral del templo. Por él entró y tomando agua bendita de la pila con un gesto rápido y rutinario, se santiguó y avanzó después hacia el pasillo central por el brazo corto del crucero; tras una rápida genuflexión frente al altar mayor, donde en aquel momento oficiaba revestido para la solemnidad del día el padre Rivadeneira, se dirigió, percibiendo que todas las miradas de los presentes se clavaban en su persona, al sillón de la priora, que estaba situado en la grada más elevada y junto al pasillo central. Lo ocupaba aquella noche la prefecta de novicias, la reverenda madre Gabriela de la Cruz; ésta, viendo llegar a la muchacha con el rostro desencajado, intuyó que lo que tenía que suceder había sucedido ya. Dejó su libro de cantos e inclinó su toca hacia Catalina.

—¡Madre... la priora... creo que no alienta!

—¿Qué me estáis diciendo?

—¡Corred, reverenda, corred, o ya no será tiempo!

Sor Gabriela se incorporó y, tomando una campanilla del guardaobjetos del respaldo del banco anterior, la hizo sonar con fuerza. El tiempo se detuvo y todos los rostros convergieron hacia ella, expectantes.

—Hermanas, recen, recen mucho por la reverenda madre. —Luego, dirigiéndose a sor Úrsula, que estaba a su diestra, y en voz muy baja—: Maternidad, la priora se muere. Dirigid los rezos en mi ausencia.

A continuación, descendiendo del entarimado de su banco se dirigió a grandes zancadas al presbiterio, seguida, casi sin poder alcanzarla, por Catalina. El padre Rivadeneira, que había detenido la ceremonia, esperaba de pie su llegada en medio del altar; la prefecta, tras hacer una genuflexión en el escalón del comulgatorio se llegó hasta él.

—Padre, parece ser que la reverenda madre ha sufrido un ataque. Tomad los santos óleos y la Sagrada Forma y acudamos como la luz. No quisiera ser responsable de que su presencia ante el Altísimo no fuera la que corresponde a una priora de San Benito.

Rivadeneira no hizo comentario alguno, se precipitó hacia la sacristía y al entrar ya se iba quitando la casulla; se puso sobre el alba la capa pluvial y el manípulo en el antebrazo y tomando los santos óleos y una cajita de oro que contenía cuatro hostias consagradas entregó los aceites sacros a sor Gabriela y una campanilla tritonal a Catalina, junto con una palmatoria encendida.

—Precededme hasta la celda haciendo sonar suavemente la campana. Luego vos, maternidad...

—La reverenda madre no está en su celda. Se encuentra en el rellano de la escalera que baja desde la nave del locutorio.

El cura y la monja se miraron.

—Ya me contaréis después qué hace allí y por qué no habéis cumplido mis órdenes. Ahora vamos deprisa a donde sea. ¡Abrid paso! ¡Rápido!

Partieron los tres, el convento atravesando, hasta el punto donde había caído la superiora. Catalina abría la marcha iluminando el camino; a la luz temblorosa de la candela itinerante, sombras amenazadoras se cernían para luego disiparse y aparecer otras. De esta forma llegaron al rellano donde la guadaña de la parca había segado la vida de la priora. Ésta se hallaba tal como la había dejado la muchacha antes de emprender su alocado peregrinaje: yacía recostada contra el ángulo de la pared, con los ojos abiertos y el crucifijo apretado en su mano descansando sobre el pecho.

Sor Gabriela se agachó sobre ella y tras dejar en el suelo los sagrados óleos la zarandeó firmemente por los hombros:

—¡Reverenda, reverenda... contestadme!

El padre Rivadeneira la hizo a un lado. Del bolsillo de su sotana sacó la patena y la frotó contra el codo de su brazo izquierdo; luego la colocó frente a la boca y la nariz de la madre Teresa y en esta posición la mantuvo unos instantes en tanto decía, volviéndose a Catalina:

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