Catalina la fugitiva de San Benito (37 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Tanto fue así que al segundo año y gracias a la munificencia de su amigo decidieron buscar alojamiento juntos, y lo hallaron en una posada de la calle de Elio Antonio de Nebrija, donde casualmente quedaban dos habitaciones cuya reserva se había anulado a última hora. Contaban éstas de escritorios salmanquinos, sillones de brazos, camas de nogal con baldaquino y colgaduras de lana, tapices de Alcaraz y Cuenca y velones de cuatro mecheros. Las dos estancias confluían en una tercera, lo suficientemente amplia para alojar a los criados de ambos, y al fondo del pasillo se encontraba el cuarto de aseo con el servidor, que por la noche y a la hora autorizada por el alguacil se vaciaba por la ventana a la calle al grito de «¡Agua va!».

El precio convino a su amigo y allí descargaron sus pertenencias. La fortuna o el destino hicieron que los dos se matricularan desde el primer año en las mismas disciplinas, de modo que todo el día andaban en lo mismo; y se hicieron, de esta manera, amigos inseparables. Por la mañana acudían a las aulas donde se impartían la aritmética y el latín, y por la tarde tenían filosofía, griego y letras. A la salida, y pese que a Álvaro no le placía en absoluto, ya fuere por complacer a su padre o por seguir la suerte de su amigo, acudían, ambos acompañados de los criados, a la sala de armas, donde se ejercitaban en la esgrima o jugaban a la pelota. Alguna noche salían y encaminaban sus pasos al figón del Toro, donde los estudiantes se reunían a tocar la guitarra y cantar, y los que no lo eran tanto a darle al naipe y a organizar partidas de rentoy
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; en éstas él no intervenía porque no tenía con qué, no así Cristóbal, que viniendo de la Corte era muy aficionado a ellas, aunque sabía del peligro que esos lances acarreaban, puesto que a poco que te descuidaras el macareno
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hacía la ceja al socio y entrambos vaciaban los bolsillos del blanco
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, que jamás se daba cuenta de cuando le hacían la flor
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, le ahuecaban la teja
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o le hacían el raspadillo
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; así los incautos perdían los dineros que les enviaban sus familias, y al final de mes pasaban miserias y penurias que, de haber sido prudentes, jamás hubieran padecido. Pero eso a Cristóbal parecía no importarle, ya que siempre andaba sobrado de dineros.

Una noche que ocupaban la mesa de costumbre, se llegó hasta ellos el mesonero portando en la mano dos vasos y una frasca de vino tinto.

—Aquel caballero —dijo señalando a una mesa del rincón— invita a vuestras mercedes a un vaso de mi mejor caldo.

Los jóvenes, ante el anuncio, dirigieron la vista hacia el lugar indicado y pudieron observar a un hidalgo, de negro porte y negros ropajes, que con una torcida sonrisa, obligada sin duda por el costurón que en la mejilla lucía, fruto de algún lance infortunado con algún desuellacaras
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, levantaba su copa hacia ellos, como invitándolos a beber.

Aliados irreconciliables

El padre Rivadeneira, con la cara congestionada y el gesto convulso, discutía con sor Gabriela en el despacho de ésta, que era el que correspondía a la priora.

—¡Os advierto que no consentiré ni ese tono ni el tratamiento que me dais! ¡No olvidéis que soy la priora de San Benito!

—¡La que parece olvidar a quién debe todo ello es vuestra maternidad! Si yo, como vos, no hubiera cumplido mi pacto, en este instante seríais únicamente prefecta de novicias.

—¡Si queréis creerme, hacedlo, y si no, obrad como mejor os cuadre! Si a alguien ha sorprendido este suceso, ha sido a mí; ni comprendo cómo pudo salir de su celda ni entiendo cómo escapó del convento. He empezado a creer que el Diablo anda tras ello. Sor Leocadia me asegura que todas las celdas quedaron cerradas, y no tengo por qué dudar de ello ya que las personas, cuando ascienden a un nuevo cargo, acostumbran a ser muy diligentes, amén de que vos mismo constatasteis que su puerta estaba cerrada con llave. Luego está el cómo pudo salir del monasterio; nadie vio nada y ninguna puerta fue violentada, cosa por otra parte imposible para una muchacha de su edad y ninguna experiencia en esos menesteres. Pero, para que veáis mi buena disposición, os voy permitir leer la misiva que he redactado para el doctor Carrasco, que como sabéis preside la junta de protectores de san Benito.

Diciendo esto, tomó de encima del escritorio una carta y se la entregó al fraile. Calóse éste sus anteojos y tras fulminar a la monja con la mirada se dispuso a leer. La misiva decía así:

San Benito, 16 de mayo, 1615

A Su Excelencia Reverendísima Don Bartolomé Carrasco, Secretario Provincial del Santo Oficio, Protector Eclesiástico del convento de San Benito De su sierva Gabriela de la Cruz

Excelencia Reverendísima:

El motivo de molestar vuestra atención es un suceso acaecido en el monasterio que me obliga, dada su importancia, a ponerlo en vuestro conocimiento, ya que de no hacerlo creo que incurriría en grave responsabilidad.

Como sabéis, dentro de pocas fechas íbamos a celebrar la toma de velo de las postulantas, que de no ser por el luctuoso suceso de la muerte de sor Teresa, a la que el Señor haya acogido en su seno, ya se hubiera realizado. Una de las muchachas a la que se iba a distinguir con tal honor era Catalina Gómez, cuya vivencia personal la diferenciaba de las demás ya que desde su nacimiento moró en el convento y cuyos gastos y mantenimiento eran pagados por un misterioso y desconocido benefactor, cuyo nombre se llevó a la tumba la fenecida priora.

El caso es que hace tres noches y de forma inexplicable, la muchacha desapareció del convento. Mucho me ha hecho reflexionar lo sucedido, y en mi mente se han ido apareciendo situaciones y aconteceres que, sumados al cabo del tiempo, han tomado forma y me han obligado a llegar a conclusiones. Paso a detallároslos, si mi memoria lo permite, en orden cronológico.

Primero: Siendo muy niña, ocasionó un lamentable incidente por el que tuvo que ser recluida varios días. Se supone que, mediante magia o brujería, introdujo en el cuerpo de un gallo a un ser demoníaco que, en brutal pelea, se hizo matar por otro de su misma especie, siendo como fue que hasta aquel día se reveló un ave dócil y fácil de manejar en el gallinero.

Segundo: La primera vez que tuvo la mancha indigna ordenó la priora que yo misma le aplicara las disciplinas, a fin y efecto de que ella aprendiera a usarlas. Como si una fuerza interior la sostuviera, no salió de sus labios ni una sola queja.

Tercero: Desde muy niña y pese a mis esfuerzos, siempre tuvo tendencia a manejar la zurda, que como sabéis es la mano del maligno.

Cuarto: En cierta ocasión, de no ser por la oportuna intervención del padre Rivadeneira, hubiera intentado huir del convento, volando desde el campanario.

Quinto: Finalmente, la noche que inexplicablemente huyó a través de puertas y cerrojos, dejó como rastro maldito en su celda, su espesa cabellera negra, que en mi modesta opinión forma parte del pacto que debió de realizar con Satanás y que tal le debió de exigir, como sello y garantía del mismo.

Como veréis, son muchos y extraordinarios los sucesos que confluyen en este caso, como para que haya creído necesario daros cuenta de ello y para que vos, desde vuestra alta responsabilidad, toméis las medidas que creáis oportunas.

Sin otro particular, y poniéndose siempre a la obediencia de vuestra paternidad despide esta misiva, besando humildemente vuestro pastoral anillo.

Vuestra humilde sierva,

Gabriela de la Cruz Priora de San Benito

Quitóse lentamente el fraile los anteojos y, sin soltar la carta, habló a la monja:

—Bien... Vamos a dar un voto de confianza a vuestras explicaciones, pero no me compete a mí solventar vuestras cuitas. Llegamos a un trato y yo cumplí mi parte. Fuisteis vos la que determinó que tuviera que esperar
el placet
antes de que vos cumplierais con la vuestra. Os voy a poner un ejemplo que se da mucho en el comercio: imaginad por un momento que yo soy vuestro proveedor de paño para hacer capas y que os entrego, puntual y cumplidamente, la mercancía. Vos os comprometéis conmigo a pagarme en fecha fija y, cuando ésta llega, me argumentáis que no podéis cumplir porque no han cumplido con vos. Entonces, decidme, ¿cómo pago, a mi vez, a los que fabrican el paño para mí? Entended que no es asunto de mi incumbencia, yo no hago capas, solamente os he vendido el paño y quiero cobrar.

—Y ¿qué solución veis?

—El problema es vuestro, no mío.

—¿Cabe que dirijáis vuestros torpes deseos a otra persona? —inquirió en tono insidioso sor Gabriela.

—No, no cabe, y «mis torpes deseos» bien que os han servido. Vuestra maternidad conoce perfectamente cuál es mi fijación. Si habéis perdido la escarcela con vuestros dineros, buscadla. Mi pago debe ser el pactado y no otro.

—No tengo medios para buscarla. Yo soy priora de San Benito, no alguacil o corregidor.

—Pues entonces aplicaos la regla de vuestra orden y, si no tenéis medios, suplidlos con celo y diligencia. Os doy un mes y, creedme, no os conviene estar en deuda conmigo. Soy hombre que siempre cobro lo que se me debe.

—¿Es una amenaza?

—En modo alguno, priora, me limito a enunciaros un hecho.

Y, sin más decir, fray Julián Rivadeneira y Antúnez salió de la estancia a grandes zancadas.

La libertad

Catalina yacía inmóvil en su escondrijo, temiendo que en cualquier instante Antón Cifuentes se diera cuenta de que su carromato llevaba un pasajero. Era consciente de que el día iba saliendo, porque una tibia claridad se abría paso con dificultad a través de la apretada yerba; por mejor camuflarse, intentaba que su respirar fuera suave y uniforme. El invento de los juncos había funcionado perfectamente y tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no quedarse dormida, ya que el cansancio físico y moral, aunado al lento traqueteo del carro, invitaba a la modorra, y lo último que ella deseaba en aquellos momentos era dormirse.

No tenía idea de cuánto tiempo llevaba allí dentro cuando por las voces del carretero y la disminución del ritmo de la marcha intuyó que se avecinaba una parada; todos sus mecanismos de alerta se activaron. El carro se detuvo, y un suave balanceo lo agitó, signo infalible de que el arriero se movía sobre la plataforma del mismo. La muchacha esperó hasta que el carricoche quedó totalmente quieto; entonces respiró hondo y con mucha precaución fue moviendo las piernas para apartar la alfalfa que la cubría. Súbitamente la luz la cegó y supo que debía moverse de forma ligera y cautelosa; se ayudó con los brazos, tomó su alforja y tironeó de ella. En unos instantes se encontró de pie en el camino; rápidamente arregló la apretada yerba con las manos a fin de disimular la huella que su cuerpo había dejado en la misma. De un rápido escorzo saltó al margen derecho del camino y se ocultó.

El corazón le batía como un timbal y le parecía que cualquiera lo podía oír a cinco leguas a la redonda. Sus ojos se habían acostumbrado ya a la claridad, e introducida en el bosque se dispuso a observar atentamente el entorno. Algo más adelante de donde se había detenido el carro divisó una vieja casa de cuya chimenea salía un humo negro y denso; al lado de la misma, un cobertizo que por su forma debía de ser una cuadra. Tres hombres salían en aquel instante por la puerta, en medio de una gran algarabía de risas y palabras, tirando de sendas acémilas, que por su actitud no debían de estar muy conformes en reemprender el camino; cuando ya se alejaron, se movió con tiento para ganar campo de visión. Desde su nuevo escondrijo divisó un cartel con grandes letras en donde se leía:

MESÓN DEL CRUCE.

Catalina de momento ya había visto lo que deseaba ver. Se escondería en la maleza y descansaría un rato a la espera de que Antón Cifuentes se largara con el carro, luego entraría a informarse del lugar en donde se hallaba y cuál era la población cercana más importante, y allí dirigiría sus pasos.

Todo alrededor suyo permanecía tranquilo; los ruidos de la floresta le eran comunes y su espíritu se remansó. En aquel instante cobró conciencia de que era libre como uno de los ánades que solían emigrar atravesando, raudos, los cielos de San Benito, y un gozo inenarrable embargó su espíritu. Catalina se adentró en la espesura y buscó un lugar abrigado; tras una breve inspección, halló una hendidura entre dos grandes rocas que la ponían a resguardo de miradas curiosas, y que estaba además tapizada por una mullida alfombra verde. Allí descargó su petate y lo colocó a modo de almohada; luego tumbóse sobre la yerba y apoyó la cabeza en él. No habían pasado ni tres minutos cuando ya su joven cuerpo, agotado por los sucesos de las últimas horas, se entregó a los solícitos brazos de Morfeo. No supo cuánto durmió, pero al despertar el sol llevaba muy avanzada su carrera. Se incorporó rápidamente sacudiéndose las yerbas que se habían adherido a sus ropas, tomó su alforja y se acercó al camino para ver si el carro había reanudado su andadura.

Nada había a la vista; el humo seguía saliendo por la chimenea de la venta y no se observaba actividad alguna en las proximidades. Catalina, de un salto, salió de la espesura y se dirigió a la casucha. En la puerta colgaba de un herrumbroso clavo un listado con las viandas cocinadas que se podían degustar en el interior. En aquel momento se dio cuenta de que un gusanillo rabioso roía su estómago, y sin embargo prefirió conservar sus escasas provisiones para ocasión más apurada. No lo pensó dos veces: atravesó la cancela y se encontró en una estancia prácticamente vacía; dos hombres dormitaban acodados en una mesa mientras, al fondo, una anciana de cara bondadosa aventaba el fuego de la chimenea. El talante de la mujer la animó a dirigirse a ella.

—¡Ave María! —dijo la muchacha siguiendo la inveterada costumbre del convento.

La anciana alzó su mirada hacia la extraña criatura que desde el dintel de la puerta de esta manera la saludaba.

—Pasad, muchacho, no os quedéis ahí. ¿Qué deseáis?

—Tengo dineros, quisiera comer algo.

—¿Os he preguntado yo, quizás, si podíais pagar?

—No, pero he pensado que tal vez, al ver mi juventud, desconfiarais.

La vieja se aproximó a Catalina secándose con un trapo las sarmentosas manos.

—¿Qué edad tenéis joven?

—Dieciséis años —mintió la chica.

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