Catalina la fugitiva de San Benito (42 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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A media mañana del quinto día divisó en lontananza la mole impresionante del monasterio. Retuvo con la brida a
Rumoroso
y desde la altura y la calma del altozano dejó vagar a su pensamiento: nada parecía haber cambiado en aquellos quince años y, sin embargo, todo era diferente. Se notaba en deuda con la priora; siempre la consideró más como una hermana que como una monja y siempre admiró en ella su justo criterio y la decisión, en aquel momento crucial, que a él le faltó y que le había dado un heredero. Catalina seguiría con su vida de religión y tal vez, un lejano día, tuviera el honor de ocupar dentro de la orden el cargo que con tanta dignidad y acierto había desempeñado Camila. Pero para el caso, si es que llegaba, faltaban muchas jornadas, y sin duda muchos trabajos y vicisitudes.

De momento él tenía que resolver un problema inminente: al fallecer la madre Teresa, se había roto el principal eslabón de la cadena de ayuda que había arbitrado para el sostén y puntual mantenimiento de la muchacha. La vía habitual seguiría siendo su excelente amigo, el doctor Gómez de León, pero dentro del convento las cosas ya no volverían a ser como antes y no le gustaba, en modo alguno, tener que confiar su secreto a la nueva priora; más aún ahora que los informantes que designara el pronotario, cumpliendo con su deber a fin de recabar información para su ingreso en la orden de caballería, pondrían su vida bajo un prisma de aumento y cualquier acción que denotara una falla moral o un acto menos digno podría frustrar su ingreso en la misma, perdiendo con ello la ingente cantidad de beneficios y ventajas que de ello se derivaba. En todos estos circunloquios andaba su mente cuando se dio cuenta que llevaba allí detenido más de una hora. No deseaba adelantar acontecimientos. Llegaría al convento y tras presentar sus respetos a la reverenda madre Gabriela de la Cruz, a la que no quería juzgar sin conocer más a fondo, y orar en la tumba de la madre Teresa, tomaría sus decisiones. Dio ligera espuela al noble animal y éste en el acto comenzó a descender, al paso, la suave pendiente que conducía a la entrada del amurallado recinto.

Urgencias

El doctor Carrasco había ordenado a don Sebastián Fleitas de Andrade, por medio de una posta urgente, que se presentara en Astorga sin excusa ni demora al siguiente lunes, tras su última visita al convento de San Benito. Púsose en camino el portugués apenas recibió el aviso, entendiendo que el prelado tenía algo urgente que comunicarle, circunstancia que casualmente era oportuna ya que él asimismo tenía nuevas noticias que dar a su generoso protector. El viaje lo hizo esta vez vía Zamora, pues disponiendo de tiempo sobrado lo aprovecharía para entrevistarse con persona de su confianza que tenía destacada en Salamanca muy cerca de Álvaro de Rojo y de Fontes, con el que había trabado conocimiento unos meses antes en una corta estancia que aprovechó para, hábilmente, conseguir ser presentados.

Zamora le convenía, ya que no le desviaba excesivamente de su destino final en Astorga y a su hombre lo apartaba leve y brevemente de su trabajo, que no era otro que averiguar cuantas cosas pudiera del hijo de don Martín y también, por qué no, de su amigo y compañero de estudios López Dóriga, ya que la distancia desde Salamanca no era excesiva. Llegó a la ciudad a las doce, una hora antes de la cita convenida, y siendo ya tiempo de almorzar se dirigió al lugar de la entrevista para aprovechar la espera tomando un breve refrigerio en tanto el individuo galopaba las últimas leguas desde Salamanca. Conocíase el mesón como el de Bellido Dolfos
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, significado nombre zamorano de uno de los personajes del siglo XI más controvertidos y que, sin embargo, más admiración despertaban en Sebastián Fleitas, pues éste consideraba que aquellos que sin ventajas de ilustres apellidos ni de padrinos importantes habían conseguido cambiar el destino de un reino, aunque fuere por un motivo mercenario, debían tener por lo menos el respeto de la Historia.

Estaba el comedor al fondo de un callejón sin salida, en el barrio de la antigua judería. El familiar descabalgó de su bronco careto a la puerta del establecimiento y sujetándolo de la brida lo acercó a un basto maderote horizontal que allí había, destinado a que los viajeros pudieran atar sus cabalgaduras tras darles de beber en el abrevadero que a su costado estaba; a tal fin, el portugués le retiró el ahogadero, no así el bocado ni la cabezada ya que el animal era sumamente nervioso y difícil de gobernar si no tenía colocados los pertinentes arreos. El bruto apagó su sed durante un largo minuto y cuando lo hubo hecho su amo lo amarró a la barra y, tras retirarle la alforja de viaje que llevaba sujeta al fuste de la silla y cargarla al hombro, atravesó la cancela de la puerta, chapeo en mano, en tanto se descalzaba los guantes de cabritilla que usaba siempre en los viajes largos.

El local estaba medio lleno de gentes sencillas que, por lo que entendió, debían de tener sus avíos en las cercanías, ya que raro era que nadie hubiera acudido al mismo a caballo, pues era evidente que en el exterior no había más animal que el suyo. Buscó un sitio junto a la pared donde acomodarse con el fin de abarcar con la vista cuanto aconteciera alrededor suyo, sin dejar en su retaguardia a nadie que le pudiera causar complicación alguna, cosa por otra parte común en lugares como aquél. Colocó su alforja en un escabel próximo y tras desceñirse el talabarte
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y dejarlo a su vera, se sentó en la banqueta de la pared, con la espalda apoyada en ella y cuidando de que la empuñadura de su espada quedara cerca de su mano diestra. Poco duró la espera, que entretuvo bebiendo de la botella que en cuanto se sentó puso ante él un mozo del mesón; aún no había escudriñado con detalle al personal cuando a través del denso ambiente que el espeso humo de la chimenea proporcionaba adivinó, más que vio, al fondo, en el quicio de la puerta, la silueta de su adelantado salmantino que, chambergo en mano, oteaba el horizonte buscándole con la mirada. Hizo el de Fleitas un gesto con la mano y el hombre, al verlo, se acercó presto hasta su mesa, saludándolo obsequiosamente.

—Tomad asiento y relajaos. Llegáis antes de la hora convenida.

—Apenas recibí el aviso de vuesa merced me puse en camino y he venido a uña de caballo.

—Sois de una puntualidad poco común entre los naturales de este país.

—Prefiero pecar por antes que por después, máxime cuando quien me espera es persona tan importante y atareada como lo es vuesa merced.

El portugués aceptó la lisonja y, en tanto el hombre se acomodaba frente a él tras colgar en un perchero próximo sus ropas y trebejos de viaje, Sebastián Fleitas demandaba al mesonero viandas y vino para ambos.

—Veréis, vuesa merced dejó a mi intuición libertad absoluta para averiguar cuantas cosas pudiere que aclarasen las dudas e incógnitas que le suscita cierta persona. Pues bien, a eso he dedicado todos mis afanes y aquí traigo los frutos de mis días y noches de pesquisas y averiguaciones.

Dicho esto, el hombre extrajo de su escarcela un pergamino de lino y tras calarse unos anteojos se dispuso a leerlo. En ese mismo instante dejaba el mesonero las viandas encargadas frente a ambos hombres y se retiraba, al punto, con la frasca de vino que en la espera había consumido el portugués. Éste, mirando a ambos lados, observó:

—No tengáis tanta prisa, que tiempo habrá para todo. Reponed vuestras fuerzas y procurad no hablar de ciertas cosas cuando ronde cerca de la mesa algún oído indiscreto.

—Excusadme. Mi celeridad por serviros me ha hecho, quizá, precipitarme y ser poco precavido.

—Estáis excusado. Creo que este cordero es excelente. Dad buena cuenta de él y luego, en el postre, me pondréis al corriente de vuestras indagaciones.

El mensajero se quitó los anteojos y guardó de nuevo el pergamino; luego ambos hombres se dedicaron con fruición y en silencio a dar buena cuenta de la pitanza. Terminado el yantar y ya servido el dulce de leche que Fleitas había encargado como final del ágape, se dispuso éste, tras comprobar de nuevo que nadie rondaba en la proximidad de su rincón, a recabar la información que tanto le interesaba.

—Bien, mi fiel amigo, ahora es el momento apropiado. ¿Qué nuevas me podéis dar acerca de los encargos que os encomendé?

Repitió de nuevo el hombre la operación del pergamino y de los anteojos, y tras limpiarse la pringada boca con el antebrazo consultó sus anotaciones y se dispuso a hablar.

—Veréis, lo primero que hice fue enterarme de la dirección de la posada donde paraba nuestro personaje y de cuántos criados estaban a su servicio y en calidad de qué. Supe al punto que la economía del de López Dóriga era, sin duda, infinitamente más boyante que la de nuestro hombre, ya que como sabéis los criados de los poderosos son muy presumidos, fáciles al halago y celosos de los blasones de la casa que sirven y uno de ellos me confesó por el módico precio de una ronda de vino que su amo corría con tres cuartas partes de la manutención de ambos y que don Álvaro de Rojo, además de pagar una solamente, traía consigo a un único escudero que le servía para todo y en cambio su señor tenía a su beneficio no menos de ocho servidores entre ayo, lacayos, escuderos y pajes; y en cuanto a cabalgaduras, tenía en las cuadras de una alquería en las afueras de la ciudad, pues los estudiantes ya sabéis que no pueden tener sus caballos intramuros, ocho magníficos animales, en tanto que nuestro vigilado había acudido a Salamanca en dos modestas acémilas. De todo ello es fácil deducir que los negocios de la familia de los Rojo no son, precisamente, rentables y que su economía es muy precaria.

El portugués bebía más que escuchaba las palabras de su hombre y tras encargar otra ronda de un fuerte orujo que ya les habían servido anteriormente, le invitó a proseguir.

—Bien, luego dediqué mi tiempo a hacerme el encontradizo en los figones y demás lugares que ellos tenían por costumbre frecuentar. Ya sea por el hábito de verme o sea porque me supe ganar su confianza, trabamos una, llamémosla, amistad que me permitió sentarme a su mesa o invitarlos a la mía y, dado que los estudiantes son proclives a dejarse obsequiar y a permitir que otros paguen las rondas, usando de la libertad que tan generosamente me otorgasteis fui, en verdad, rumboso con ellos; de la frecuencia de trato viene la confianza, y esta última mezclada con el vino suelta las lenguas, así que me fui enterando de lo que me convenía.

«Casilda se llama la mujer cuya leche mamó nuestro hombre, y actualmente es fámula en San Benito; frecuenta su casa con asiduidad y es muy querida de su familia. La criada de su madre casó con un correo de posta del Santo Oficio; su nombre es Leonor y Marcelo el de su marido, viven en Carrizo de la Ribera, aunque próximamente se instalarán en Toledo. Y finalmente y sin que quepa la menor duda María Lujan fue la comadrona de aquel parto y de todos los que lleva a cabo el doctor Gómez de León; está casada con un rentero de los Rojo. Por todo ello, no es lógica la discusión que escuchasteis en la feria de Carrizo, pues las tres mujeres han de estar evidentemente de acuerdo sobre el sexo de la criatura que parió doña Beatriz de Fontes hace ahora sobre quince años, en Quintanar del Castillo. Y ahora lo más importante: os puedo asegurar que el muchacho no tiene mancha alguna en su espalda. La tiene blanca e inmaculada como un querubín y, aunque no tenga importancia, debo deciros que no le dotó el cielo para el ejercicio físico ni para las armas.

—Y ¿cómo habéis averiguado todo esto?

—Ya os he dicho que conseguí introducirme en el grupo de sus íntimos, de modo y manera que me aceptaron sin inconveniente en sus idas al gimnasio para jugar a la pelota vasca o a la sala de armas para practicar la esgrima. Lo demás, ya lo podéis imaginar, nos cambiábamos de ropas en lugares comunes y al cabo del tiempo fue coser y cantar el poderlo observar cuando se desvestía para hacer el ejercicio que correspondiera, de modo que os ratifico que mancha tan peculiar no la he visto yo en parte alguna de su cuerpo.

—Habéis trabajado bien y diligentemente. Volveréis a Salamanca y seréis mis ojos y mis oídos, hasta el punto de que cualquier cosa que observareis y creyereis importante no dudéis en hacérmela saber.

—Tenga por cierto vuesa merced que así lo haré.

—¿Cómo anda vuestra bolsa después de los gastos que habéis tenido?

—Todavía me arreglo. Vuecencia se excedió en demasía la última vez.

—Tomad entonces, esto es para vos.

Y diciendo tal, el portugués extrajo de su alforja una bolsita de cordobán cuya embocadura estaba cerrada por un cordoncillo de cuero, y la alargó a su paniaguado esbirro. Este, con un ampuloso y servil gesto, la tomó y tentándola calculó rápidamente el valor de la gratificación, guardándola después en su cinturón.

—Vuecencia es excesivamente generoso con mi humilde persona; no dudéis que todo mi empeño estará a su servicio.

—Siempre me servisteis fielmente... Espero que sigáis haciéndolo.

Alzóse el portugués, tras decir esto último, y dando por concluida la entrevista pagó al mesonero lo consumido y salió del figón acompañado de su espía salmantino, que por complacerle, hasta le sujetó el estribo de su cabalgadura.

Días felices

Catalina no recordaba, en sus jóvenes años, un período de tiempo tan hermoso como el que estaba viviendo aquellos días en la mansión del marqués de Torres Claras. La triquiñuela de la pérdida de memoria le vino pintiparada para justificar olvidos e ignorancias; así, cuando alguna pregunta la podía comprometer, la soslayaba diciendo que le era imposible recordar nada. Fue descubriendo poco a poco el encanto y la magnificencia del lugar donde se desarrollaba su nueva vida, y al acostarse por la noche era incapaz de encontrar algo, actividad o situación, que no la hubiera complacido. Se asombraba sin embargo de las pocas veces que volvía a su memoria el recuerdo de los quince años vividos en San Benito, de sus angustias y sus miedos, sobre todo tras la muerte de sor Teresa; sí recordaba en cambio con complacencia, los felices ratos pasados en compañía de Blasillo en su niñez y con Casilda en su adolescencia. ¡Jamás los olvidaría! Fueron su única familia y su sostén desde que tuvo uso de razón.

Tras cuatro días de permanecer recluida en su aposento, el físico de la casa de Cárdenas le recomendó hacer ejercicio al aire libre y tomar el sol.

En cuanto el marqués tuvo conocimiento de que ya podía moverse, la llamó a su presencia a fin de conocerla e intentar saber algo más de su historia, pues sólo tenía noticia de lo acaecido desde el momento en que su hijo y don Suero la habían salvado de la acometida de aquellos desalmados. Diego le notificó por la mañana que su señor padre la recibiría tras el almuerzo en el templete acristalado que presidía la sala de armas. Desde aquel instante todo fueron temores y aprensiones. La hora llegó indefectiblemente y Catalina se encontró atravesando el umbral de la regia estancia, caminando hacia el sillón donde estaba instalado el noble personaje; al entrar el sol por su espalda a través de los vidrios de la cristalera y estar el de Cárdenas ubicado en una tarima tapizada de recio terciopelo grana, quedaba realzada su prestancia de tal manera que hacía, si cabe, más majestuoso su porte. A su lado y vistiendo negros ropajes y a un paso por detrás del sillón se hallaba, de pie, serio y respetuoso, el ayo de Diego, don Suero de Atares, totalmente restablecido ya del grave percance habido en la feria de Carrizo y cuya única secuela era una leve cojera.

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