Catalina la fugitiva de San Benito (45 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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La tarde era otro de sus tiempos preferidos: bajaban los muchachos a las cuadras y aprendían a tratar a los animales, desde limpiarlos y mantenerlos hasta montarlos. También en esto, gracias a las lecciones de Blasillo referentes a los cuidados de las bestias, Catalina destacó rápidamente, hasta el punto de que otra vez fue tema de conversación, a la hora de la cena, una noche en que don Suero comentó a don Benito de Cárdenas que el «mozalbete», que por otra parte no progresaba en cuanto a recuperar su memoria, estaba claro que pertenecía a una noble casa, ya que era imposible que mostrara tantas habilidades sin haber recibido anteriormente lección alguna.

Luego del trabajo en las cuadras venía la instrucción y el manejo de las armas a caballo. Sacaban a los equinos al campo de ejercicios y allí montaban, desmontaban, cambiaban el paso, galopaban y se colgaban de la cincha al costado de la cabalgadura, hurtando el cuerpo de la vista del enemigo que pudiera observar desde el lado contrario. De todo ello lo que más complacía a la muchacha era el juego del estafermo. Consistía éste en acosar desde el corcel al galope y con una pica a la rodela de un muñeco que giraba sobre un eje mientras en un brazo sostenía un corto mango del que colgaba una cadena terminada en una bola de madera que en tiempo de guerra, ni qué decir tiene, se trocaba en una de hierro erizada de púas; al ser golpeado el pequeño escudo, el muñeco era obligado a girar sobre sí mismo, de tal forma que de no ser hábil el caballero, podía recibir en la cabeza o en la espalda un golpe que le hiciera ser más precavido en su ataque en la próxima ocasión.

De cualquier manera lo que más deseaba la muchacha era que Diego reparara en ella, lo cual sucedía de tanto en tanto. Y cuando en cualquier fútil encuentro se interesaba por su salud, por el estado de su memoria o por sus adelantos, tanto del cuerpo como del espíritu, la felicidad la embargaba y por la noche no lograba conciliar el sueño.

Catalina, a sus quince años y pese a su disfraz, con el cabello bien cortado componía la imagen de un apuesto doncel y lamentaba profundamente no poder mostrarse como la muchacha que era a los ojos de Diego.

Un sinfín de aconteceres habían acaecido desde su llegada a Benavente, y el más significativo había sido la toma de conciencia del hecho de ser mujer.

Una noche, cuando todos los habitantes del palacio descansaban, excepción hecha del cuerpo de guardia, Catalina abrió con sigilo la puerta de su alcoba, descendió al piso inferior y con un considerable esfuerzo descolgó el gran espejo moruno que lucía sobre un arcón, transportándolo después hasta su habitación. Con sumo cuidado lo colocó sobre su catre, apoyándolo contra la pared. Se despojó, a continuación, de sus vestiduras y se dispuso a observarse en él, cosa que jamás había hecho anteriormente. Lo que vieron sus ojos le cortó el aliento. Ante ella apareció una criatura desconocida: el cabello negro cortado a lo paje, un óvalo de rostro perfecto, dos ojos grandes avellanados bajo el arco de las cejas y una nariz recta y breve, después unos labios carnosos y un mentón en el que lucía un gracioso hoyuelo, todo ello sobre un airoso cuello. Hasta aquí, aunque de otra manera, le recordaba la imagen que le habían devuelto las tranquilas aguas del estanque de las monjas.

Sin embargo, lo que sus ojos vieron a continuación era para ella totalmente nuevo y apasionante. Sus hombros eran redondos, los brazos torneados, dos pechos altos e independientes pugnaban por erguirse adornados por dos pezones orgullosos. Después, bajo el seno derecho observó la mancha que ya casi había olvidado desde que fuera una niña; parecía talmente un diminuto ojo del que brotaban tres lágrimas escarlata, y hacía muchas fechas que no había vuelto a fijarse en él. Luego miró su vientre: era plano y hundido, y más abajo observó la mata breve, oscura y misteriosa de su monte de Venus. El conjunto era soportado por dos piernas largas y torneadas; sus pies... no alcanzaba a verlos en el espejo, pero ya los conocía. Luego la muchacha se dio la vuelta lentamente y alcanzó a ver su espalda, recta y firme, que descansaba sobre un trasero respingón y prieto.

En aquel instante Catalina decidió que su vida sería la de una mujer plena y rotunda, y sin saber por qué su mente evocó a Diego.

El muchacho se había convertido en el epicentro de su vida. Creía haberlo amado desde el día en que su rostro se asomó por el tragaluz de su celda de castigo. La ausencia, su amanecer a la vida, la defensa que de ella hizo ante la priora y que Blasillo le relató, su valiente intervención en la para ella afortunada jornada de los malandrines que la atacaron el día de la llegada a Benavente habían, si es que eso era posible, aumentado su sentimiento; un sentimiento que había nacido cuando era una niña, pero que fue creciendo dentro de ella a la vez que lo hacía su persona. En aquel momento, cuando cada noche al acostarse pensaba en él, sentía que su corazón iba a estallar y le iba a abrir el pecho.

Dentro de sus tareas, lo que más le apasionaba era que Diego o don Suero la llamaran para cualquier necesidad, fuera ésta la que fuera. Dos sucesos bloqueaban su memoria. El primero aconteció una mañana cuando Diego se presentó en la galería de la sala de armas para ver los progresos que hacían los pajes. En aquel instante, Catalina tiraba espada con Lorenzo, el encomendado del deudo del marqués de Torres Claras. Estaban ya finalizando el asalto cuando la muchacha advirtió que en un rincón don Suero departía con Diego; ya habían acabado y ambos contendientes se ayudaban mutuamente a deshacer los lazos que sujetaban a la espalda los acolchados petos que les protegían, junto con las caretas, de cualquier lance desafortunado, y se disponían a dejar las armas en las panoplias cuando tras ella resonó la voz del escudero:

—¡Alonso! No os desvistáis, vais a tirar con don Diego un par de asaltos.

Catalina sintió cómo la sangre se le helaba en las venas y se oyó replicar:

—Pero, señor, vuesa merced sabe que...

—¿Acaso os flaquea el ánimo? Jamás pensé que fuerais pusilánime. De todos modos, si tenéis miedo se preparará Lorenzo.

A Catalina le regresó la sangre.

—De ninguna manera, únicamente es el respeto que debo a don Diego.

Ahora fue este último el que intervino:

—En el combate no hay señores ni pajes, Alonso. O ¿imagináis que cualquier hereje me va a tratar de excelencia cuando nos enfrentemos a ellos, que Dios haga que sea pronto, en el campo de batalla?

—No, señor, supongo que no.

—Pues andando que luego es tarde.

Ahora fue don Suero quien intervino:

—Alonso, con espada y vizcayna idos a preparar en tanto lo hace don Diego.

Ya iba a partir Catalina a pertrecharse de nuevo cuando a su espalda oyó la voz de Diego que, dirigiéndose a don Suero, murmuraba por lo bajo:

—No hace falta, ayo, tal como estoy... serán únicamente unos minutos.

—Mejor que os preparéis... nunca se sabe. Y un percance le puede suceder al más diestro.

—Pero si practica hace menos de un año. No seáis tan aprensivo.

—Por lo menos la careta, Diego. Yo he visto ya muchas cosas.

—Sea, pero únicamente por complaceros.

—Sea por lo que sea, pero hacedlo.

Diego se fue hacia el panel de armas y tomando una careta se la colocó bajo el brazo; luego probó varias espadas embotadas por la punta y, tras flexionarlas contra el entarimado, escogió la que le pareció más apropiada. Después de todos estos preparativos se fue a colocar en uno de los extremos de la larga alfombra que marcaba el campo en tanto don Suero se colocaba en el centro y Catalina en el otro extremo.

—Alonso, no tengáis reparo. Actuad como si vuestro contrincante fuera uno de los pajes con los que tiráis habitualmente. ¿Me habéis entendido?

La muchacha asintió con la cabeza.

—Entonces, señores, ¡preparados!

Ambos contendientes se colocaron las respectivas caretas.

—¡En guardia!

Diego y Catalina chocaron sus aceros en el saludo obligado de los duelos.

—¡Combate!

A la voz del ayo, los dos se colocaron en posición: detrás el pie izquierdo, la punta del acero hacia el rival y el brazo posterior, levantado y doblado por el codo el de Catalina e indolentemente puesto con el puño en la cintura el de Diego. Las puntas de las espadas se tanteaban.

Catalina inició un tímido ataque que Diego, con un hábil y ligero movimiento de muñeca, desbarató. Luego vino la contra del muchacho, que la obligó a retroceder dos pasos; Catalina fue cobrando confianza y su espíritu joven se tomó aquello como un juego. Tras parar un par de veces más el acoso del joven y fintarle a la altura y a la derecha de su rostro, esperó la parada de él y pasando por debajo su acero le buscó el tocado, que Diego solventó con maestría; sin embargo, aunque la careta impidió verlo su cara reflejaba una leve sorpresa en tanto que, con la espada en línea, retrocedía para recuperar la posición. Don Suero sonreía socarronamente. El tiempo fue transcurriendo y los contrincantes se iban acalorando, cuando el escudero marco un alto; ambos se detuvieron y tras el saludo de cortesía se retiraron la protección del rostro y se dirigieron a una mesilla en donde, de una frasca, don Suero escanció agua fresca con limón en dos vasos.

—Muy bien, Alonso, está muy bien. Habéis progresado mucho.

—Son las lecciones de don Suero.

—Decid que no, es él que se esfuerza y que indudablemente está dotado para las armas —respondió el ayo—. Ahora, si me permitís. —Y al decir esto tomó a Catalina del brazo y la llevó a un rincón mientras le decía algo al oído.

—Bien está, ¿me traicionáis? Jamás hubiera pensado algo así de vos. —La voz del joven marqués sonaba jocosa y divertida.

—Es por mejor adiestraros, siempre en vuestro beneficio —respondió el ayo en la misma tesitura.

Ambos contrincantes se hallaban de nuevo frente a frente y ya cruzaban sus aceros. El asalto iría ya mediado cuando, súbitamente, Catalina cambió en una fracción de segundo su espada de mano y adelantando su pierna izquierda la colocó ante la derecha, de tal forma que invirtió su guardia y atacó a Diego por el lado contrario hasta el punto de que éste, sorprendido, tuvo que retroceder precipitadamente e instintivamente echó mano de la vizcayna que, como por arte de magia, apareció en su mano izquierda. El ayo sonreía. Diego había retrocedido tres pasos con el fin de parar el ataque y había llegado al límite de la larga estora que delimitaba el campo. La muchacha había conseguido, a los ocho meses de instrucción, poner en apuros a un espadachín de la categoría del hijo de la casa de Cárdenas, que ya repuesto de la sorpresa contraatacaba con furia contenida, de tal guisa que don Suero con muy buen criterio detuvo el asalto.

—¡Suficiente por hoy! ¡Bajen las armas!

Ambos contrincantes se retiraron hasta su posición, se saludaron cruzando sus aceros y a continuación se retiraron las caretas.

Catalina sonreía plena de satisfacción y Diego, a su vez, lo hacía con un punto de sorpresa y admiración.

—¡Pardiez que me habéis sorprendido, Alonso! No pensé que hubierais hecho tantos progresos. De seguir así, os aseguro que vendréis conmigo a la Corte y seréis mi paje y escudero.

Aquella noche Catalina no pudo conciliar el sueño.

La otra circunstancia que aconteció, cambió realmente la vida de la muchacha e hizo que, en una mañana, se sintiera súbitamente mujer.

Había acudido a la llamada del camarero de Diego y éste le comunicó que iba a estar toda la jornada al servicio directo del joven, ya que el paje que desempeñaba tal cometido había caído enfermo. Catalina se creyó la mujer más feliz del mundo y se dispuso a cumplir su labor con celo y diligencia. Estaba en la gran cocina esperando la llamada de la campanilla que correspondía a las habitaciones del joven marqués y ya tenía preparada la gran bandeja con las viandas que éste tenía por costumbre consumir, de tal manera que cuando ésta sonó pudo partir al punto sin dar tiempo al jefe de cocinas a que diera la orden. Llegado que hubo al pasillo donde se encontraban las estancias, dejó la gran bandeja sobre una mesa auxiliar y se alisó la ropa, llamando a continuación con los nudillos en los cuarterones de la recia puerta a la espera de la voz que autorizara su presencia. Ésta llegó pastosa y soñolienta. Catalina empujó el picaporte con el antebrazo y presionó la hoja con el hombro, introduciéndose en la oscura estancia en tanto cerraba con el tacón del pie derecho la gruesa hoja; momentáneamente, la densa oscuridad no le permitió divisar forma alguna, pero al cabo de un tiempo sus ojos se acostumbraron y comenzaron a distinguir el perfil de las cosas. Desde el fondo de la adoselada cama surgió la voz velada de Diego.

—Abrid las cortinas, Pablo, es ya la hora de levantarme.

—No soy Pablo, señor, soy Alonso. Vuestro paje personal está acatarrado y me han encomendado a mí vuestro servicio.

—Está bien, pues comenzad. —La voz tenía un tono de sorpresa—. Como os he dicho, abrid los cortinajes.

Catalina se dirigió al fondo de la habitación tras dejar la bandeja en una mesa de tijera que sujetaban dos cinchas de cuero cruzadas; con un fuerte tirón apartó los cortinajes que impedían que la luz del astro rey penetrara en la estancia. Ésta atravesó los policromados vidrios y tiñó de diversos colores los muebles y paredes de la estancia. Al volverse, la muchacha vio que Diego se había incorporado y, ya sentado en la gran cama, con la punta de los pies buscaba sus babuchas árabes de cuero trenzado que le servían de zapatillas.

—Alonso, el agua del baño me gusta muy caliente, id a por ella y no os demoréis. Mi señor padre me ha citado para dentro de tres cuartos de hora.

La muchacha partió para regresar al poco rato con dos grandes jarras de estaño llenas de agua hasta los bordes. Cuando entró de nuevo en la estancia no vio por parte alguna a Diego y supuso que estaba en la habitación de al lado, que le hacía de vestidor, escogiendo la ropa que deseaba ponerse aquel día. Su voz llegó de nuevo hasta ella, pero esta vez clara y concisa.

—Escanciad el agua en la bañera y acercad la toalla y el aceite para los músculos que está en el anaquel del fondo.

Catalina así lo hizo y cuando se dio la vuelta para retirarse casi le da un pasmo. Ante ella, en toda su joven y espléndida desnudez, se hallaba el joven, hermoso como un san Sebastián y sin dar importancia alguna a la situación.

—No os retiréis, Alonso. Ayer hice un mal gesto en la sala de armas y me es doloroso llegar a mi espalda. Me tendréis que ayudar y darme un suave masaje.

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