Catalina la fugitiva de San Benito (46 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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A Catalina se le había retirado el color del rostro y fue consciente de que en un instante el muchacho se iba a dar cuenta de que la situación la había afectado sobremanera, como así fue.

—¿Qué os pasa, Alonso, es que no habéis visto en vuestra vida a un hombre desnudo?

—No, señor... digo... sí... claro está... en muchas ocasiones.

—Pues entonces, ¿qué ocurre que os habéis quedado sin color y medio alelado?

—Es que no tengo costumbre. No es mi trabajo habitual y temo no ser suficientemente hábil para el cometido que queréis que desempeñe.

—No os preocupéis. Yo os indicaré cómo debéis manosear mi espalda. —Y sin darle más importancia, el joven se deslizó en la pequeña bañera, sentándose en su fondo de forma que sólo sobresalían del agua su torso y sus rodillas—. Colocaos detrás de mí; poneos un poco de aceite de la botella lila en la palma de las manos y haced un movimiento circular a la altura de mi omoplato izquierdo. Es ahí donde tengo anudado el tendón.

Catalina, con las manos temblorosas se dispuso a cumplir lo ordenado, alegrándose en lo más profundo de su corazón de que, al estar ubicada a la espalda del joven, estaba asimismo a salvo de su mirada. Tomó la botella indicada, vertió un poco del oleoso líquido en su palma derecha y tras fregotearla con su otra mano puso ambas sobre el torso de Diego; una descarga tal que si un rayo hubiera caído sobre ella la atravesó desde el pelo a la planta de los pies, hasta el punto de que estuvo cierta de que el muchacho advertiría sus temblores. Lentamente fue reaccionando, su mente se impuso a sus sentimientos y poco a poco fue moviendo sus manos en círculo sobre la zona dañada; la piel era tersa y suave y las aletas de su nariz se inflamaban ante el efluvio de nuevos olores que atacaban su pituitaria.

Su mente voló hasta Casilda y recordó una de tantas charlas mantenidas en el escondite del lavadero del convento el día que le dijo que cuando hiciera el acto del amor con el ser amado sentiría como si el arco iris le estallara en el vientre. Jamás podría ser. Era una elucubración de su mente. Ni siquiera tendría la oportunidad de mostrarse como la mujer que era y, caso de que tal milagro sucediera, ¿acaso un hombre como el joven marqués de Cárdenas se iba a fijar en una muchacha que ni siquiera conocía quién era su padre ni a qué familia pertenecía?

—Más hacia el centro, Alonso... y no tan deprisa. Tenéis que conseguir que el aceite penetre a través de los poros de mi piel, en la espalda.

La voz de Diego la despertó de su ensoñación y la hizo descender al mundo real, así que se dispuso a desempeñar su cometido de la mejor manera posible a fin de prolongar al máximo aquel momento mágico, ya que jamás volvería a sentir las sensaciones que esa mañana se habían despertado dentro de ella.

Ya de noche, en la intimidad de su aposento, fue recordando segundo a segundo su aventura y casi sin darse cuenta comenzó, cual si fuera un podenco, a olisquear las palmas de sus manos a fin de encontrar en ellas rastros de los aromas despedidos por la piel del joven mezclados aún con los restos del aceite con el que ella había amasado su torso. Cuando lo consiguió, un calor fue penetrando por todo su cuerpo y sin saber por qué una humedad invadió su entrepierna.

Nubarrones

El portugués llegó a Astorga a revienta caballo y tras un breve alto en la posada donde tenía por costumbre pernoctar con el fin de cambiar la ropa de viaje por otra más adecuada para la ocasión, quitarse el polvo del camino y tomar un ligero refrigerio, encaminó sus pasos hacia el palacio del secretario provincial del Santo Oficio, que distaba de su mesón no más de media legua.

Era éste un sólido edificio diseñado por el arquitecto italiano Andrea Nazario y terminado por su discípulo Arístides de Fulco; ocupaba todo el cuadro de calles que lo circunvalaban y su aspecto, como correspondía a sus funciones, era sólido, regio e imponente. Tenía una entrada por cada una de las fachadas, pero dos de las solidísimas puertas estaban invariablemente cerradas, usándose únicamente la principal como tal y la posterior como puerta de servicios y de entrada a las mazmorras del sótano. Sobre la primera se abría una gran balconada de piedra que se usaba en aquellas ocasiones en las que el prelado o alguna destacada personalidad eclesiástica o civil debía dirigirse al público que llenara la plaza que ante ella se abría, y a ambos lados de la misma se ubicaban sendos ventanales y tres más pequeños a la altura del segundo piso; en las otras tres fachadas eran seis los ventanales, pero no se abría en ellas balcón alguno. Rematando el palacio, en cada esquina se alzaba un torreón con troneras que servían como defensa del edificio en caso de cualquier incidente; estaban diseñados de tal forma que unos cuantos mosquetes y en tiempos anteriores unos arqueros podían fácilmente rechazar a cualquier turba que con intenciones aviesas se acercara al edificio, ya fuere para apoderarse de él o bien para liberar a los presos que en sus mazmorras subterráneas estuvieren alojados. Tomarlo, de no ser un verdadero ejército, hubiera resultado una vana tarea.

Hizo el trayecto a pie con el propósito de ordenar sus ideas y poder ofrecer al prelado un relato coherente y puntual de todas sus andanzas, ya que era consciente del escaso y valioso tiempo del obispo así como de su gusto por la concisión y la claridad. Llegado al palacio residencia, fue reconocido de inmediato en la puerta por el encargado de la misma. Éste al punto hizo llamar al chambelán de servicio de día, quien aun sabiendo que don Sebastián Fleitas de Andrade no constaba entre los visitantes convocados para aquella mañana, lo introdujo a través de pasillos y estancias en la antesala del despacho de su eminencia, pues era consciente del interés que mostraba éste ante la presencia del peculiar personaje.

—Monseñor está con su excelencia el señor corregidor de la ciudad. En cuanto salga, os dejaré entrar. Ya habréis observado que os he hecho pasar directamente para que no guardarais antesala en el salón de visitas.

—Sois muy gentil y os agradezco la deferencia.

—¿A vuecencia le apetecería beber alguna cosa para entretener el tiempo?

—No es necesario. Id a vuestras cosas; me consta que vuestro cargo tiene mil obligaciones.

—Entonces, si no disponéis nada más, con vuestro permiso me retiraré. En cuanto sea posible su excelencia reverendísima os recibirá.

—Id con Dios.

—Con Él quedad.

Tras este breve diálogo, el chambelán partió a sus quehaceres, dejando al familiar en medio del aposento con las piernas separadas y la mano izquierda apoyada en los gavilanes de su espada en tanto que la diestra buscaba la fíbula de su capa para soltarla y dejar la prenda sobre un escabel; como de costumbre, las habitaciones del palacio estaban, para su gusto, excesivamente caldeadas. La espera fue breve y la aprovechó el portugués para repasar su exposición a fin de que ésta se ciñera a los gustos de su excelencia, pues de ello dependía en gran parte la generosidad del prelado y, por ende, lo abultado de la escarcela de doblones que como remuneración de sus servicios y previsión de futuros gastos sin duda le entregaría. Un tintineo de llaves precedió al secretario, que se personó para acompañarlo a la presencia del prelado. Recogió don Sebastián su ferreruelo del escabel donde lo había dejado y a la indicación del coadjutor se dispuso a acompañarlo; avanzaron a través de un largo corredor jalonado cada diez pasos por la pintura de una figura de la iglesia hispana, ya fuera un santo, un cardenal, un apologeta o un prelado que hubiera precedido en el cargo al actual secretario, y llegaron al salón que era la antecámara del despacho del obispo.

—Si vuecencia tiene la amabilidad...

El secretario indicó con el gesto que esperara ante la puerta guardada por dos jóvenes clérigos que hacían las veces de vigilantes y ayudas de cámara, y que al aproximarse el hombre compusieron su figura y se aprestaron a ser requeridos. El camarlengo se introdujo en el despacho y salió al instante.

—Don Sebastián, si sois tan amable. —Y al esto decir le indicó con la mano que podía acceder al gran despacho.

Hízolo al punto el portugués y el secretario percibió claramente el grado de interés del prelado cuando éste, abandonando su sillón tras la gran mesa, acudió solícito a su encuentro, con ambas manos tendidas hacia el visitante. Don Sebastián dobló su rodilla para besar el pastoral anillo, pero el prelado tomándolo afectuosamente por el brazo lo obligó a levantarse.

—Alzaos, mi dilecto amigo. Pocas son las personas que en estos trabajosos días que vivimos me produzcan, con su mera presencia, más placer y tranquilidad.

—Gracias por la consideración que mostráis hacia este humilde servidor al llamarme dilecto amigo. Yo soy meramente un servidor de vuestra excelencia que intenta, únicamente, cumplir con sus obligaciones.

—Raras son en estos tiempos las personas que saben cumplir con sus deberes. Si abundaran más, este país no andaría a la deriva en lo político y en lo militar, y nuestra misión es que en lo tocante a la fe las cosas marchen por otros cauces, cosa a la que vos contribuís sin duda alguna.

—Vuestros inmerecidos elogios me abruman.

Tras esto decir, ambos personajes se dirigieron al tresillo que se encontraba situado bajo el vitral de policromados vidrios por el que entraba una matizada luz que se expandía por toda la estancia proporcionando, junto con el resplandor que partía de los encendidos leños de la gran chimenea, un ambiente cálido y confidencial. El prelado se ubicó en el extremo del sofá y, tras arrebujarse en sus amplios ropajes, indicó al portugués que lo hiciera en el sillón del mismo lado. Obedeció al punto el familiar y esperó a que el doctor Carrasco tuviera a bien abrir el diálogo.

—Mi dilecto amigo, dos son las razones por las que os he enviado recado para que tuvierais a bien visitarme.

El portugués enarcó las cejas, adoptando una expresión interrogante.

—En primer lugar tener conocimiento de las novedades que pudieren darse en vuestras gestiones, y después daros cuenta de las noticias que hasta mí han llegado y que afectan y modifican sin duda los pasos que tendréis que dar en el futuro.

—Soy todo oídos, reverencia.

—Prefiero que seáis lengua primeramente y me deis cuenta de vuestras pesquisas.

El de Fleitas relató concisa y escuetamente, a gusto del prelado, todas las noticias que a través de sus delatores y por sus propias indagaciones había obtenido, comenzando por las referencias que hasta él habían llegado de la audiencia, tan trabajosamente conseguida, por el hidalgo con don Jerónimo Villanueva y llegando hasta su última entrevista en Zamora en el mesón de Bellido Dolfos con su informador.

—Entonces ¿afirmáis que el estudiante de Salamanca que según parece es hijo de don Martín de Rojo no tiene señal alguna en el cuerpo que pueda parecerse a un ojo del que manan tres lágrimas escarlata?

—Rotundamente, excelencia. La persona a la que encomendé este asunto es de mi absoluta confianza, talmente como si yo mismo hubiera hecho la gestión. Y... al hilo de lo que os he contado sugiero, excelencia, que seamos muy cuidadosos con los trámites que llevemos a cabo para impedir que nuestro personaje consiga entrar en alguna orden de caballería. El apoyo del pronotario de Aragón no es despreciable... ya conocéis que Su Majestad lo distingue con su aprecio y amistad pese a que ya os he comentado que ha hablado en varias ocasiones despectivamente del Santo Oficio.

—Lo tendremos en cuenta, don Sebastián, pero no dudéis que, finalmente, todo aquel que se enfrenta al Santo Oficio es derrotado; cabezas más altas e insignes han caído, ni siquiera una testa coronada está libre de nuestro poder. ¡No olvidéis, jamás, que nos asiste Dios! Además, querido amigo, os rogaría que no me dierais consejos; prefiero que me deis informes.

El portugués captó inmediatamente en la palabra y el tono del prelado el mensaje que le enviaba, y decidió cerrar la entrevista con el relato de su visita a la casa del doctor Gómez de León.

—Perdonadme la sugerencia. Solamente el afán de que nuestros desvelos lleguen a buen puerto, y el deseo de que tengáis cabal referencia de los enemigos a los que podéis enfrentaros, han guiado mi interés. Y ahora permitidme que os relate mi última gestión, que creo ha sido provechosa.

Llegado a este punto don Sebastián intentó paliar el mal gusto que su postrera intervención había dejado en su protector, aumentando y exagerando los puntos que a él favorecían de su entrevista con el médico.

—... Y cuando ya lo arrinconé, me confesó que aquellos libros habían estado siempre en su casa y que siempre habían pertenecido a su familia. Creo, por tanto, que su apresamiento debe ser inmediato.

—¿Decís que le requisasteis el volumen de los
Proverbios morales
de Sem Tob?

—Así es, excelencia, ved.

El portugués extrajo de su zurrón el pequeño tomo y se lo entregó al prelado. Este lo examinó a fondo buscando todos aquellos proverbios que de alguna manera ensalzaban al pueblo judío.

—Habéis procedido diligentemente. Ese incauto nos ha puesto la excusa en bandeja. Mañana por la noche dormirá en una mazmorra y ya veréis cómo se refresca su memoria. Ahora atendedme sin perder una coma, ya que lo que os voy a relatar va a tener mucho que ver con vuestros futuros pasos.

Instintivamente el portugués acercó la cabeza a la de su interlocutor. El prelado fue desgranando, sin obviar detalle alguno, la entrevista que sostuvo con sor Gabriela sobre la muerte de la madre Teresa y la huida de San Benito de una postulanta que, al parecer, tenía todos los síntomas de un pacto con Satanás. Ratificó sus afirmaciones mostrándole la carta que había recibido de la nueva priora; ésta le encomendaba que su próxima visita fuera San Benito y que allí, sin dilación alguna, dirigiera sus pasos. Tampoco se olvidó de mencionar las tres mujeres que tan viva discusión sostuvieron en la feria de Carrizo de la Ribera.

Amoríos

Catalina vivía un sueño. El sentimiento que tan prolijamente le había intentado explicar Casilda en sus interminables charlas en el escondite de los lavaderos nada tenía que ver con el intenso gozo que invadía su joven corazón. Era un no vivir. Soñaba con Diego, admiraba su gentil apostura, envidiaba su habilidad con los caballos, su destreza con las armas, y su cabeza fraguaba mil fantasías acerca del día y la circunstancia en que él se diera cuenta de que ella era mujer y enamorada.

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