Catalina la fugitiva de San Benito (85 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Descendió Catalina de la litera ayudada por la mujer y recogiéndose el chal y metiendo sus manos en el manguito, de forma que ni un centímetro de su piel quedara al descubierto, se introdujo en El Rincón del Ermitaño. Al principio le ocurrió lo que le había sucedido a la dueña, pero cuando ya sus ojos se habituaron a la media luz, avisada como estaba, al punto distinguió la silueta del joven que, bajo el ventanal, la aguardaba ansioso.

Con el paso contenido y el corazón en la boca, Catalina se acercó.

En aquel mismo instante un hombre abría la puerta de la confitería y se ubicaba en un alejado rincón, frente a ellos.

Diego se había puesto en pie. Al llegar a su altura la muchacha sacó la diestra del manguito y se la dio a besar, tapado el rostro todavía con el pañolón que cubría su cabeza; el muchacho tomó su mano y sin dejar de intentar adivinar el perfil de su semblante la acercó a sus labios. Ambos parecieron quedarse prendidos en el tiempo, y éste se detuvo.

—¿Es posible que el cielo haya bajado esta tarde a la tierra, señora?

—Tal será si así os parece.

Diego, sin soltarle su mano, hizo que se sentara a su vera en el banco de la pared. Ella, con un mohín de coquetería y con la excusa de apartar el mantón de su faz, se soltó. Catalina casi no podía articular palabra, tal era el estado de nervios que la embargaba. Pero cuando él observó su cara sin el disimulo de la mantilla, creyó que un ángel le había visitado aquella tarde.

—No creáis que porque sea una cómica acostumbre hacer caso de los billetes y citas que me dejan todos los días en el teatro. Sin embargo, os he de confesar que el vuestro de mi primer día en el corral, amén de halagar mi vanidad de mujer, despertó mi curiosidad, y ello refrendado por las frases elogiosas que para vuestra persona tuvo el bueno de Alonso Díaz y la historia que me contó al respecto de cómo os portasteis con él, todo ha coadyuvado para que aceptara vuestra invitación.

—El motivo es lo que menos me importa. El hecho es que estáis aquí y siento que soy uno de los hombres más afortunados de la Corte; os he seguido desde que debutasteis en el Príncipe y creedme si os digo que no hay en Madrid admirador de vuestro arte más entusiasta, ferviente y rendido que yo.

—¡Cuan avisado sois y cómo sabéis tratar a las mujeres! Cómo sabéis que una mujer puede estar sin comer un mes, quince días sin beber y una hora sin ser halagada. Las zalemas siempre son gratas al oído de una mujer, pero lo que más me place es que admiréis mi arte.

Diego escuchaba aquella voz cantarina y su memoria pugnaba por abrirse paso entre la maraña de sus recuerdos.

—Vuestra voz, señora... no es la misma que surge desde el escenario. Tengo la sensación de haberla oído anteriormente y... muy cerca de mí.

—Tal vez.

Catalina, poco a poco, iba adquiriendo seguridad. El calor del local y la intensidad del momento hacían que el arrebol hubiera coloreado sus mejillas y estaba realmente bellísima.

El mesonero acudió solícito, inquiriendo si la señora deseaba tomar alguna cosa.

—¿Tenéis chocolate?

—¡El mejor de Madrid!

—Pues entonces, tomaré una jícara.

—Al instante seréis servida.

En cuanto partió el hombre, Diego reemprendió el diálogo en el punto donde había quedado interrumpido.

—¿Qué insinuáis con ese «tal vez»?

Catalina disfrutaba del momento y del desconcierto del joven.

—Quiero decir que, a lo mejor, he estado cerca de vos y os he hablado, pero vos, en mi pequeñez, no habéis reparado en mi persona.

—¡Tal es imposible! Solamente os he visto en lo alto del escenario.

—A lo mejor no.

—¡Por lo que más queráis, señora, no juguéis conmigo!

Diego la observaba con una fijeza solamente comparable a la que empleaba el hombre de negro que había entrado tras ella: el rostro, el ángulo de la barbilla, el perfil de sus pómulos y la finura de su garganta le eran vagamente familiares.

—¡Apiadaos de mí!

—Tal vez en un baile. Haced memoria.

—Perdonadme, pero yo tan sólo... ¡Pero sí! ¡Vos erais la dama que me nombró en la mascarada en casa de los Mendoza y a la que luego busqué como un desesperado! Pero ¿cómo supisteis mi nombre?

Catalina sonreía condescendiente, gozando del momento casi mágico.

—Ciertamente oí hablar de vos a Alonso con don Pedro de la Rosa y vi cómo os señalaba desde lo alto de la escalera. Al punto asocié vuestro nombre al billete que me enviasteis el primer día. Vuestra historia despertó mi curiosidad de mujer, pero al anunciar el chambelán la presencia del conde duque y obligar a todos los invitados a tener que desenmascararse para pasar a los comedores, y al ver que mi estratagema quedaría al descubierto, tuve que marcharme. Salí por la puerta que usé al entrar en la mansión y que, por lo general, es la que emplean los cómicos de la legua
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, la de las cocinas.

—No digáis barbaridades cuando sabéis de sobra que tenéis a todo Madrid rendido a vuestros pies.

—Pues, aunque no lo creáis, he gastado muchas suelas en el polvo de los caminos del reino.

En estas pláticas andaban y el tiempo pasó volando, y cuando más entusiasmados estaban ambos María Cordero ya regresaba.

—Perdonadme, señora, pero es la hora. Ya sabéis que no podemos demorarnos; si alguien sospecha que os he facilitado esta cita, muy poco dinero valdrá mi empleo.

—Ya nos vamos, María. La verdad es que la compañía de don Diego ha resultado muy estimulante. —Tras estas palabras, la muchacha se puso en pie dispuesta a partir.

—¿Puedo abrigar la esperanza de volveros a ver? —Diego asimismo se había levantado.

—Tal vez... intentadlo. A las cómicas nos encanta el tesón y el empeño de nuestros admiradores.

—Entonces, contad con que no os podréis librar de mí.

—¿Vais a dejar aquí este chocolate? —La dueña se refería a la intocada taza que, totalmente fría, obraba sobre la mesa.

—Con tanta charla no la he probado.

—Es una lástima desperdiciar tan maravilloso néctar. —Y ni corta ni perezosa, la Cordero vació de dos tragos la jícara.

—Entonces, adiós, don Diego. Ha sido una tarde muy grata.

—Clara, vuestro más rendido admirador esperará la ocasión de veros otra vez y no vivirá hasta que tal ocurra.

—Tendréis noticias mías a través de Alonso.

—Imagino que no dejáis que os acompañe.

Catalina iba a hablar de nuevo, pero lo hizo la otra.

—De ninguna manera. Es mejor y más seguro que partamos solas.

Besó Diego la mano que le tendía la muchacha y ésta, tras ponerse el mantón y tomar su manguito, salió del establecimiento seguida por los pasos pequeños y deslizantes de la Cordero. Al punto y en tanto Diego estaba de espaldas pagando lo consumido, el hombre del rincón salía a la calle anochecida, tras ellas.

La litera avanzaba dificultosamente, abriéndose paso entre las gentes que todavía a aquellas horas andaban por las calles, unos regresando a sus casas y los otros comenzando la noche. En su camino tropezaba con viandantes, coches, sillas de mano, otras literas y gentes a caballo; algunos con doble jinete, ya que era costumbre que al caer el crepúsculo aquellos caballeros que esperaban tener dificultades en los lances que acometieran llevaran a la grupa algún criado de confianza armado hasta los dientes que ejerciera de escudero y les guardara las espaldas en caso de que durante el trámite de su aventura alguien, a traición y por un descuido, intentara atacarlos alevosamente o en cuadrilla.

El lacayo que abría la marcha portaba un farol encendido e iba dando voces y pidiendo paso en tanto que dentro de la litera y protegida su intimidad por las cortinillas bajadas que las aislaban del mundo exterior, ambas mujeres comentaban acaloradas los sucesos acaecidos en aquella, para Catalina, inolvidable tarde. A medida que se alejaban del centro, la densidad del trajín disminuía y el paso se avivaba.

De cualquier manera, el embozado husmeador del Santo Oficio no tenía dificultad alguna en seguir la litera y lo hacía a pie, ya que a caballo y teniendo que retener el tranco del animal su seguimiento hubiera sido más evidente y menos subrepticio.

Catalina no cabía en sí de gozo y explicaba a la Cordero atropelladamente todos los pormenores de la entrevista de aquella tarde.

—Y tened por cierto que vuestro disfraz ha sido tan perfecto que ni por un momento ha dado señales de reconocer a Alonso.

—Un hombre, cuando se entrevista por primera vez con su amada, no ve nada más que lo que quiere ver.

—Antes imaginaba yo que era un gentil caballero, pero siempre lo había tratado desde mi falsa condición masculina. Ahora puedo deciros que es el ser más maravilloso que existe bajo la bóveda celeste.

—Os podría decir que el amor es ciego por ambas partes, pero creo que vais a tener suerte. Yo, que soy una experta en la interpretación de los hombres, puedo deciros que creo habéis encontrado un ser excepcional.

—Pero ¿qué será de este amor tan hermoso, María? Él jamás reparará en mí como otra cosa que no sea una cómica para pasar el rato.

—La vida es muy larga, niña, y más vale ser el amor oculto de un hombre que no una aburrida y obligada esposa impuesta por las conveniencias sociales. ¿O creéis que la reina no se cambiaría por María Calderón?

—Pero ¡María, yo quiero tener hijos del hombre que amo!

—Para esto no es necesario papel alguno ni bendición de páter; la natura obra siempre.

En estas disquisiciones andaban ambas cuando la litera se detuvo en la calle Cantarranas, que era la dirección que había dado al lacayo guía la Cordero; no era otra que la del pasaje que se abría en la parte posterior de su casa, ubicada en la calle de los Francos y aún a más de veinte varas de la puerta trasera por donde Catalina acostumbraba arribar, y al lado de donde se recogía
Boabdil.
En tanto la dueña pagaba el importe del servicio aclaraba a Catalina que, yendo como iba vestida con ropas femeninas, lo mejor era entrar por aquella puerta y que la muchacha fuera directamente a su cuarto sin pasar por el piso inferior. De esta manera no era fácil que alguna de las pupilas la viera y en caso de que así fuera no le extrañaría, ya que no sería la primera vez que alguna dama de alcurnia acudiera embozada a la mancebía para entrevistarse discretamente con algún caballero, pues la discreción de la Cordero ejerciendo de celestina era legendaria en todo Madrid.

Cuando ya la litera vacía había comenzado a alejarse, la dueña retuvo por el brazo a la muchacha.

—Dejad que se vayan. No conviene que nadie sepa por dónde entramos ni adónde nos dirigimos.

Comenzaron a caminar las dos, la gruesa dama sujetándose al brazo de la muchacha y maldiciendo el empedrado y los charcos de la calle. Entre donde ellas se hallaban y la entrada de la cuadra, lucía un raquítico farol que cada noche prendía el encargado de tal menester y que pugnaba por disipar las tinieblas de aquel trozo de callejón.

Súbitamente, llegando a él, una voz destemplada las detuvo:

—¡Teneos ahí, señoras!

—¿Quién lo dice?

—La Suprema. ¡Ea, daos presas!

Entró el individuo en el mezquino círculo de luz y, al divisarlo, Catalina reconoció al instante al hombre que estaba frente a ellos en El Rincón del Ermitaño; a la dueña le atacó un tembleque imparable. En su diestra sostenía la espada y en la zurda portaba un cuadrito en el que, a aquella distancia, nada se veía. El hombre miraba alternativamente el rostro de Catalina y la pintura que sujetaba en la mano.

—¡No deis un paso más! No creemos que seáis un probo servidor del Santo Oficio. A estas horas y con nocturnidad, la Santa Inquisición no se dedica a detener a dos pobres mujeres que regresan a su casa. ¡No os creemos!

—Tendréis ocasión de comprobarlo cuando os encierren en una mazmorra.

—¡Os digo que no os acerquéis!

El hombre, haciendo caso omiso de la voz de la muchacha, avanzaba inexorable hacia ellas. María Cordero estaba a punto de desmayo. Súbitamente en la mano de Catalina apareció, sujeta por el extremo de la hoja, una daga corta de forma muy peculiar que hasta aquel instante había dormido oculta en el manguito de la bella. La voz, esta vez conminatoria, de la muchacha advirtió:

—¡Si dais un solo paso, sois hombre muerto!

El hombre, sorprendido, al principio se detuvo un instante, pero después no sólo avanzó sino que apretó el paso. Entonces todo transcurrió en un segundo. Cuando María quiso darse cuenta, ya el peculiar cuchillo había partido, tras un ligero movimiento de muñeca, de Catalina y asomaba su nacarada empuñadura en el cuello del hombre, que, soltando su espada y el cuadro que llevaba en la otra mano intentaba con ambas extraérselo en tanto que sus ojos reflejaban la sorpresa de alguien que no termina de creerse lo que está sucediendo; luego trastabilló un par de veces y vino a desmoronarse a los pies de la dueña, que por poco no se derrumba sobre él. La mujer estaba pálida y tuvo que sujetarse en Catalina. Ésta, con una decisión impropia de sus años, comenzó a impartir órdenes:

—¡Por Dios, María, no os atoréis! ¡Ayudadme!

Diciendo esto se acuclilló y extrajo su daga del gaznate del individuo; al hacerlo un borbotón de sangre oscura manó de la herida, manchándole el coleto y el jubón, en tanto un jadeo silbante llegó a sus oídos. Luego, el silencio. Catalina tomó en sus manos el boceto y lo acercó a la luz. María lo miraba por encima de su hombro.

—¡Sois vos! ¡El señor nos valga!

—Motivo de más para no dejarnos ganar por el pánico. ¡Ayudadme!

En un instante Catalina envolvió con su propia capa el cuello del hombre para contener la hemorragia y que, de esta manera, el reguero de sangre manchara mínimamente el empedrado de la calle. Luego ambas mujeres sujetaron al individuo por las piernas y tirando de él lo alejaron cuanto pudieron, dejándolo tirado en la confluencia de dos callejones que se encontraban a cuatro casas de distancia. Afortunadamente no se toparon con nadie. María resoplaba como un fuelle roto y al terminar tuvo que apoyarse en la pared para no caer.

—¡Vamos, María, hemos tenido mucha suerte. Antes de que alguien nos descubra hemos de desaparecer.

Las dos, como sombras furtivas y buscando la protección de las paredes, se dirigieron con las ropas desajustadas y manchadas de sangre a la entrada posterior de la mancebía. Una vez allí no cruzaron ni una palabra; cada una se fue a su habitación.

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