Catalina la fugitiva de San Benito (93 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—Me parece. —Diego se dirigió a los futuros contendientes—: El que quede en pie de los dos, que emita dos silbos y ambos —se refería a Campuzano y a él mismo— acudiremos presto para intentar socorrer al herido, sea cual sea.

Ahora el alférez se dirigía al silencioso fraile:

—Cuando alguno de los dos haya caído, os acercaréis a él y sin demora le impartiréis el perdón de sus pecados. ¿Me habéis comprendido?

El fraile inclinó su cabeza en señal de asentimiento.

—Entretanto, haceos a un lado hasta que vuestros servicios sean requeridos. Y ahora procedamos a escoger las armas. ¿Qué decís? —indagó volviéndose hacia Alonso.

—Espada.

—Me parece que la vuestra es doncella
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—ofendió de nuevo el de López Dóriga.

—Ahora tendréis ocasión de comprobarlo —replicó Alonso.

—¡Ténganse, caballeros, y comiencen a arreglar sus diferencias cuando nosotros nos hayamos colocado en nuestros puestos!, no vaya a ser que la ronda nos estropee el estofado. Si os parece, don Diego, podemos partir.

Diego dio un abrazo a Catalina y tras desearle suerte partió en compañía de Campuzano a ocupar, cada uno de ellos, el extremo de la tapia que rodeaba el cementerio. Llegaron ambos al farol de la esquina que correspondía al primero y en él quedó Diego; continuó el alférez bordeando el muro del camposanto y llegando al otro dobló el ángulo de la tapia. Diego observó cómo la sombra de su chambergo se proyectaba en el suelo. La luna se iba asomando por los entresijos de las nubes y un céfiro blando que se había levantando anunciando lluvia y soplando en sentido inverso de donde estaban los duelistas iba a impedir, si no cambiaba, que el ruido de los aceros, al entrechocar, llegara hasta él.

Frente a Diego y separando la arboleda que rodeaba la necrópolis se hallaba un espacio vacío en el que desembocaba el camino que atravesando el hayedo conducía a Madrid; era imposible que persona alguna se acercara sin ser descubierta. La sombra del chapeo del alférez se agrandaba y se empequeñecía según éste, en su peripatética espera, se acercara o alejara de la luz del farol.

—¿Estáis presto? Vamos a acabar esta maldita historia cuanto antes. —La voz de Cristóbal rasgó la noche.

—Creo que es una insensatez que por una nimiedad tengamos que morir uno de los dos, o quedar mal heridos.

—Si ante testigos confesáis vuestro temor y me pedís excusas, lo puedo considerar.

—Presentaros disculpas no me importa, pero confesar un miedo que no tengo... eso olvidadlo.

—Pues entonces... ¡en guardia!

Desenvainaron los aceros y tras saludarse comenzaron a girar en aquel claro de luna la danza argentada de la muerte, que arrojaba al encalado muro del camposanto una alegoría de sombras chinescas. La adrenalina recorría el cuerpo de Alonso, que no por ello dejaba de estar tranquilo con la seguridad que le proporcionaba su esgrima. Ambos contendientes giraban tentando los fierros como dos bailarines que puntearan los pasos de una pavana fúnebre. Catalina estaba dispuesta a batirse limpiamente sin recurrir al casi infalible recurso de su hábil zurda.

Su mente transitaba, en aquella circunstancia límite, por extraños vericuetos, y su vida pasaba ante los ojos de su memoria con una nitidez y una pormenorización extraordinarias. Sus fantasmas particulares iban compareciendo: Blasillo, Casilda, la madre Teresa, Rivadeneira, sor Gabriela, Tarsicia, don Suero, don Pedro de la Rosa, Ana de Andrade, don Pedro Pacheco, María Cordero... todos se mezclaban en su cabeza en una enloquecida zarabanda, exigiendo su lugar. Pero sobre todos ellos se alzaba Diego, cuya noche de amor presidiría, tal como dijo la Cordero, si éste llegaba, su último instante. La muchacha se había desdoblado en dos personajes diferentes: Alonso, que en aquel momento se estaba batiendo a muerte extrañamente tranquilo, y Catalina, que soñaba pensando todos los acontecimientos deslumbrantes acaecidos la última semana.

Diego dirigía su mirada alternativamente desde el hayedo hasta la errante sombra del chambergo que pasaba una y otra vez frente al farol; por el lado que a él le había correspondido vigilar, no era fácil que se acercaran hombres a pie o a caballo que él no divisara a tiempo para dar el aviso, e imaginó que por lo que al alférez atañía ocurriría lo mismo.

Ambos rivales habían tentado sus aceros y giraban como dos marionetas colocadas en un tiovivo. Cristóbal no era manco pero Catalina, tras varios ataques y defensas, encontró sus puntos débiles y supo que ella era muy superior. En un momento dado en que ambos estaban frente a frente, tras haber desviado Alonso con una parada en cuarta el ataque a fondo que le había lanzado López Dóriga y en tanto éste jadeaba, le espetó:

—Si queréis, dejamos este absurdo asunto y os pediré excusas ante vuestro padrino y el fraile que os acompaña.

—¡Defendeos! —clamó el otro mientras intentaba hacer una finta en alza por la derecha dando un paso lateral.

Alonso trabó su hoja en primera y ambos rostros se encontraron juntos, con las puntas de los aceros mirando a la luna. López Dóriga saltó hacia atrás y a la vez emitió un tenue silbido que sorprendió a Catalina. De la espesura del alcornocal partió un puñal que fue a clavarse en el hombro de la muchacha, por encima del coleto de piel de búfalo que en su día le regaló Diego y del que faltaba la tirilla de cuero, que con tan buen resultado había empleado; tras él apareció el fraile con la sotana arremangada, la capucha retirada del rostro y el acero desenvainado. El individuo era uno de los malandrines que siempre acompañaban a Campuzano y acosó a la muchacha por la izquierda.

Al principio Catalina se sorprendió, pero se rehizo al punto y se dispuso a vender cara su vida; la sangre empezaba a manar por la herida, pero por el momento y en caliente no había perdido la movilidad del brazo. Entonces, en un lance de la reyerta se retiró felina y agachándose extrajo de la caña de su bota la daga que le había regalado Florencio y, en menos tiempo del empleado por el relámpago en alumbrar la noche, la lanzó con la velocidad y precisión que emplea la cobra para atacar a sus presas; ya su mango afloraba de la garganta del sicario, que trastabillando se arrodillaba ahogado en la sangre que salía a borbotones de la herida.

—¡Sois un bellaco, vive Dios, y no sois digno de batiros con un caballero!

En ese instante sucedieron dos cosas: en primer lugar la espada de Catalina apareció por arte de birbiloque en su zurda y también, como por ensalmo, el alférez Campuzano se asomó acero en mano por el ángulo sur de la tapia del cementerio. Catalina vaciló unos instantes y a punto estuvo de pedir auxilio; la sangre iba empapando lentamente su coleto. Su mente trabajaba como galeote en boga de ariete y antes de que el nuevo inquilino se incorporara al duelo actuó: fintó abajo y el de López Dóriga, sorprendido por la traza que tomaban las cosas, bajó su acero al tiempo que el de Catalina, haciendo un semicírculo evitaba el embroque y lo atacaba al nivel del corazón, tirándose a fondo. Cuando Campuzano llegaba a su altura, el de López Dóriga caía muerto.

Los ojos de Diego intentaban taladrar la oscuridad que se cerraba frente a él, difuminada en aquel instante por la luz de un relámpago de la tormenta seca que no acababa de decidirse en lluvia, en tanto que con el rabillo continuaba vigilando el lento pasear, arriba y abajo, de la negra sombra del chambergo cuyo propietario, a su vez, cautelaba la otra esquina. Sus nervios estaban a flor de piel; confiaba ciegamente en Alonso, pero era consciente de que era muy diferente un asalto en la sala de armas de Benavente que un duelo a muerte. En aquel instante creyó que sus sentidos lo confundían, pues el viento le trajo el grito desgarrado de una voz que, angustiada, evocaba su nombre y un patético «¡Diego, a mí!» fue rebotando por la tapia del camposanto. Pero... ¡la voz era de Clara Arnedillo!

Las gotas de sudor perlaban copiosamente la frente de Catalina; había matado a dos hombres y notaba que la pérdida de sangre afectaba profundamente su vitalidad. Un sorprendido pero hábil Campuzano la atacaba inmisericorde, y ella no podía emplear su diestra ni tan siquiera para nivelar el cuerpo y se estaba batiendo a la defensiva con la zurda, cosa que desorientaba al alférez; en este instante observó que el valentón llevaba la mano izquierda a la espalda y tiraba de vizcayna. Entonces, a punto de desmayo y olvidándose en aquel lance de impostar su voz, emitió un grito prolongado que rasgó la noche, demandando auxilio.

Diego creyó que su mente, de tanto evocarla, le gastaba una broma cruel y en un segundo hizo varias cosas. Primeramente su instinto le llevó a observar la sombra de la otra esquina de la tapia, que como siempre estaba allí y en aquel momento se detenía junto al farol; luego, como alma que lleva el diablo, partió hacia el lugar en el que se estaba desarrollando el drama. Cuando dobló el ángulo del muro sus ojos no dieron crédito a lo que veían y rápidamente hizo la composición de lugar: Alonso yacía de espaldas en el suelo, al lado de la gran raíz de un árbol que sobresalía de la tierra, y con los gavilanes de la cazoleta de su acero que sostenía en la zurda paraba, en aquella incomoda postura, la furiosa acometida del alférez. A poca distancia estaban postradas dos personas: una era López Dóriga y la otra, un desconocido de cuya garganta asomaba la empuñadura de una extraña daga mientras del boquete abierto manaba un chorreón de sangre que empapaba la yerba; su rostro quedaba oculto, al escorzo, por una parda capucha y la espada se hallaba tirada a unos metros. Diego no lo pensó un segundo; echó mano a su tizona y se abalanzó sobre Campuzano, que en tanto se defendía emitió un agudo silbido. Ambos hombres se batieron con fiereza. Súbitamente un caballero embozado irrumpió en la escena montado a caballo y portando por la brida otro animal, que metió entre los dos contendientes. El alférez se encaramó de un brinco en la silla del cuartago y, todavía con la espada en la mano, metió espuela en tanto su iracunda voz profería un:

—¡Tendremos ocasión de vernos, señor de Cárdenas! ¡Vamos, don Álvaro! —A continuación partieron ambos a galope.

Diego dejó caer su espada y se inclinó ante Alonso, que yacía desmayado sobre la yerba. El bigote y la perilla, del sudor del lance, se habían despegado de su cara y ésta aparecía lampiña, igual que recordaba era en Benavente, y asimismo su corta melena aparecía mojada y adherida a su rostro; obvió estos detalles y se dedicó a desabrocharle el jubón y soltarle el coleto de ante por ver de restañar la sangre de su herida. La luz de la luna apareció entre las nubes, despejando la tormenta que no había llegado a desencadenarse. Un seno joven y turgente presidido por una rosa oscura apareció ante sus asombrados ojos; volvió a mirar el rostro de la desmayada criatura y acabó de apartar con cuidado los aditamentos vellosos que lo desfiguraban.

Lentamente un recuerdo se abrió paso entre las brumas de su memoria: la carita de la postulanta por la que él rompió, hacía muchos años, una lanza en San Benito era la que, en aquel momento, yacía como dormida frente a él. ¡Era Alonso! ¡Era el paje por el que creía haber sentido una insana pasión! Pero... la voz que lo había llamado aquella noche ¿no era la de Clara Arnedillo? Hizo un esfuerzo para imaginarse, orlada con el cabello largo de una peluca, aquella faz y entonces un estallido de luz inundó su mente y súbitamente lo comprendió todo.

¡Las tres personas eran la misma! Su veloz pensamiento analizó al completo todas las piezas del rompecabezas y las colocó en su sitio. La postulanta huida de San Benito, según le relató don Suero, al llegar a Benavente se había transformado en Alonso, su paje, y éste a su vez, llegando a Madrid, había sido alternativamente Alonso y Clara Arnedillo, de la que él se había enamorado perdidamente. En tanto le acababa de abrir el jubón y le apartaba el coleto de piel de búfalo a fin de restañar la sangre y ver si convenía o no retirarle la daga, la observó detenidamente. Catalina abría lentamente los ojos.

—Diego, habéis acudido a tiempo. —La voz, en aquel momento trascendental, era la de ella—. Me han atacado tres hombres; si no es por vos hubiera muerto.

—No os preocupéis de ello ahora; lo que importa es que podáis montar por ver de hallar un cirujano que os cure la herida.

En ese momento la muchacha fue consciente de su desnudez y con el brazo bueno trató de cubrirse.

—Dejadlo, Catalina, ya que si no recuerdo mal éste es vuestro nombre. Todo lo que os dije el jueves por la noche vale para hoy, os llaméis Clara Arnedillo, Catalina o incluso Alonso Díaz. Os amo por encima de cualquier condición. Tendréis toda una vida para explicarme un montón de cosas, lo que urge ahora es curaros.

Diego la cubrió de nuevo y tras depositar un suave beso sobre sus labios, la dejó delicadamente apoyada en la raíz del árbol con la que había tropezado; en la faz de la muchacha se reflejaba una paz inmensa y la expresión de la felicidad más absoluta. Partió Diego, tras envainar su acero, hacia el interior del alcornocal a fin de recoger las cabalgaduras, y cuando ya había recorrido un trecho un galope de caballos le hizo regresar.

Fleitas y Rivadeneira, adelantándose al grupo de corchetes comandados por un alguacil, habían descabalgado en el claro donde habían ocurrido los hechos. Cuando Diego volvió a asomarse a la escena, estaban acuclillados junto a Catalina e inspeccionaban la herida de su pecho en tanto el portugués decía:

—¿Veis, querido amigo, cómo por el hilo se saca el ovillo? Aquí tenéis a vuestra monja y su excelencia reverendísima el obispo de Astorga, la señal tan procelosamente buscada. —Y al esto decir señalaba bajo el seno de la muchacha el pequeño ojo con las tres lágrimas escarlatas.

Catalina, vuelta en sí, oía perfectamente cuanto se estaba diciendo pero era incapaz de mover un solo músculo, tal era su espanto ante la presencia de la chirlada cara del portugués y del fraile del convento del que venía huyendo tantos años.

—¡Ténganse, si no quieren vuesas mercedes tener un incidente! —La voz de Diego restalló como un látigo en el silencio de la noche.

El portugués se puso lentamente en pie y replicó con sorna:

—Qué inesperada sorpresa. Don Diego de Cárdenas apareciendo como un alma en pena salida del camposanto, imagino que casualmente, en medio de la noche.

—Nada tiene de casual mi presencia aquí y no sois quién para intervenir en un lance entre caballeros, cuyo juicio corresponde al rey.

—Os equivocáis, señor. Tal vez lo ignoráis, pero estabais protegiendo a una huida del Santo Oficio y por demás endemoniada, como hicisteis ya una vez... aunque entonces erais muy niño.

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