Catalina la fugitiva de San Benito (88 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—¡Cuando un caballero es vilmente burlado por una rabiza
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, justo es que le dé una lección sin que se entrometa un redentor de honras ajenas! —El que de esta manera habló fue Cristóbal López Dóriga.

—¡Poco caballero será el que se atreve con una pobre mujer en publico! —El genio de Catalina ante cualquier injusticia salía rápidamente a flote.

—¡Eso tendréis que mantenerlo o enmendarlo! —El que intervenía era el alférez.

—¡Cuando queráis y donde queráis!

El capitán apuntó conciliador:

—Señores, creo que el lance no vale la pena y puede solventarse con una explicación.

—¡La explicación os la voy a dar el domingo a las once de la noche, si os cuadra, junto a la tapia de la ermita del Ángel de la Guardia, al lado del Manzanares!

Catalina se oyó decir a sí misma:

—¡Descuidad, que no faltaré!

—¿Cuál es vuestra gracia?

—Mi nombre es Alonso Díaz. ¿Y el vuestro?

—Cristóbal López Dóriga.

—Y el mío, alférez Matías Campuzano. Llevad padrino; yo lo seré de don Cristóbal.

—¡Señores, haya calma! —volvió a intervenir el capitán.

—Os agradezco vuestra intervención, pero no podéis evitar lo inevitable.

—Entonces os sugiero que sea a primera sangre —insistió el de Montesa.

—Vuestra intención es buena capitán, pero yo no me presto a supercherías grotescas ni admito palinodias
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a destiempo —replicó Cristóbal, y dirigiéndose a Catalina añadió—: Imagino que el gentil caballero desfacedor de entuertos estará conforme y no le faltarán hígados para el lance.

—Sin duda, y veremos a quién le sobran o le faltan asaduras.

—Pues no hablemos más, que las palabras huelgan. Hasta el domingo.

Y tras tomar su chambergo y su capa, salió el de López Dóriga del salón y enfiló el pasillo como una furia, lanzando sapos y culebras por la boca, seguido del alférez y de un aterrorizado Álvaro de Rojo, en tanto las filas de los curiosos se abrían, dejando paso franco como la cera ante un cuchillo caliente.

Cuando hubieron partido las aguas volvieron a su cauce y las gentes fueron a sus carnales negocios comentando lo que allí había ocurrido.

Catalina quedóse parada en el rincón tomando conciencia de lo sucedido, cuando un ligero golpe en el hombro la devolvió al mundo.

—Caballero, soy el capitán Contreras y quiero deciros que habéis obrado justamente. Una mujer, aunque se dedique a este menester, es siempre un ser indefenso; y también añadir que si mi oficio y mi rango no me lo impidieran sería con gusto, de quererlo vos, vuestro padrino.

—Os agradezco, señor, vuestras frases y vuestra intención, pero ya tengo quien me apadrine. De todos modos os doy de nuevo las gracias.

Catalina con un ligero golpe de tacones partió hacia el piso superior, adónde habían llevado a Dorotea y a la que estaban curando las heridas recibidas en el infortunado lance. La muchacha, todavía asustada, estaba hecha un ecce homo: los moretones y las rozaduras invadían su rostro y casi no podía abrir el ojo izquierdo. María Cordero y Enriqueta le pasaban por las heridas unos trapos de hilo que empapaban en el agua mezclada con desinfectante que había en una palangana que sujetaba Eulalia.

—¡Santa Madre de Dios, cómo os han puesto! —clamaba la Cordero—. Pero ¿qué es lo que ha desencadenado tal desbarajuste?

Dorotea casi no podía abrir los tumefactos labios para explicarse.

—Estaba saludando al comerciante de vinos que viene a ver a Teresa una vez al mes, y que acostumbra pasar por mi pueblo en cada viaje que realiza; en la última ocasión, medio en broma, le pedí que me trajera unos polvorones y él se lo tomó en serio, y cuando me entregaba el paquete me ha acariciado la barbilla sin malicia alguna. Entonces el alférez ése que va con él se ha reído y lo ha llamado consentidor, y cuando he regresado a su lado ha comenzado a atizarme delante de todo el mundo que si no es por Alonso me hubiera matado. ¡Uy!, me hacéis daño.

—Aguantad, que es necesario desinfectar estas heridas. Si no estuvierais siempre jugando con los hombres, no os ocurrirían estas cosas.

—Os puedo asegurar que en esta ocasión no ha hecho nada para merecer lo que le ha ocurrido. Pero ¡mirad la cara que le ha puesto! —intervino Enriqueta.

—Alonso, gracias por haberme salvado la vida.

Catalina, que estaba callada escuchando, habló:

—Me ha retado en duelo... el domingo.

Las dos mujeres que estaban realizando las curas se detuvieron, y las tres se volvieron hacia Catalina:

—¿Qué estáis diciendo?

—Lo qué estáis oyendo.

—Pero ¡qué barbaridad! Imagino que no acudiréis —exclamó María.

—Eso no tiene remedio. Es lunes; tengo cuatro días para buscarme un padrino. Jamás me he batido en duelo. No ha querido que fuera a primera sangre; si Dios no lo remedia, el domingo habré matado estúpidamente a un hombre o me habrán matado a mí.

Dorotea se puso a gimotear:

—¡Virgen María, lo que he hecho!

—No es vuestra culpa; siempre fue un engreído y un bravucón —exclamó la Cordero—. Pero estamos ante un problema de difícil solución. Bueno, esto ya está.

Dorotea se levantó con la cara llena de una pomada blancuzca y Enriqueta la sujetó por el brazo, ya que al ponerse en pie vaciló como si estuviera mareada.

—Tengan la bondad de dejarnos solos, que Alonso y yo hemos de conversar.

—Alonso, os amo.

Dorotea, que era muy menuda, se alzó sobre la punta de sus chapines y plantó un beso en el rostro de Catalina, dejándole la cara cual si le hubieran dado un brochazo de albayalde. Partieron las dos y María, cuando lo hubieron hecho, cerró la puerta con la falleba.

—Os agradezco lo que habéis hecho por esta muchacha, que en esta ocasión no ha tenido culpa, pero tarde o temprano sabía yo que algo iba a ocurrir; es muy alocada y coqueta, y a los hombres no se les puede encelar. Pienso que lo mejor será que desaparezcáis durante una temporada; yo diré que...

—No diréis nada. Me voy a batir.

La Cordero se sentó en su poltrona, abanicándose ruidosamente.

—¿Pero estáis loca? ¿Sabéis que os va la vida en este envite?

—Soy consciente de ello, pero así son las cosas.

—¡Os puede matar! O deberéis matarlo vos a él; amén de que sabéis que los duelos están prohibidos.

—Cada uno tiene escrito su destino, pero lo que no cabe es que huya como un cobarde. Eso, olvidadlo.

—Pero, atendedme. Tengo amigos influyentes, puedo recurrir a ellos y...

—Dejadlo, de veras, María, mejor quiero que hablemos de otra cosa. Me hace falta vuestro consejo.

—Os escucho —respondió la mujer, al borde de un ataque de nervios.

—Sé que no debiera volverme a vestir de mujer, pero no me resigno a correr el albur de irme de este mundo sin ver una vez más a Diego, y quiero consultaros el plan que voy pensando.

La mujer la contempló con mirada interrogante.

—Alonso va a acudir a su casa a rogarle que le haga de padrino del duelo. Es obligado; no conozco a nadie en Madrid con la confianza suficiente para pedirle tal cosa.

—¿Habéis pensado en Pacheco?

—Eso es imposible, es un conocidísimo maestro de armas; él no puede apadrinar a nadie. —Catalina prosiguió—: Entonces aprovecharé la ocasión para decirle que sé dónde vive Clara Arnedillo y que su dueña, mediante una generosa propina, desaparecerá en el instante que él la visite. Si consigo conocer sus sentimientos y lo vuelvo a ver, aunque solamente sea una vez más, si el domingo la parca me lleva moriré satisfecha.

—Todo esto me parece una auténtica locura, pero... ¿qué es lo que deseáis de mí?

—Veréis, María, aparte de que volváis a ser mi dueña, necesito un lugar discreto y honorable que pueda pasar por mi domicilio. Vos que conocéis a tanta gente, ¿me lo podéis facilitar?

La mujer quedó en silencio unos instantes.

—Dejadme pensar. Tengo una amiga viuda de intachable moral y que me debe algún favor. Su quotidie
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murió en mi casa de un ataque al corazón mientras copulaba con una trucha mulata muy fogosa que había venido de las Américas en el séquito de un virrey que al llegar a España la emancipó para pagarle, imagino, sus buenos servicios; yo lo cargué en un coche, tras vestirlo y acondicionarlo, y lo transporté, cual si estuviera bebido, a su morada. Ella pudo salvar la faz ante sus hijos y cada año por la Natividad del Señor me envía algún obsequio; su domicilio está en un barrio discreto, en la calle de la Flor, entre Promostense y los convalecientes de San Bernardo, y el vecindario es intachable: gentes del comercio. Cierta estoy de que me dará sus llaves y tendrá algo que hacer, fuera de su morada, todo el tiempo que os sea necesario.

—Es lo único que os pido. Y no sufráis por mí, que sabré salir de este lance; siempre estaré en deuda con vos, María, otra vez gracias. Ved si tal cosa pudiera ser para el jueves; mañana seguiremos perfilando mi plan. Que descanséis.

—Buenas noches.

María Cordero contactó, con alguna que otra dificultad, con la agradecida viuda, quien por cierto había encontrado nuevo marido y no solamente le prestó la casa para una tarde, sino que lo hizo para cuanto tiempo la hubiera menester pues la tenía deshabitada al morar ella en la de su recién estrenado esposo. Esto hizo cambiar los planes de Catalina.

El doctor Carrasco recibe una carta

Para su Excelencia Reverendísima Señor Don Bartolomé Carrasco,

Secretario Provincial del Santo Oficio

Astorga, Palacio Episcopal

Excelencia Reverendísima:

He demorado hasta el día de hoy mi repuesta a vuestra última, pues he esperado el poder trasmitiros lo que espero interpretéis como buenas noticias.

Nuestro cerco se va cerrando y creo que a la presa le queda cada vez menos margen de maniobra; el jabalí se va adentrando en el laberinto de los lienzos
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y dentro de nada ya no sabrá hallar la salida. ¿Recordáis que en una ocasión os comenté que las piezas del rompecabezas, en alguna circunstancia, se colocan ellas solas en su lugar? Pues bien, he aquí que un yerro de nuestra gente, en esta ocasión, ha sido parte fundamental para poder seguir avanzando en nuestro empeño en un momento que, os debo confesar, estábamos harto desorientados. Como os comuniqué en mi última, puse sobre la pista de la renegada diez de mis mejores sabuesos para que, por parejas, siguieran cualquier rastro que tuviera que ver con el boceto de su rostro que, con tan buena mano, pintó nuestro dilecto hermano el padre Rivadeneira, y que entregué a cada una de ellos.

Hete aquí que uno de estos hombres apareció muerto una madrugada, en un callejón, con un tajo en su garganta realmente espeluznante. En cuanto tuve noticia del suceso hice las pertinentes averiguaciones para conocer el motivo, si lo hubiere, que justificara el que el interfecto estuviera solo en el momento de su óbito. El que era su pareja, eficazmente interrogado, confesó que aquella tarde el occiso le había rogado que hicieran una pausa en su empeño, ya que había obtenido una entrada para el Corral del Príncipe y era su intención asistir al estreno de la obra de Juan Ruiz de Alarcón El tejedor de Segovia. Éste era el único lugar en el que, con certeza, nuestro hombre había estado aquella tarde, y desde él iniciamos nuestras pesquisas. Tengamos en cuenta que junto a su cadáver encontramos entre sus pertenencias la boleta de la entrada y únicamente faltaba el boceto que del rostro de la huida hizo el reverendo Rivadeneira. Y siendo así que, por más que buscamos no lo hallamos, colegimos que esto era únicamente lo que interesaba al que le dio muerte, que no podía ser otra que la monja o persona afecta a ella.

Resumamos: sabíamos que era buscar una aguja en un pajar, pero la constancia y el método nos han proporcionado grandes logros. Las mujeres que asisten al corral se ubican en la cazuela y la luz que a ella llega es pobre y deteriorada por la distancia que de ella hay al balcón donde, nos consta (por el boleto que hallamos en su escarcela), estaba ubicada la localidad de nuestro hombre, por lo tanto no era lógico que éste buscara algo allí. De las mujeres que ven la función desde los aposentos apenas pueden distinguirse los rostros; ¿adónde dirige su mirada alguien que tan interesado está en una representación y que deja su obligación para asistir a ella? Sin duda al palco escénico. Y ¿quién tiene toda la información que a tal espacio compete, si no es el empresario de la compañía de los cómicos? De esta forma me llegué a visitar a don Pedro de la Rosa, que me recibió con la prevención y el miedo que la imagen de la Suprema despierta en los cómicos y otras gentes de mal vivir que no tienen la conciencia del todo tranquila; y es aquí donde la mano de la divina providencia vino en nuestra ayuda. Resulta que al día siguiente de dicha representación dio en despedirse, sin causa aparente alguna, una de las actrices de la compañía y, ¡rara casualidad!, desempeñaba con igual eficacia y perfección papeles de mujer y de hombre y, según indagué entre sus compañeros, salía del teatro indistintamente vestida con ropajes de uno u otro sexo. No me quedó otro remedio que interrogar exhaustivamente durante tres días y por separado a don Pedro de la Rosa y a la primera actriz, Ana de Andrade, y entonces, ilustrísima, comprobaréis que vuestro humilde servidor se gana con creces los favores que con tanta prodigalidad le dispensáis. Ana de Andrade confesó que los nombres que usa la interfecta son el de Clara Arnedillo y Alonso Díaz, respectivamente, cuando viste de mujer y de hombre, y aunque con certeza nadie conocía su domicilio lo que sí pude saber fue que su enamorado se encontraba en la fiesta que hace poco más de un mes dio la casa de Mendoza, y a la que asistió el valido del rey. En ella la de Andrade la ayudó, según confesó la misma, a acercarse a su galán (cuyo nombre no le fue revelado) vestida de mujer, y para ello le prestó ropa suya y aderezos.

Lo que a continuación voy a detallaros son los pasos que me dispongo a realizar para dar con el paradero y los posibles socios de la renegada. Mi deseo es ir con pies de plomo, ya que seguramente molestaremos a algún poderoso, y no deseo que la precipitación nos haga errar el tiro y dejemos fuera de la red a algún pececillo asociado a esta historia.

Tengo demandada a persona de confianza asignada al concejo
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de interior, y por cierto bien gratificada, la lista de invitados a esa fiesta. Forzosamente se debió de entregar copia para que dicho concejo diera la venia a los nombres de los asistentes, sabiendo que iba a acudir el primer ministro; entre ellos, sin duda, estará la persona a la que la monja llama su enamorado y a la que ha venido a ver a Madrid, vínculo como podéis ver pecaminoso, que denuncia claramente la catadura moral de la renegada. Cuando me sea entregada la relación, la cribaré por familias, edades y condiciones hasta dar con el interfecto que pudiera ser el socio de la huida o su enamorado. Y por el hilo se saca el ovillo... Puestos tras su huella los consiguientes podencos, tarde o temprano él nos conducirá a ella. Ved que el plan dentro de su sencillez es impecable, y tengo la certeza de que si somos pacientes y no asustamos a la presa dará los resultados apetecidos.

Sin otro particular, besa su pastoral anillo,

Sebastián Fleitas de Andrade Familiar del Santo Oficio

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